Centros de detención para jóvenes, un infierno dantesco muy real en Paraguay

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Llevan seis horas despiertos y no saben qué más hacer. Ya tomaron el desayuno: pan y leche, y lavaron el suelo del pabellón. Los funcionarios les observan tras los barrotes, también están aburridos.

Unos 40 adolescentes, en una celda que no debería albergar a más de diez, se envuelven una mano con una toalla o una camiseta y golpean al que tienen enfrente con todas sus fuerzas. Puñetazos en la cara, costillas, cabeza… Una batalla total entre dos equipos que buscan reventarse a golpes solo para pasar el rato.

Es mediodía y ya han almorzado. Entran en fila tres chicos espigados, con caras filosas y miradas conformes, rodeados por cuatro “guardias-educadores”, término que identifica a los funcionarios de los centros para menores de edad infractores en Paraguay.

Les empujan y entran esposados al patio principal y de ahí arrastran los pies hasta una pequeña oficina. Las esposas de metal en sus flacas muñecas, la vergüenza y la rabia impresa en los ojos. Vuelven de declarar en el juzgado por sus respectivas causas pendientes.

Llegan justo a tiempo para las dos horas lectivas diarias voluntarias. Los guardias les traen cuando otros ochenta adolescentes ponen las sillas de madera en el porche central del edificio, un edificio en forma de U que alberga los pabellones y celdas.

Les sueltan los grilletes y caminan decididos, con la espalda y los hombros bien estirados, pero la cabeza baja, se hacen los interesantes o se aguantan con los dientes apretados algún “golpe educador” que recibieron en el trayecto desde el juzgado. En el patio tienen alrededor a toda la “barra”, a su grupo de confianza, otros niños, todos aburridos, todos ansiosos, todos alerta. Les preguntan, les apremian, todo en guaraní, a veces cae una palabra en español. Desaparecen por los pasillos entre sus iguales.

Hace mucho calor. Mucha humedad, mal olor, como a sudor y lejía, a orín y a cigarrillo. En el centro de Educación de Itauguá son unos 400 chicos de entre 14 y 17 años los que permanecen aburridos en celdas infernales, llenos de energía, a veces rabiosos, a veces violentos. Pueden tener derecho a cama con colchón o simplemente a un colchón en el suelo. A veces esta opción es mejor, se está más fresco. Igual, las camas no son la gloria: estructuras viejas de madera plagadas de cucarachas. ¿Los baños? Agua fría e insalubridad total. En cada pabellón un agujero en el suelo para que hasta 40 adolescentes defequen, orinen y ahí mismo se duchen con un pobre chorro helado.

Hace calor y el hielo es el lujo humilde que todos piden a los visitantes para acompañar el tereré, la infusión de yerba mate y agua que se toma religiosamente en Paraguay. No hay restricciones evidentes más allá de entrar en la celda cuando toca, todos llevan termos, bombillas de plástico y de metal. Toman su infusión tradicional, igual que harían afuera.

Pasan la mayor parte del tiempo en las ruinosas celdas porque no hay un programa serio de reinserción. Entre sudores, violencia y drogas cuentan las horas hasta la próxima vez que intentarán escapar.

Juan M., de 17 años, ya lo hizo varias veces, la última, la semana pasada: se puso de acuerdo con otros nueve compañeros y aprovecharon un descuido de los guardias para saltar una valla de más de tres metros de altura. A pocas zancadas, la carretera y la libertad.

El adolescente está en Itauguá, una humilde ciudad del extrarradio de Asunción, a su lado se detiene un autobús. Con su cuchillo fabricado con plásticos, Juan asalta a una mujer que desciende del vehículo. “Solo le apreté para sacarle el celular y las zapatillas, no ves que iba descalzo”, relata a Equal Times mientras permanece sentado en el patio del centro educativo. Dos días duró su aventura cumbiera afuera del encierro. Su madre llamó a la policía cuando le encontró en casa, dormido en una nube de crack.

“Fui a ver a mi novia, comí asado, fuimos a bailar y cambié el celular por 80.000 guaraníes (unos 10 euros) de crack”, explica satisfecho.

