Los votantes australianos acudirán a las urnas sin ilusión

A medida que los australianos se preparan para votar en las elecciones generales de este fin de semana, van apareciendo oscuros presagios que se proyectan desde los Estados Unidos y el Reino Unido.

En estas elecciones no existe la figura de un Donald Trump que compite por dirigir el país. Y el país tampoco está dividido como lo estaba el Reino Unido antes del referéndum de permanencia en la UE (Brexit).

Pero sobre la maratoniana campaña australiana se ha cernido el mismo sentimiento profundo de desconfianza y hostilidad hacia el sistema político que impregnó las primarias presidenciales de EE.UU. y el debate del Brexit.

Al igual que sus homólogos estadounidenses y británicos, los australianos se sienten cada vez más frustrados y escépticos con respecto a sus representantes electos, y están buscando alternativas a los principales partidos tradicionales o bien apartarse definitivamente de la política.

La sensación es desagradable, y a medida que se va acercando el día de las elecciones, y que los dos principales partidos recurren a absurdas campañas del miedo contra su adversario, la situación no hace sino empeorar.

Lo que probablemente suceda el día de las elecciones va a ser un mínimo casi histórico en el voto combinado de las primarias para el partido conservador en el poder (la Coalición Liberal-Nacional) y el partido centrista de la oposición (el Partido Laborista Australiano).

Ante la posibilidad de que ninguno de los partidos gane los escaños suficientes en la Cámara de Representantes (Cámara Baja) para gobernar por sí solos, podría haber un Parlamento sin mayoría en el que un grupo abierto de independentistas y los Verdes sean por segunda vez en esta década la pieza clave para la formación de la próxima administración.

E incluso si se pudiera formar un Gobierno en minoría, es probable que haya suficientes independentistas inconformistas en el Senado (Cámara Alta) para frustrar el programa del futuro Gobierno, repitiéndose lo que ha sucedido estos tres últimos años.

 

Turnbull versus Shorten

Las opciones de que disponen los votantes australianos están entre el actual Primer Ministro Malcolm Turnbull y el líder de la oposición Bill Shorten.
Turnbull se convirtió en primer ministro en septiembre del año pasado, tras orquestar una moción de censura contra el sumamente impopular Tony Abbott.

Abbott había sido elegido por amplio margen en septiembre de 2013, tras una campaña a favor de medidas más duras para cerrar las fronteras a los solicitantes de asilo, la abolición de un plan de intercambio de emisiones y la supresión de una regalía a la minería.

Pero enseguida agotó su capital político con un presupuesto federal en mayo de 2014 que rompía muchos de sus compromisos preelectorales y socavaba dogmas como el sistema de asistencia médica universal y una educación universitaria accesible, al tiempo que introducía otras medidas impopulares como el aumento de la edad de jubilación a los 70 años.

Aunque muchas de estas medidas fueron bloqueadas por un Senado hostil, terminaron proyectando a Abbott como un paria ante los ojos de muchos votantes. A raíz de una nueva serie de tropezones por parte del ultraconservador Abbott, su partido terminó reemplazándolo por Turnbull, de tendencia más moderada.

Pero a los votantes australianos esto les recordaba a un golpe similar que se había dado en el seno del Partido Laborista poco después de las elecciones de 2010, cuando Julia Gillard reemplazó a Kevin Rudd tras unas oscuras maniobras por parte del partido. De hecho, la sustitución de Abbott por Turnbull era el quinto cambio de Primer Ministro que se producía en un período de ocho años, después de los 11 años de mandato estable de John Howard, entre 1996 y 2007.

No obstante, Turnbull disfrutó de una popularidad inicial, puesto que los votantes esperaban una forma de gobierno más moderada e inteligente por parte de un hombre que venía personificando desde hacía mucho tiempo un liberalismo con minúscula en relación a cuestiones como el cambio climático, el matrimonio homosexual y el republicanismo.

Pero después de perder el tiempo aumentando el impuesto nacional al consumo, y aparentemente retroceder en sus posiciones anteriores con respecto al cambio climático y otras cuestiones, la popularidad de Turnbull no tardó en hundirse.

Esto fue la salvación para Shorten, que se convirtió en líder del Partido Laborista después de las elecciones de 2013.

Shorten, anteriormente dirigente sindical nacional, había soportado ataques constantes por parte de la coalición y había conseguido desgastar el cargo de primer ministro de Abbott, pero a principios de año su propio partido estaba considerando cambiar de líder debido a la aparente invencibilidad de Turnbull.

No obstante, desde entonces, y especialmente durante la campaña electoral, Shorten ha superado a Turnbull como activista, presentando además una agenda política más completa que incluye propuestas como el aumento de la financiación para las escuelas, un nuevo precio del carbono, cambios al sistema fiscal para fomentar una vivienda asequible, medidas enérgicas contra la evasión fiscal corporativa y una Comisión Real sobre el sistema bancario.

