Cada ladrillo, la sangre de un esclavo

 

Al ir a toda velocidad por la moderna carretera que conecta la capital Islamabad con Peshawar, en la frontera noroeste, nadie sería juzgado por creer que Pakistán ha empezado a superar sus problemas.

Esta carretera “del primer mundo”, con su superficie perfecta, sus arcenes impecables y sus eficientes cabinas de peaje, no es sino un desvío surrealista en un trayecto trágico, condenado al fracaso, en el que Pakistán continúa retrocediendo cada vez más al pasado.

Al mirar por la ventanilla del coche se pueden ver densas hileras de chimeneas de ladrillo de gran altura que vomitan un espeso humo negro en los campos de trigo y en las ricas tierras de cultivo regadas por el río Indo y sus afluentes.

Las chimeneas evocan imágenes de la Revolución Industrial británica de los siglos XVIII y XIX, que engendró una explotación masiva de mano de obra y, en consecuencia, el nacimiento del movimiento sindical.

Nos encontramos en los campos de ladrillos de Taxila, centro histórico de la cultura hindú y budista, en la encrucijada de una tierra conquistada por Darío el Grande, Alejando Magno y Gran Bretaña, entre otros.

Actualmente, en Pakistán, millones de hombres y mujeres – y niños – siguen trabajando muy duro en unas condiciones atroces por menos de un dólar diario.

En algunas regiones del asediado país, sobre todas en las zonas de conflicto afectadas por la “guerra contra el terrorismo” y en las áreas devastadas por las grandes inundaciones de 2010, el 70% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza.

Y por si fuera poco, aquí el trabajo infantil ha aumentado – a pesar de la supuesta disminución registrada en el resto del mundo.

En la década de 1990 la Comisión de Derechos Humanos de Pakistán calculó que había 11 millones de niños trabajando en el país. Ahora que la población del país ha superado los 180 millones de personas, esta cifra ha aumentado a más de 12 millones de niños trabajadores, según lo confirman la mayoría de las fuentes fidedignas.

La OIT estima que, a escala mundial, el número de niños que trabajan se redujo alrededor de 30 millones entre 2000 y 2008.

Pero calcularon que a finales de dicho período aún había unos 215 millones de niños trabajando, y en torno a la mitad se concentra en el subcontinente indio.

 (Video reportaqje por David Browne/Parachute Pictures)

 

Un yugo de deudas y de ladrillos

Todo esto tiene poca importancia para Shezaman Khan, un hombre de 35 años, bien parecido, que trabaja de sol a sol en la fábrica de ladrillos propiedad de Sher Bahadur, en el distrito de Waycantt, en Taxila.

El logo publicitario de la empresa de teléfonos móviles Easy Paisa – que significa ‘dinero fácil’ – pintado en el muro de un edificio cercano, es como una burla a la dura labor que realiza Shezaman, removiendo y preparando un montículo de barro rico en arcilla destinado a la fabricación de ladrillos.

Shezaman nunca fue a la escuela y no sabe leer ni escribir. Empezó a trabajar en los campos de ladrillos prácticamente en cuanto aprendió a caminar.

Ahora sus cinco hijos – entre ellos Shaukat Ali, de 10 años – están siguiendo los embarrados pasos de su padre.

La familia se encuentra en una situación de “servidumbre por deuda”, es decir que están entrampados hasta las cejas con su empleador y, por tanto, atrapados en un círculo vicioso de explotación laboral.

Fabrican una media de 2.000 ladrillos al día, y eso les permite ganar un total de 3.500 rupias pakistaníes a la semana, que viene a ser exactamente 35 dólares.

Le pregunto a Shezaman si le gusta su trabajo.

“¿Cómo puede gustarle a nadie este tipo de trabajo?”, responde. “Pero aquí estoy. Necesito el trabajo.

Le pedí un adelanto en efectivo al propietario, así que ahora tengo que trabajar. Es mi destino, porque soy un trabajador en régimen de servidumbre.”

El joven Shaukat trabaja con su padre, y le pregunto si le gustaría ir a la escuela. Inmerso en el ritmo metronómico de su trabajo, el niño continúa golpeando y removiendo el barro con su azadón. Me mira en silencio, como si fuese un ser de otro planeta – y es que, en cierto sentido, sí que lo soy.

Le pregunto a Shezaman cuántas horas trabaja su familia cada semana.

“Esto no es un trabajo a tiempo parcial”, dice con una sonrisa irónica. “Si quiero puedo venir a trabajar por la noche y continuar hasta el amanecer. Si vengo por la mañana puedo trabajar hasta la noche. Todo depende de mí.”

 

Niños ‘bestias de carga’

En los campos de ladrillos trabajan muchos otros niños. Entre ellos hay algunas niñas pero, conforme a su tradicional recato musulmán, se apartan en cuanto ven que llevo una cámara.

Entre los niños está Bheram, de 9 años, Salim de 10 y Humayoun Ali de 11.

Como bestias de carga, los jóvenes trabajan cargando los ladrillos secos a lomos de burro para después transportarlos a los grandes hornos, donde serán cocidos.

Más tarde, cuando empieza a anochecer, entrevisto al propietario, Bahadur, de 45 años, que lleva 25 dirigiendo este negocio.

Vende los ladrillos a seis rupias la pieza y, según el tiempo que haga, en un “buen” mes puede hacer un beneficio de 100.000 rupias (1.000 dólares).

“Tengo un centenar de empleados. Si no llueve, pueden trabajar toda la semana. Si llueve, pueden parar. Es como unas vacaciones para ellos”, dice autocomplaciente.

“Yo no soy el jefe. Los empleados son mi jefe. Tenemos una responsabilidad con nuestros empleados.

Les pagamos lo que le corresponde y atendemos sus necesidades.”

A pesar de que todo demuestra claramente lo contrario, este hombre niega que en su empresa se recurra al trabajo infantil.

“Aquí sólo damos trabajo a adultos”, insiste. Sin embargo, contradiciéndose de lleno, añade: “Todo el mundo puede trabajar. Si una familia de tres personas trabaja, cada una puede ganar 600 rupias al día (6 dólares).

Pueden ganar más o menos – eso depende de cada uno.

“La gente de por aquí no tiene ninguna educación. Pueden trabajar o ir a la escuela. Son gente pobre. Necesitan trabajar. ¿Cómo van a poder ir a la escuela?

“Garantizar la educación de un niño o una niña es responsabilidad del padre.

En nuestro país hay mucha gente con educación pero que no tienen trabajo.

Pero mis empleados tienen suerte porque tienen trabajo. Esto es su sangre y su vida.”

Sangre, sudor y sufrimiento – ese es el precio de cada ladrillo fabricado por un niño esclavo en Taxila, Pakistán.

 

 

 

Este artículo ha sido traducido del inglés.