Pakistán utiliza su legislación antiterrorista para silenciar a los activistas

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El 4 de mayo de 2016 apareció en Internet una foto borrosa en la que se veía a un pakistaní, Mehr Abdul Sattar, con los ojos vendados y vestido con una camisa manchada de sangre. La publicación de la foto fue un alivio para quienes se esperaban lo peor, pero no deja de ser un verdadero horror: Mehr aparece de pie frente a una pared blanca gélida, con una expresión casi incorpórea, como si no tuviera ninguna relación con las circunstancias nada envidiables en las que se encontraba.

La foto no incluye ninguna leyenda o explicación del por qué de su publicación. Quizás sea para confirmar que Mehr no ha sufrido todavía la misma suerte que otro hombre cuyo cadáver lleno de magulladuras y moratones apareció en repetidas ocasiones en la televisión pakistaní, provocando la indignación de los defensores de los derechos humanos. Este desafortunado y Mehr compartieron el mismo cautiverio.

A Mehr se lo llevaron las fuerzas de seguridad pakistaníes el 16 de abril, como parte de una campaña generalizada contra el terrorismo, dirigida por el ejército – un concepto que goza de una definición bastante amplia en el marco jurídico del país. Detenido durante más de un mes, y supuestamente torturado, Mehr no ha sido acusado de nada relacionado con la participación en un ataque terrorista, con la distribución de propaganda terrorista o con el apoyo a alguna organización terrorista.

Mehr es el Secretario General de la asociación de inquilinos de Punjab, Anjuman Muzareen Punjab (AMP, o Punjab Tenants Association en inglés), una asociación defensora de los derechos de propiedad, que fue creada en el año 2000 en Okara, en la provincia oriental pakistaní de Punjab, después de que los inquilinos de varias fincas militares comerciales rechazaran colectivamente un nuevo sistema de contratos impuesto por el ejército.

Mehr se enfrenta a 25 acusaciones, entre ellas una de apropiación de tierras y otra de desorden público – crímenes que, sorprendentemente, entran en el ámbito de la ley antiterrorista del país. Sus defensores creen que estos cargos han sido inventados y que el Estado está utilizando la legislación antiterrorista para silenciar a los activistas y sofocar un movimiento campesino establecido desde hace 17 años que ha estado luchando contra el ejército en defensa de la igualdad de los derechos de propiedad.

Los defensores de Mehr tienen buenas razones para desestimar el caso del Estado, puesto que aproximadamente 4.000 de ellos también han sido arrestados y consignados bajo las mismas leyes antiterroristas que dieron lugar a la desaparición de Mehr. Su crimen: haber participado en una manifestación convocada para reclamar la puesta en libertad de su compañero Mehr.

Las consecuencias de estas infracciones leves pueden ser nefastas y kafkianas: las amplias exenciones judiciales de que disfruta el ejército le permiten detener sin cargos a “terroristas” sospechosos, durante un plazo de hasta 90 días (período tras el cual pueden ser juzgados en un tribunal militar secreto e incluso ejecutados si son declarados culpables de acusaciones más serias), manteniéndolos sin la correspondiente orden de arresto en paradero desconocido.

 

“Propiedad o Muerte”

La historia de las fincas de Okara tiene unos antecedentes asombrosos: a principios del siglo XX, los británicos establecieron unos programas de cultivadores en Punjab Occidental (en Okara y las regiones vecinas) como parte de un gran proyecto colonial de irrigación, prometiendo otorgarles a su debido tiempo derechos de propiedad– algo que evidentemente nunca llegó a materializarse. El académico y activista Mahvish Ahmad señala: “El grito de guerra del Movimiento Campesino de Okara es “Maliqi ya Maut” (Propiedad o Muerte).”

Durante más de medio siglo después de la independencia del país, los campesinos fueron engañados para continuar con un contrato que ya había vencido. El modelo de arrendamiento de reparto de cosechas permitía a los campesinos trabajar en las fincas de forma permanente, pero a cambio tenían que entregar a los administradores de la aldea la mitad de sus producciones (alquiler en especia). El modelo estaba muy mal visto.

“El actual sistema de tenencia de batai (aparcería) suscitaba mucho rechazo. Los gerentes de las explotaciones agrícolas se dedicaban a robar asiduamente parte de las cosechas de los agricultores e intimidaban a los campesinos con multas”, escribe Mubbashir Abbas Rizvi en su documento de investigación de 2013 sobre las revueltas de Okara.

Los problemas empezaron cuando el ejército pakistaní trató de modificar la situación que existía en las fincas. “En el año 2000, con el General [Pervez] Musharraf en el poder, el ejército decidió extender sus tentáculos e interferir en la vida económica del país – un cambio que otorgaría al ejército el poder jurídico para desahuciar a los campesinos de las tierras al finalizar el período del contrato. Ahí es cuando empezó la contienda”, dice Asad Farooq, profesor de Derecho, en una entrevista concedida a Naked Punch.

La nueva propuesta fue inicialmente bien recibida. Farid Daula, un abuelo y campesino de la aldea, se mostró en un primer momento solidario con el plan, contento de saber que se iba a terminar con la aparcería, porque “aquí ha habido demasiada opresión y parecía que por fin íbamos a vernos libres de esta condición de servidumbre”.

No obstante, enseguida estuvo claro que el nuevo sistema permitiría al ejército desahuciar a los campesinos, y este punto de discordia dio paso a una revuelta que se ha prolongado 17 años, en la que han participado más de un millón de personas y que ha provocado la ira de la institución más poderosa de Pakistán.

