La lucha de los adivasis por su tierra: “Nunca renunciaremos a nuestras armas”

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Nos encontramos en una ubicación secreta en pleno “cinturón tribal” de India, en el extremo sur del estado de Orissa (al este del país). Un pequeño río, con abruptas orillas y suficiente agua como para impedir el cruce de nuestro vehículo, fluye por campos de mijo que rodean una aldea de casas de adobe. Unas montañas cubiertas por espesos bosques constituyen el marco de esta idílica escena.

Esta es la “Madre India” rural, donde los adivasis (pueblos indígenas del subcontinente) cultivan la fértil tierra oscura desde tiempos inmemoriales. De los 1.200 millones de habitantes de India, aproximadamente 70 millones pertenecen a las llamadas “tribus programadas” o adivasis.

El término “adivasi” deriva de la palabra hindi “adi”, que significa “de antaño”. Los adivasis siguen creyendo en sus dioses-espíritus ancestrales y para ellos no existe el concepto de la propiedad individual de la tierra. La tierra y los bosques son sagrados y pertenecen a todos los miembros de la comunidad.

En Orissa, varios pueblos indígenas de adivasis se han unido para formar el Chasi Mulia Adivasi Sangh (Movimiento o Unión de las Tierras Tribales).

Con 5.000 miembros y pertrechado con armas tradicionales, este grupo militante afirma que lucha por los derechos humanos y la devolución de las tierras indígenas robadas. Los adivasis denuncian que están atrapados entre dos fuegos: el de la creciente guerrilla maoísta de los llamados naxalitas y el de los paramilitares del Gobierno.

En los últimos meses, el Chasi Mulia Adivasi Sangh ha pasado a la ofensiva, desalojando a cientos de familias no indígenas de tierras que alegan fueron robadas y expulsando a supuestos vendedores de alcohol y prestamistas ilegales.

A Equal Times le concedieron una entrevista en exclusiva con Nachika Linga, el líder de este movimiento.

Aparece rodeado por guerreros indígenas de la milicia Ghenua, todos vestidos de rojo y armados con hachas, arcos y flechas tradicionales.

Estamos sentados bajo una enorme higuera de Bengala. Cientos de aldeanos adivasis han acudido a la “mela” (reunión) para escuchar a Nachika Linga denunciar a las fuerzas que explotan a su pueblo. Cerca, un coro de mujeres baila y canta sobre la libertad.

“Tanto la policía como los naxalitas tienen una única misión: hacer la guerra”

Ellos nos han traído esta guerra y nos están asesinando. No es justo”, explica Nachika Linga, un antiguo trabajador agrario de 35 años que sufrió las habituales condiciones de servidumbre y que ya ha pasado por prisión debido a sus actividades políticas.

“¿La guerra es nuestra misión? No. Solo tenemos nuestras armas tradicionales: arcos y flechas. Así es como hemos vivido siempre en el bosque. Somos hijos de la tierra. Ningún gobierno ha aportado ningún tipo de desarrollo. No tenemos carreteras, ni agua potable, ni educación”.

“Los astutos prestamistas y hombres de negocios han estafado y robado a nuestro pueblo tras ofrecerles alcohol. En los últimos 60 años esta gente se ha apropiado de lo poco que ha llegado hasta aquí”, explica.

La zona donde viven Linga y su pueblo es una tierra fértil y rica en minerales situada en el distrito de Koraput y alrededores.

A unos 550 km al sudoeste de Bhubaneswar (la capital del estado de Orissa), esta región también está amenazada por las codiciosas empresas mineras y los oportunistas dalits (intocables de la casta más baja), según denuncian los adivasis.

Por todas las zonas indígenas, los adivasis y los dalits (ambos considerados ajenos a la sociedad hindú) están enzarzados en una encarnizada lucha por los recursos y la tierra.

En el pueblo de Pangapolluru, los guerreros indígenas de la Ghenua acusaron a la familia de Dilip Kumar de ser prestamistas y vendedores de alcohol ilegales, por lo que destrozaron su hogar.