El de Juan es solo un ejemplo de las consecuencias del sistema penitenciario paraguayo. Un producto de la persecución al más pobre, la dilación y la corrupción de la Justicia.

Las violaciones de derechos que acechan a los jóvenes infractores son idénticas que las que sufre la población adulta.

Las condiciones de hacinamiento en que el Estado paraguayo encierra a adolescentes son tan paupérrimas e ilegales como las que dedica a los adultos. Para colmo, cerca del 95 por ciento de los internos de los centros educativos no tiene una condena, sino que permanece en encierro preventivo durante unos 11 meses de media, según datos del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura (MNP), un organismo estatal independiente que supervisa el sistema penitenciario y la labor de la Justicia y el Poder Ejecutivo para prevenir violaciones de derechos humanos.

En el caso de los adultos, solo 2.000 personas del total de 13.000 reclusos de Paraguay están condenadas, el resto permanece en prisión sin sentencia, lo que lo convierte en el país de la región con mayor indefinición de causas judiciales, según la ministra de Justicia, Carla Bacigalupo.

 

La gran mayoría de la gente encarcelada en Paraguay podría ser inocente

En Tacumbú, la mayor prisión del país y situada en Asunción, solamente existen 800 personas condenadas, de un total de unos 4.000 internos, en una institución que tiene capacidad para unos 1.600, según datos oficiales.

Una buena parte de los encarcelados de Tacumbú duermen sobre cartones en pasillos y patios, no tienen ni derecho a celda. A estos les llaman “pasilleros”.

Si quieres una la tienes que pagar o construir, ese dinero se mueve entre la mafia carcelaria, compuesta por guardias, funcionarios y presos de alto nivel como narcotraficantes y asaltadores de bancos. Lo mismo pasa con la comida o el jabón. Aunque hay un triste rancho que se reparte a los internos más pobres, toda la estructura de la penitenciaria está llena de cantinas con alimentos de todo tipo.

 

En Tacumbú se hacina el 46 % de la población penal de Paraguay

El expandido mercado de crack y la falta de higiene, de camas o de celdas dignas, así como la ausencia de programas efectivos de reinserción, han convertido al mayor centro penitenciario de Paraguay en una ratonera.

Un informe del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura describe como “históricas” las deficiencias del penal y habla de “tratos crueles, inhumanos y degradantes”.

El Gobierno del presidente Horacio Cartes, del conservador Partido Colorado, inauguró su mandato en agosto de 2013 anunciando una reforma del sistema penitenciario que aún no se ha llevado a cabo. Hasta ahora, las propuestas del Ministerio de Justicia han sido invertir en crear nuevos pabellones en algunas prisiones y anunciar la construcción de más presidios. Pero no han reducido el hacinamiento, ni establecido un proceso de reinserción para toda la población.

Ni el Poder Ejecutivo ni el Judicial han reducido el abusivo uso por parte de los jueces de la figura de la prisión preventiva, que envía a miles de adolescentes a las prisiones sin haber sido juzgados, según señaló el relator de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), James L. Cavallaro, en su último informe en una reciente visita a Paraguay.

La cifra de presidiarios ha crecido en el país guaraní un 417 % desde 1995, cuando el número total de reclusos era de 2.974, según el MNP.

La principal cárcel de Paraguay es un despropósito, el infierno de Dante para quien nunca haya visto una prisión, pero al mismo tiempo es el mejor lugar donde un procesado puede estar, ya que la mayoría de la población del país vive en Asunción y tener a la familia cerca es vital para conseguir apoyo económico y poder comprar derechos y protección adentro.

Unos 60 guardias vigilan a los 4.000 internos. Cada poco tiempo hay un motín, una fuga de presos o algún herido o incluso algún fallecido por arma blanca. También han muerto internos por disparos de arma de fuego. Tacumbú es una representación reducida de la sociedad paraguaya, un cóctel de injusticias, clasismo, violencia y tranquila resignación.

This article has been translated from Spanish.