Lacerada, Bélgica debe estar a la altura de sus desafíos

Opinión

Bruselas, 22 de marzo de 2016. Son las 8h00. Comienza para mí un día como otro cualquiera. Me encuentro en Schaerbeek, no lejos de su sublime estación, esperando el autobús que me llevará al trabajo. Sentado bajo la marquesina, intercambio mensajes de SMS con un amigo. Hablamos de la vida, de nuestros problemas, de nuestros sueños y, sobre todo, de nuestra próxima cita en un café, donde proyectamos hacerlos realidad. Recibo la primera noticia en mi teléfono: “¡Explosión en el aeropuerto de Zaventem!”.

Poco a poco van llegando más noticias, mi teléfono arde: ¡Es un atentado! Mi primera reacción fue de pasividad, como si las noticias que me estaban llegando no me concernieran directamente, como si se tratara de algo lejano, como para protegerme.

Lentamente, voy despertando y me va invadiendo una inmensa inquietud. En mi comunicación cada vez más intensa con mi amigo, escribo: “Creo que esto no es más que el principio”, aunque por dentro espero estar equivocado.

Alrededor de las 9h00, mi frase se convierte en realidad, recibo una nueva misiva: “¡Explosión en el metro de Maelbeek!”.

En la noche del 22 de marzo, la angustia se vuelve palpable. La policía rodea mi barrio, Schaerbeek, una zona más bien residencial. Los terroristas habían alquilado un apartamento a dos pasos de mi casa. Desde allí se dirigieron en taxi al aeropuerto de Bruselas para cometer lo irreparable.

He vivido en primera persona uno de los peores momentos de la historia de mi país desde la Segunda Guerra Mundial. El 22 de marzo de 2016, los atentados en el aeropuerto de Bruselas y en la estación de metro de Maelbeek, se saldaron con, al menos, 35 personas muertas, más de 300 heridas y todo un pueblo conmocionado.

Bruselas resultó herida en pleno corazón, yo estoy herido, todos estamos heridos.

Bruselas se despierta lentamente de esta pesadilla, lamentablemente muy real. Pero tras la incredulidad, la tristeza y la cólera es necesario ceder paso al discernimiento. Alejarse un poco, olvidar la instantaneidad de cadenas informativas que repiten una y otra vez la información, y a veces desinforman, en su carrera desenfrenada por una exclusiva, por ofrecer a sus telespectadores la “última hora”, obtenida de fuentes no verificadas.

Tomemos, aunque solo sea un instante, un momento para salir de este ambiente angustioso, respiremos, reflexionemos…

¿Cómo hemos llegado a esto? Todo mundo se plantea esta pregunta, buscando para algunos respuestas a través de atajos simplistas y sin matices.

Lamentablemente, la complejidad de la situación es tal que las respuestas inmediatas sólo conseguirán acentuar las dificultades del momento. Será necesario darnos un tiempo para comprender, para preguntarnos y cuestionarnos a nosotros mismos, para verbalizar los males y, también y sobre todo, tiempo para actuar frente la adversidad.

De lo que estoy profundamente convencido es que es imposible que una sola causa haya engendrado un fenómeno de tal alcance. Nuestra sociedad ha producido jóvenes que actúan en contra su propio país, en nombre de unos principios doctrinarios que consideran superiores. Este fenómeno es consecuencia de una multitud de causas, cuya responsabilidad incumbe a cada uno de nosotros.

Ha llegado la hora de asumirlas.

 
Un fenómeno con múltiples causas

Los factores que han conducido a la radicalización de los jóvenes son numerosos y muy complejos. Cada joven que cae en este abismo tiene detrás una historia distinta, un recorrido único. Ningún patrón de análisis racional permitirá comprender totalmente ese camino individual cuyo poder aún no valoramos lo suficiente, pero cuyos daños estamos padeciendo.

Aún así, podemos desgajar grandes preguntas que la sociedad debe poder plantearse sin aprensión, para entender mejor las razones de estos fenómenos y conformar un nuevo contrato social, tan necesario, que enmarque nuestro modelo de sociedad en este mundo en perpetua transformación.

Desde mi punto de vista, nuestras preguntas deben abarcar, paralelamente, los ámbitos democrático, socioeconómico y religioso, para permitirnos aprehender mejor las cosas, no para justificar lo injustificable.Con frecuencia ninguneada, la cuestión democrática es decisiva para responder a nuestros desafíos actuales. Nuestras sociedades han evolucionado en todos los niveles y los desafíos de ayer no son los mismos de hoy. Nuestro modelo democrático ya no ofrece sueños y perspectivas a una juventud que parece entrever su futuro con incertidumbre. ¿No sería el momento de devolver a nuestras democracias su carta de naturaleza?

La cuestión democrática es, asimismo, la cuestión de la representatividad. No se trata sólo de reflejar en los hemiciclos parlamentarios una cierta realidad sociológica para generar en la población emanada de la diversidad un sentimiento de pertenencia a la comunidad nacional.