Dilip Kumar es miembro de la casta dalit, los antiguos intocables de India. Se negó a hablar directamente sobre el ataque, pero sí manifestó: “Sí, tenemos miedo de los adivasis por cómo llegan de repente con armas y hacen lo que les da la gana”.

A solo un kilómetro de distancia se encuentra la aldea indígena de Patamanda, desde donde al parecer partieron los atacantes.

Su serenidad no deja traslucir la reciente oleada de disturbios violentos. Una mujer limpia arroz, otra muele el mijo, hay niños jugando alegremente y un hombre se burla de su mono domesticado.

Un anciano indígena, Nari Madinga, me explica: “¡Ah! ¡Te refieres a esos de Polluru! Sí, había una familia allí que estaba produciendo alcohol.

El Chasi Mulia les advirtió varias veces para que dejaran de hacerlo. No hicieron caso y por eso les expulsaron”.

“Antes nos robaban las tierras repartiendo bebidas alcohólicas y otras cosas. Después, el movimiento por las tierras se las devolvió al pueblo. Ahora estamos unidos, cultivamos la tierra y vivimos felices”.

Luego, tras dar una palmada al hacha que cuelga de su hombro, me advierte: “Hemos tenido estas armas desde que éramos niños. Somos gente del bosque. Nunca renunciaremos a nuestras armas. Incluso después de muertos las conservaremos”.

Esta zona del sur de Orissa se encuentra en el centro del llamado “cinturón rojo”: 1.000 kilómetros de un territorio aislado que cruza cinco estados indios.

Unas guerrillas maoístas llamadas naxalitas operan por toda la región. Estas guerrillas deben su nombre a la localidad de Naxalbari en Bengala Occidental, escenario de una famosa rebelión de trabajadores armados en 1967.

Hoy en día se calcula que hay 25.000 insurgentes activos en un tercio de los 600 distritos administrativos de India. Suelen tender emboscadas a patrullas de la policía y atacan estaciones ferroviarias, trenes y arsenales del gobierno.

El año pasado murieron en el conflicto 450 civiles y 140 miembros del personal de seguridad. Mientras tanto, las fuerzas paramilitares con sede en la localidad de Narayan Patna niegan tener como objetivo a la población civil.

“Admito que a veces resulta difícil diferenciar entre naxalitas y civiles inocentes. Todo depende de los servicios de inteligencia”, reconoce Phuskar Bharadwaj, subcomandante de la Fuerza Policial de la Reserva Central.

“Sin embargo, no estamos reprimiendo ni torturando a nadie. Estamos seguros”.

Según denuncian los adivasis, la apropiación de tierras indígenas para el monocultivo industrial de limoncillo también amenaza a la seguridad alimentaria de la zona.

Nachika Linga lo explica: “¿Qué tipo de trabajo ofrecen a la gente en las plantaciones de limoncillo? ¿Pueden sobrevivir con el sueldo? ¿Pueden cultivar arroz, mijo o cereales?”.

“Si se cultivan alimentos, entonces todo el mundo puede sobrevivir. Pero no es así en el caso del limoncillo que cultivan estas empresas. Por eso protestamos. Si los agricultores tienen la tierra, sin duda cultivarán y cosecharán alimentos para la gente”.

Como represalia, han incendiado y saqueado varias plantaciones de limoncillo gestionadas por hombres de negocios procedentes del vecino estado de Andhra Pradesh.

Pero como la mano de obra indígena es barata y los precios del aceite destilado del limoncillo son elevados, el negocio de esta hierba (que se utiliza como alimento, medicina e insecticida) sigue expandiéndose.

Mandi Jamri, un trabajador agrario sin tierra de 57 años, denuncia: “El terrateniente nos pidió que trabajáramos aquí y dijo que nos pagaría algo de dinero. Nos prometió 60 rupias al día (aproximadamente 1 $) y ya hace ocho días de eso. Todavía no sabemos cuánto dinero vamos a percibir”.

La fabricación y venta ilegal de alcohol es el catalizador de gran parte del conflicto entre adivasis y dalits.

