Moldavia: un país que se queda sin población

Artículos

El frío y el miedo invadieron a Liliana cuando llegó a Moscú tras de una noche de viaje en tren desde Chisinau, la capital moldava. Era verano, el reloj marcaba las cinco de la mañana y se encontraba sola en el andén. “Tenía 44 años y era la primera vez que salía a trabajar al extranjero”, recuerda emocionada esta profesora moldava.

“Me daba miedo salir, y no acababa de llegar (a Rusia) que ya extrañaba mi país y sabía que me esperaban grandes dificultades”.

Lamentablemente, historias como la de Liliana son bastante comunes en Moldavia. Desde la independencia de esta antigua República de la Unión Soviética en 1991, los relatos sobre exilio han cincelado su sociedad. Algunos investigadores consideran la emigración un fenómeno de tinte excepcional para este país de 2,9 millones de habitantes, encajado entre Rumanía y Ucrania.

A pesar de la imprecisión de los datos estadísticos, las estimaciones son alarmantes. Como Liliana, 350.000 personas (según el servicio aduanero moldavo) cruzan la frontera regularmente para ir trabajar al extranjero. A esta cifra hay que añadir los 585.000 moldavos, es decir, el 16% de la población, que han establecido fuera del país su residencia (la mitad en Rusia y el resto en países de la Unión Europea).

A su llegada, Liliana encontró trabajo rápidamente: como niñera en una guardería infantil privada. Alimentada y con alojamiento, ganaba 1.000 euros al mes, frente a los 160 euros que percibía como profesora en la escuela de su pueblo.

Los moldavos parten empujados por la debilidad de los salarios locales y la pobreza. En 2014, el PIB de Moldavia fue de 2.239 dólares USD por habitante, un nivel similar al de Laos u Honduras.

La desindustrialización y las dificultades de la transición desde un sistema económico centralizado a una economía de mercado desplomaron el nivel de vida de la población moldava tras la desaparición de la Unión Soviética. Aunque remontó a partir del año 2000, gracias principalmente a las remesas de dinero llegadas desde el extranjero, esa remontada no fue suficiente para que la población aspirara a quedarse.

Como muchos moldavos, Liliana tuvo que hacer sacrificios, como trabajar en la economía sumergida. A pesar de que pudo ahorrar dinero, su experiencia la marcó profundamente: “No fue fácil verme haciendo de niñera, cuando tengo 25 años de experiencia como profesora; no tuve más remedio que adaptarme”, nos cuenta.

“Me sentí humillada y menospreciada por no poder volver a ser la profesora creativa que había sido. Además, a nadie le gusta trabajar en negro. Habría preferido permanecer aquí, porque amo mi país. Pero éste ya no podía ofrecerme la satisfacción material que yo necesitaba”.

Esta situación la empujó también a correr riesgos. Al cabo de un año, y tras viajar a Moldavia, le prohibieron volver a territorio ruso. Su necesidad imperiosa de trabajar la llevó a entrar en Rusia franqueando la frontera bielorusa, entonces poco vigilada. Durante su segundo año ejerció de niñera en una urbanización privada de ricos moscovitas. No salió durante todo el curso escolar, por miedo a que la enviaran de vuelta a Moldavia.

 

Las dos caras de la migración

En el bulevar principal de Chisinau, entre casinos y casas de empeño, encontramos en cada cruce garitas de cambio donde se compran dólares, rublos y euros a precios nunca antes alcanzados. La economía moldava se ha vuelto totalmente dependiente de las remesas de fondos del extranjero. Cada mes, la diáspora transfiere hasta cien millones de euros a las cuentas bancarias moldavas. En 2014, estas transferencias supusieron un 26% del PIB del país.

Esta es la cara positiva de la migración: favorece el desarrollo socioeconómico del país, aumenta el poder adquisitivo y reduce la pobreza. Sin embargo, la migración puede tener dos caras, porque la situación de quienes permanecen en el país es, a veces, complicada.

Lilia Nenescu asumió el papel de madre sin quererlo. Tiene 22 años, es la mayor de cinco hermanos y se ocupa de ellos mientras su padre va y viene para trabajar entre Italia y Moldavia y su madre hace lo propio en Israel desde hace siete años. “Ya me he acostumbrado, pero es bastante difícil, porque los jóvenes de mi edad no tienen que cuidar a tres niños”, explica la joven, con bastante madurez. “Es una injusticia, que me influye a la hora de tomar cualquier decisión. Pero no puedo reprochárselo a mis padres, porque sé que esta situación es inevitable”.

“El coste social de la migración es elevado”, confirma Olga Gagauz, Directora del centro de investigaciones demográficas de Chisinau.

“Muchos niños son educados sin sus padres o por sus abuelos, algo que puede provocar estrés. También se observa un aumento de los divorcios, sobre todo cuando se marcha uno de los dos cónyuges. Todo ello provoca cambios profundos en los modelos familiares, cuyas consecuencias a largo plazo no son fáciles de determinar”.

 

La fuga de cerebros

Las repercusiones demográficas resultan también alarmantes. Moldavia pierde una media de 30.000 habitantes al año. De aquí a 2050 podría afectar al 40% de su población. “El país se está vaciando de población activa”, alerta Olga Gagauz. “La relación entre población activa y jubilados está invirtiéndose, porque las personas en edad de trabajar son cada vez menos numerosas, el número de familias se desploma y, junto a él, la tasa de natalidad”.

Este flujo migratorio no tiene visos de reducirse. De hecho, en los últimos años asistimos a una nueva ola de emigración. Si en los años noventa se marchó, sobre todo, la mano de obra rural y no cualificada, hoy el perfil ha cambiado. La “fuga de cerebros” moldavos inquieta a numerosos analistas.

Viorel Girbu es asesor económico de varias ONG moldavas. Con 41 años, tiene un buen salario, una buena posición, pero esto ya no le basta. Está decidido a volver con su mujer y sus dos hijos a Alemania, donde estudió. “Tenía la esperanza de poder quedarme, pero recientemente he cambiado de opinión, explica. Los problemas internos de mi país son muy graves y no les veo solución. Por muy ricos que sean, los ciudadanos necesitan un marco institucional favorable, que les garantice una cierta protección social”.

En efecto, Moldavia atraviesa una crisis política y socioeconómica sin precedentes. La revelación, en mayo de 2015, de un fraude masivo en el sistema bancario, conocido como “el caso del siglo”, suscitó numerosas manifestaciones contra la corrupción.

Este movimiento popular culminó con la elección del candidato prorruso Igor Dodon, el domingo 13 de noviembre. Además de intentar frenar la migración, el nuevo presidente deberá atacar de frente el problema de la corrupción y del acaparamiento del Estado por clanes oligárquicos.

 

Este artículo ha sido traducido del francés.