Pertenecer a la comunidad nacional significa, además, dotarse de referencias, de historias nacionales en común, de símbolos que unan a la población en torno a valores compartidos que se encarnan día a día.

El belga musulmán vive convencido de que no se le considera un ciudadano de pleno derecho, que deberá esforzarse mucho más para obtener, si acaso, los mismos derechos que un ciudadano ordinario. Esta percepción de ser ciudadano de segunda no parece haberse desvanecido en las generaciones siguientes.

En este contexto, la faceta socioeconómica arroja una luz interesante.

Comienza en la escuela, en los numerosos centros gueto de Bruselas, embajadas de la autosegregación, donde la otredad se ha convertido en utopía. Esa escuela donde se sabe están arraigadas las desigualdades, que agrava la segregación de un alumnado empobrecido, una escuela de la que uno de cada seis jóvenes saldrá sin diploma, con pocas perspectivas de futuro y escasas oportunidades.

En Bélgica vivimos aún en la enseñanza del siglo XX. Un mundo escolar muy cerrado a los cambios que, con mucha frecuencia y de manera alarmante, se obstina en resistirse a la evolución social. Un universo escolar que subraya y acentúa las diferencias allí donde debería favorecerse la emergencia de un NOSOTROS, de una identidad común.

Un sistema escolar reactivo, que responde a cada fallo con una prohibición, en lugar de con una crítica y un análisis sistemático y congruente de los acontecimientos, enmarcando sus acciones en una visión a largo plazo. Un mundo escolar que no ha subido al tren del siglo XXI.

Continúa en la difícil realidad del mercado de trabajo. Pensemos en la falta de perspectivas de los jóvenes poco cualificados para este mercado de trabajo cada vez más selectivo, en las dificultades de los ya egresados para lograr su primera entrevista de trabajo, y una vez realizada, descubrir el techo de cristal que les impedirá evolucionar profesionalmente; pensemos en esa movilidad social inaccesible.

Por otra parte, la cuestión religiosa ha desempeñado, evidentemente, un papel gran peso. Nuestro país ha sido testigo de una mutación de la práctica religiosa islámica. Ni las autoridades belgas ni los musulmanes de Bélgica han sido realmente conscientes del peligro que nos acecha.

Dejando en manos de Arabia Saudita, socio económico insoslayable, la gestión de la gran mezquita de Bruselasy la difusión desde allí de los principios normativos del Islam de Bélgica, los gobiernos belgas cometieron un error terrible.

Tal vez obtuvieron jugosos contratos empresariales, pero dejaron ganar terreno al pensamiento islámico más arcaico, cortando de raíz toda perspectiva de ver emerger un islam que se adecuara a los valores del país.

En 1974, cuando se reconoció el islam en Bélgica, las autoridades belgas perdieron la ocasión de tomar las riendas de la organización del culto ofreciendo, por un lado, una financiación equitativa a las instituciones islámicas y, por otro, unas normas claras para garantizar la independencia del culto y su renovación.

Incluso hoy, los sucesivos gobiernos belgas continúan cerrando los ojos.Raras son las mezquitas que respetan la legislación que rige las asociaciones y a las que se obliga a acatarla. La mayoría de las mezquitas no están reconocidas, pocos imanes se expresan o hablan normalmente el francés. El islam de Bélgica es, en realidad, un islam aterritorial.

Resultado de ello, las organizaciones representativas del culto musulmán no están a la altura y no pueden imponerse de ninguna manera. Al día siguiente de los atentados, la única cuestión que se planteaba era si era posible orar por todas las víctimas, sin distinción. Me estremezco al darles la respuesta.

En Bélgica no se pudo organizar ni una sola oración ecuménica en un lugar de culto musulmán. Algunos representantes religiosos celebraron unos cuantos eventos, más bien movidos por el miedo que por convicción.

Recuerdo el 11 de septiembre de 2001, cuando la comunidad musulmana americana celebró con dignidad numerosas oraciones ecuménicas en comunión con toda la nación. El dolor y los valores comunes unieron a creyentes y no creyentes ante la Historia, por un mañana mejor. En Bruselas, no estuvimos a la altura de nuestra Historia.

El resultado es amargo. El islam de Bélgica no existe, cada musulmán es remitido a su supuesto origen cultural para que practique su culto, ese mismo origen cultural que se remite como una tara.

Desde esta perspectiva, ¿Cómo podemos organizar un contradiscurso musulmán? ¿Cómo podemos lograr ofrecer a los jóvenes musulmanes una búsqueda en sentido positivo?

¿No es hora ya de darnos los medios para tener éxito, de salir de la negación colectiva, de acoger nuestros males y aceptar, por fin, cuestionarnos para convertirnos en arquitectos de una sociedad más respetuosa, más equitativa, en la que todos y cada uno tengamos lugar? Este es nuestro reto de aquí en adelante.

Bruselas, 23 de marzo de 2016, son las 8h00. Espero el autobús… Las cosas jamás serán como antes, pero mi amigo y yo hemos decidido vernos en un café para, por fin, hacer nuestros sueños realidad.

 

Este artículo ha sido traducido del francés.