RDC – constatación de una explosión anunciada

Opinión

Tras varios días de manifestaciones violentas, los imperativos cotidianos se han instalado nuevamente en Kinshasa: el tráfico empieza a restablecerse poco a poco y las tiendas han vuelto a abrir.

Pero a pesar de eso, la tensión en la capital de la República Democrática del Congo (RDC) continúa siendo palpable: agentes de la policía recorren las principales arterias de la ciudad y se encargan de dispersar los pequeños grupos que traten de volver a formarse.

Las fuerzas del orden han penetrado en el campus de la universidad, enfrentándose a estudiantes que gritaban “fuera Kabila”, y al parecer se han escuchado varios disparos.

La decisión de cortar la conexión de la Internet y de bloquear los mensajes de texto para impedir que la oposición coordine la organización de manifestaciones, medida que se suma a la interrupción de Radio France International (RFI), ha acentuado el malestar general, y la mayoría de las escuelas de Kinshasa han permanecido cerradas.

Por otra parte, continúa la polémica respecto al número de muertos: las autoridades no reconocen más que cinco víctimas, mientras que una organización congoleña de defensa de los derechos humanos hace un balance de 28 muertos, y otras fuentes afirman que la cifra asciende a 40.

En el interior del país han estallado igualmente diversas manifestaciones de protesta. En Goma, la policía ha dispersado con gases lacrimógenos a un centenar de estudiantes. Mbandaka, en la provincia de Équateur, y Bukavu, capital de Kivu del Sur, han sido escenarios de manifestaciones pacíficas en oposición, al igual que en Kinshasa, a la nueva ley electoral.

El grado de violencia durante las manifestaciones – en las que grupos de jóvenes que escapan a todo control han jugado al gato y al ratón con las fuerzas de la policía y se han dedicado al saqueo – preocupa al poder, pero también ha desbordado a la oposición, que apenas podía controlar los disturbios y que no disponía de ningún servicio de seguridad.

En consecuencia, el diputado Clément Kanku ha solicitado a los kineses que se abstengan de cometer actos de vandalismo y ha declarado que ya es hora de que el Gobierno escuche la voz del pueblo.

La Unión Europea y la Monusco han expresado su preocupación por el riesgo de desestabilización del país, y el Arzobispo de Kinshasa, Laurent Monsengwo, ha solicitado a las autoridades congoleñas y a los políticos “no matar a sus ciudadanos”.

Como ya venía haciendo desde hace mucho tiempo, el prelado ha condenado el proyecto de revisión de la ley electoral que está siendo actualmente examinada por el Senado, un proyecto que subordina las próximas elecciones, presidenciales y legislativas, a la organización de un censo de la población, ejercicio que podría llevar varios años en finalizarse y que permitiría por tanto al Presidente Joseph Kabila seguir en el poder una vez finalizado el término de su segundo mandato en 2016.

[Nota del editor: El domingo , los diputados acordaron eliminar una disposición conflictiva en el proyecto de ley que requiere la realización de un vasto censo antes de las elecciones 2016]

 

Maniobra política desacertada

No es que pueda alegarse el efecto sorpresa: hace meses que la hipótesis de una prorrogación o renovación del mandato del Presidente Kabila no exaspera únicamente a la oposición sino que también divide profundamente a la mayoría presidencial.

Derivadas de pilares del régimen, las advertencias no han faltado, y los servicios informativos habían señalado que la mínima chispa podía desembocar en una explosión de resentimiento popular.

El anuncio de un probable “deslizamiento” de la fecha de las elecciones bastó.

Aunque la violencia de la explosión no sorprende, sí que plantea un interrogante: ¿por qué semejante descontento, por qué una aspiración al cambio tan profunda, cuando el poder actual es sin duda el que más ha hecho, desde la independencia, por la reconstrucción y la modernización del país?

Desde luego que ha habido déficit de comunicación y falta de carisma y de elocuencia. Pero las gloriosas cifras del crecimiento y las referencias macroeconómicas tan a menudo invocadas no han logrado disimular el aumento de las desigualdades ni la arrogancia de los nuevos ricos que nada tienen que envidiar a los predadores del pasado.

En algunos aspectos, el Congo de hoy en día puede hacer pensar en la Francia de María Antonieta: Luis XVI no era el peor rey y el pueblo vivía bastante mejor bajo su reinado. Pero las revoluciones no brotan en el fondo del abismo, en lo más negro de la guerra y de la miseria, cuando el único imperativo es el de sobrevivir. Estallan cuando, apenas salida la cabeza del agua, los villanos descubren que quienes les gobiernan viven en medio de un lujo vergonzoso y que se han enriquecido más allá de lo razonable.

En el Congo también, los progresos han sido reales, pero muy lentos, y han incrementado las desigualdades en lugar de reducirlas; el sentimiento de pobreza y de exclusión se ha acentuado, en particular entre los jóvenes que han estudiado a fuerza de sacrificios sin encontrar verdaderas salidas.

Con sus 10 millones de habitantes obligados a pagar impuestos y sujetos a nuevas leyes sin haber logrado escapar de la precariedad, Kinshasa, metrópolis en transición, representa una bomba de relojería.

Para responder a la impaciencia popular, el régimen pedía un poco más de tiempo, pero la calle ha dado su respuesta.

 

Este artículo es la combinación de dos textos inicialmente publicados en el blog de Colette Braeckman.

Este artículo ha sido traducido del inglés.