La agenda política de Turnbull ha sido en cambio muy magra. Como consecuencia de la desaparición de un prolongado boom minero, el desempleo ha aumentado y el crecimiento económico se ha ralentizado. Turnbull ha tratado de convencer a los australianos de que tiene un plan para “el empleo y el crecimiento” que incluye en su eje central reducciones del impuesto de sociedades por un valor aproximado de 50.000 millones AUD a lo largo de varios años.

Además, en lugar de asumir el liderazgo que se esperaba de él, Turnbull se ha mostrado indeciso y se ve limitado al tener que apaciguar la retaguardia derechista de los simpatizantes de Abbott.

Todo esto ha jugado a favor del líder laborista, que ha explotado hábilmente la inmensa fortuna que el propio Turnbull había amasado en una etapa anterior de su carrera profesional como banquero y empresario, para avivar las inquietudes de la opinión pública en cuanto al aumento de la desigualdad en Australia.

 

Campaña electoral de ocho semanas

Apenas 32 meses después de las últimas elecciones australianas, Turnbull disolvió el Parlamento y convocó elecciones para el 8 de mayo de 2016, poniendo en marcha una campaña de ocho semanas que finalizará el 2 de julio.

La razón que dio para convocar elecciones anticipadas fue la negativa del Senado a aprobar unas serie de leyes que habrían reintroducido un organismo regulador del sector de la construcción de tendencia antisindical, la Australian Building and Construction Commission.

Tras una Comisión Real de 18 meses para investigar la corrupción y gobernanza sindical –que muchos consideraron como una caza de brujas que no responde sino a motivaciones políticas– la mayoría de los comentaristas suponían que durante la campaña Turnbull se dedicaría a atacar el sindicalismo a todo trapo, pero al final apenas se han mencionado las políticas laborales.

Ambos partidos pasaron las primeras seis semanas de la campaña promoviendo principalmente sus políticas. Así pues, Shorten, en particular, parecía decidido a mantenerse positivo y hacer campaña sobre los méritos de su programa. Pero a medida que la carrera electoral se ha ido tensando, han abandonado cualquier pretensión de política positiva para adoptar unas campañas del miedo absoluto.

Shorten aprovechó el lanzamiento oficial de la campaña laborista del 19 de junio para aseverar que, de ser reelegidos, los liberales liquidarían el servicio de seguro médico universal, Medicare –cosa que Turnbull ha negado enérgicamente–.

La coalición ha tratado de resucitar su alarmismo de probada eficacia sobre la inmigración y los refugiados, alegando que un gobierno laborista “abriría las puertas” y haría que Australia quedara inundada por la llegada de embarcaciones.

El respeto por los políticos y el proceso político ya estaba de capa caída antes de que ambos partidos pasaran al código negativo.

El primero de los tres debates previstos entre los dos líderes fue unánimemente desaprobado, dado que ninguno de ellos se apartó ni un milímetro del estricto guión que tenían preparado para cada uno de los temas del debate.

Para cuando llegó la hora del tercer debate, que se presentó en Facebook, la máxima audiencia registrada no alcanzó ni las 15.000 personas – menos de una décima parte del 1% del conjunto de los votantes inscritos.

Empate

A pocos días de las elecciones, la mayoría de las encuestas nacionales vaticinan un empate entre los dos principales partidos.

Si los laboristas volvieran a hacerse con el poder tras un solo mandato en la oposición, sería un logro histórico que no se producía desde la Segunda Guerra Mundial, pero conseguir los 21 escaños que necesita para recuperar el poder quizás esté fuera de su alcance.

Los estrategas de los partidos están convencidos de que las campañas del miedo darán resultado, pero no están teniendo en cuenta el daño que están haciendo al discurso político en Australia. Por eso, cuando las aguas vuelvan a su cauce tras estas elecciones tan amargamente reñidas, el nuevo primer ministro necesitará dedicarse a restablecer la fe en el sistema político australiano.

De lo contrario, la atmósfera será caldo de cultivo para la aparición de un demagogo tipo Donald Trump.

Los australianos se sintieron conmocionados no sólo por el asesinato de la diputada británica Jo Cox que defendía la permanencia en la Unión Europea, sino también por la repugnante xenofobia de la campaña a favor de salir de la UE, que avivó los temores sobre la inmigración y suscitó abusos contra políticos electos e instituciones públicas, y contra residentes y ciudadanos extranjeros.

Afortunadamente la virulencia del sentimiento antipolítico en Australia no ha alcanzado aún el mismo nivel que en el extranjero, pero las elecciones de 2016 han demostrado que la confianza entre políticos y votantes está tan fracturada como en los EE.UU. y el Reino Unido.

Cualesquiera que sean las verdaderas diferencias que puedan tener en sus políticas, después del 2 de julio el nuevo primer ministro y el líder de la oposición de Australia tendrán que ponerse de acuerdo para reparar el sistema político del país.

 

Este artículo ha sido traducido del inglés.