Esta rebelión es especialmente única en la medida en que ha desafiado al ejército intocable y ha sobrevivido durante casi 17 años, uniendo a personas de diversas divisiones religiosas y de género.

Tras no conseguir reprimir las ambiciones de la AMP con tanques, balas, secuestros y torturas, el ejército está tratando ahora de desacreditarlos, retratándolos como terroristas.

 

Activistas, no terroristas

Según Ammar Rashid, secretario de prensa del partido nacional de los trabajadores Awami Workers’ Party (AWP), el momento y el método de la reciente campaña de represión no es ninguna coincidencia.

“El espectro del terrorismo proporciona a las autoridades una excusa conveniente para sofocar de manera violenta cualquier enfrentamiento contra los abusos de la autoridad. Lo que resulta preocupante es que esos abusos de las leyes antiterroristas se estén convirtiendo en algo normal. Es decir, que miles de personas pueden ser inculpadas, y decenas encarceladas tras ser acusadas de terrorismo por el crimen de protestar – prácticas que, por otra parte, apenas son noticia, sobre todo si está involucrado el ejército”.

Pakistán ha estado implicado durante más de un año en una amarga guerra contra los talibanes. A primera vista, parece estar funcionando: se ha producido una fuerte caída en la frecuencia de los ataques terroristas y la mayoría de los ciudadanos lo percibe como un alivio muy necesario frente a la implacable matanza de una militancia religiosa que había conseguido doblegar el país.

Evidentemente, esto ha hecho que el Jefe del Estado Mayor del Ejército Raheel Sharif se convierta en un hombre muy popular en el país. Los defensores de los derechos humanos temen que el ejército esté obedeciendo a su popularidad como si se tratara de un mandato político informal, utilizando la legislación antiterrorista como estrategia económica disciplinaria contra los defensores de los derechos.

El ejército considera desde hace mucho tiempo que la prosperidad económica es el único indicador de “modernidad”. A través de décadas de intervenciones, ha conseguido llegar a disfrutar de una condición de intocable como guardián exclusivo de la integridad territorial del país. Y se aprovecha de este privilegio para desempeñar un papel aún más marcado en el ámbito político, implementando sus visiones estratégicas con respecto a la manera de organizar, distribuir y utilizar las tierras.

Hace poco invirtió en un gran proyecto de infraestructura que conectará China occidental con el puerto de aguas profundas de Gwadar, situado en la provincia de Balochistán de Pakistán, donde el ejército ha sido acusado de desapariciones forzosas y ejecuciones extrajudiciales de defensores de los derechos (quienes adoptan a menudo una postura separatista).

El Corredor Económico Chino-Pakistaní es un acuerdo de 46.000 millones USD que entregaría el control de Gwadar a los inversores y promotores chinos.

El ejército pakistaní ha conseguido obtener recursos “sustanciales” a lo largo y ancho del país, entre ellos un enorme terreno donde tiene previsto establecer el cuartel general para la seguridad del Corredor, que se encuentra situado en el distrito de Diamer (Gilgit Baltistan, en la zona de Cachemira controlada por Pakistán), donde otro activista del AWP está cumpliendo cadena perpetua por haber organizado una protesta en nombre de 25 familias desplazadas por las inundaciones.

 

Muros económicos

A los activistas y políticos como Mahvish y Ammar les preocupa que la presencia del ejército cerca de puntos de referencia claves, en el marco de la lucha popular por la justicia económica, fragmente aún más los espacios sociales y dé lugar al empalamiento de toda expresión de pluralismo político que se interponga en el camino de este acuerdo.

Raheel Sharif, actual Jefe del Estado Mayor del Ejército ha dejado muy claro que está dispuesto a “pagar cualquier precio” para afianzar la inversión china, y que, en lo que respecta a la economía, él está al mando del país.

Al mezclar las distinciones entre terrorista y activista, el ejército está eludiendo nuevamente una confrontación ideológica con la mentalidad extremista. La necesidad de entender la relación entre pobreza y extremismo en el contexto pakistaní no podía ser más apremiante. Contrariamente a la creencia popular, la pobreza no siempre desemboca en terrorismo.

Según un estudio internacional comparado sobre radicalización, “las formas de represión que cierran las posibilidades no violentas de disidencia y que fomentan las quejas de determinados grupos, incrementan el terrorismo doméstico al que un país se enfrenta”.

Esto proyecta una imagen compleja pero premonitoria para Pakistán. A Ammar no le sorprende en absoluto: “El aumento del terrorismo y la violencia fundamentalista en Pakistán está directamente relacionado con un debilitamiento de la fuerza de la clase trabajadora organizada, una realidad que se les sigue escapando a los responsables políticos del país”.

En lugar de desempoderar las tendencias autoritarias del país, el ejército pakistaní está rediseñándolas para favorecer sus propios intereses, algo que a largo plazo podría dar lugar a repercusiones divisorias y regresivas.

Los corredores son espacios estrechos, cerrados y lineares, y muchos pakistaníes encuentran en este concepto una metáfora apropiada. Para construir un corredor económico hay que construir muros económicos.

Mahvish señala: “Estamos presenciando una expansión de los territorios del ejército – a través de programas residenciales militares y de acuartelamientos – que significa que en una ciudad se podrán ver literalmente dos mundos mutuamente confrontados. Uno dentro de los muros de los acuartelamientos militares, disfrutando de las libertades y lujos que implica estar en su interior. Y el otro, afuera, donde [“terroristas” como los campesinos de Okara] estarán excluidos de los beneficios del crecimiento económico”.

 

Este artículo ha sido traducido del inglés.