Elaborado con frutos del bosque y azúcar de palma sin refinar, este licor casero y tradicional desempeña un importante papel en la sociedad indígena. Sin embargo, su consumo solo se permite en ceremonias especiales.

Los activistas adivasis afirman que los dalits que fabrican y venden ilegalmente el licor, además de destilar una variedad letal conocida como “rural”, están metiendo a su pueblo en un círculo vicioso de alcoholismo y deudas (venden tierras indígenas a bajos precios para pagar las deudas y comprar más licor).

Cientos de familias de dalits ubicadas en entornos rurales han sido atacadas y desalojadas y han acabado huyendo a Koraput, la capital del distrito.

Algunas de ellas han encontrado refugio en una antigua universidad gubernamental, donde Golok Bihari, un estudiante de 19 años, me cuenta: “De repente, aparecieron cientos de hombres con palos y hachas. Algunos estábamos comiendo, otros trabajando y los niños estaban en la escuela. Rodearon el pueblo y nos atacaron”.

Su abuela Roma Naik, de 48 años, prosigue el relato: “Al huir les preguntamos que por qué nos golpeaban. Nos dijeron que matarían a todos los hombres. Entonces, los hombres se escaparon internándose en el bosque, vestidos con saris (trajes de mujer)”.

“También dijeron que decapitarían a los niños. Así que nos asustamos y abandonamos el pueblo, dejando atrás nuestras casas y nuestros bienes”.

Sin embargo, Gadadhar Parida, el jefe del distrito de Koraput (la máxima autoridad civil de la zona) intenta restar importancia a la crisis.

“¡No, señor! No es un estado de anarquía”, enfatiza. “El Chasi Mulia Adivasi Sangh es una organización que crearon los pueblos tribales para servir a sus intereses. Puede que les exploten individualmente, pero como grupo están intentando servir a sus propios intereses”.

“Estamos intentando evitar que nuestras tribus se descarríen. Queremos que permanezcan en la sociedad establecida. Más o menos se trata de gente simple. Cualquiera les puede convencer. Así que por nuestra parte siempre hemos intentado convencerles de que no se tomen la justicia por su mano”.

“Si alguien ha engañado a uno de ellos y le han quitado su tierra, el Gobierno tiene la responsabilidad de garantizar que la tierra robada se le devuelva a la comunidad tribal”.

Como ministro de Hacienda de Orissa, Surjya Patro es el responsable estatal de todas las cuestiones relativas a la tierra.

De vuelta en Bhubaneswar (la capital del estado) me explica en su casa:

“Hemos enviado a un funcionario subalterno del Estado muy capacitado que se está encargando de esas dos zonas para devolver las tierras a las tribus. Estamos en ello”.

“No es cierto que el Gobierno no esté haciendo nada por los adivasis. Las tribus en general están muy contentas con el Gobierno. Este Gobierno ha llevado a cabo todos los proyectos de desarrollo que puede ver”.

“Desde el 2008, cuando Naveen Patnaik [el jefe del Gobierno del estado de Orissa] llegó al poder, se han realizado muchos proyectos de desarrollo en el estado. Especialmente hemos trabajado mucho en la zona tribal”.

No opina lo mismo el profesor Manmath Khundu, antiguo director de la Academia de Lenguas y Culturas Tribales en Bhubaneswar, que habla seis lenguas tribales de Orissa y ha estudiado a comunidades indígenas en Estados Unidos, Reino Unido y Yemen.

“De hecho, oficialmente se gasta mucho dinero en las comunidades tribales. Sin embargo, la gran pregunta es cuánto les llega realmente a ellos. Quizá un 1 o un 2%. El 98% se desvía o se lo quitan mediante estafas”, afirma el profesor Khundu.

“Por desgracia, a los adivasis les espera un futuro desolador, ya que el desarrollo no favorece a las comunidades tribales. Y el desarrollo aquí significa ‘aculturación de las tribus’; es decir, que perderán su propio idioma y su cultura”.

“Si esto es el desarrollo, entonces en última instancia apenas quedarán tribus”.

VIDEO:

Adivasi: Caught Between Two Fires. De David Browne.

Este artículo ha sido traducido del inglés.