Al borde de la bancarrota, Túnez se hunde en una autocracia populista

Al borde de la bancarrota, Túnez se hunde en una autocracia populista

Demonstrations against the Tunisian president Kais Saied last summer in the capital city, Tunis. Their banners remind us that “a people united” can never be defeated.

(Ricard González)

Hace apenas tres años, Túnez era celebrado como el único caso de éxito en las transiciones nacidas de las Primaveras Árabes. Sin embargo, bajo la superficie de unas lustrosas instituciones democráticas, hervía un creciente malestar por el incumplimiento de las promesas de prosperidad hechas durante la Revolución de 2011. En las elecciones de 2019, Kais Said, un político independiente con fama de íntegro, fue escogido presidente con el apoyo de más del 70% de los votantes. Aunque algunos alertaron ya entonces de su populismo, nadie esperaba un descenso tan rápido y profundo hasta la antesala de una autocracia con ribetes racistas.

El pasado mes de febrero, las autoridades arrestaron a una veintena de personalidades, la mayoría políticos de la oposición de ideología diversa, pero también algún empresario e incluso el director de la radio privada más escuchada del país, Noureddine Boutar. La principal acusación que pesa sobre ellos es la de “rebelión contra el Estado” y “terrorismo”, a pesar de que no se ha registrado ningún atentado. Entre las pruebas de sus “conspiraciones”, las reuniones con los embajadores de varios países europeos.

“El objetivo de la ola de arrestos es impedir cualquier posibilidad de retorno a la democracia”, explica Kauther Ferjani, cuyo padre, Said Ferjani, un histórico dirigente del partido islamista Ennahda y diputado en el Parlamento disuelto, se halla entre el grupo de detenidos en febrero. “En su caso, no hay ninguna acusación formal. Le interrogaron como testigo, y luego creemos que por presiones sobre el juez, fue arrestado mientras le buscaban algún cargo ... [La policía] ha interrogado e intimidado a conocidos suyos, pero no han encontrado nada. Es una inversión del proceso en un Estado de derecho”, añade.

Organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional o Human Rights Watch (HRW), han calificado los arrestos de “arbitrarios”. En unas declaraciones públicas, Said advirtió a los jueces de que si absolvían a los acusados, serían considerados como “cómplices”.

La pérdida de la independencia judicial es una preocupación en Túnez desde que el año pasado el presidente disolviera el Consejo Superior de la Magistratura, el órgano de gobierno de los jueces, para luego reinstaurarlo con magistrados escogidos a dedo. “Estos golpes a la independencia judicial reflejan la determinación del Gobierno de subyugar a los fiscales y jueces a expensas del derecho de los tunecinos a un juicio justo”, comenta Salsabil Chellali, directora de HRW en Túnez.

Entre los disidentes arrestados, figuran también dos altos responsables del sindicato UGTT, el más potente del mundo árabe. El pasado 4 de marzo, la UGTT organizó su primera manifestación antigubernamental, en la que su secretario general, Noureddine Taboubi, insistió en la necesidad de abrir un “diálogo nacional” para salir de la crisis actual. “En un principio, la UGTT no se opuso a la política de Said, pero su antagonismo ha crecido a medida que el presidente iba adoptando medidas. El Gobierno quiere debilitar al máximo el sindicato, por lo que no veo una reconciliación próxima”, sostiene el politólogo Aymen Boughanmi. Días antes de la protesta, Esther Lynch, secretaria general de la Confederación Europea de Sindicatos, fue expulsada del país, y días después, se prohibió la entrada a Túnez de un responsable sindical español.

El fin del experimento democrático tunecino se inició en verano de 2021, cuando Said dio un inesperado golpe de timón. Esgrimiendo una dudosa –incluso fraudulenta– lectura de la Constitución ante un conflicto con el primer ministro, se arrogó plenos poderes, cesó al Gobierno y suspendió las labores del Parlamento. Harta de una clase política ineficiente, la mayoría de la sociedad tunecina aplaudió lo que no dejaba de ser una especie de “autogolpe”.

En lugar de reformar el país para “acabar con la corrupción”, Said ha ido concentrando poderes en sus manos y minando la independencia de instituciones que podrían ejercer de cortapisa a sus designios, como la Instancia Superior Independiente para las Elecciones (ISIE, Junta Electoral).

El pasado verano, sin consultar a ningún actor político, aprobó una nueva Constitución, y unos meses después, en diciembre, celebró unas elecciones legislativas que registraron un récord de baja participación: solo el 11% de la ciudadanía con derecho a voto acudió a las urnas. El creciente desapego popular responde a la misma raíz que deslegitimó a sus predecesores: una situación económica cada vez más delicada, que ahora ya incluye la escasez cíclica de algunos productos básicos como el arroz, la harina o el aceite.

De hecho, el país lleva meses negociando un paquete de rescate con el Fondo Monetario Internacional para evitar una suspensión de pagos, pero Said no acaba de dar su visto bueno, temeroso de la impopularidad de las reformas requeridas. Tanto el máximo responsable de la política exterior europea, Josep Borrell, como el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, han advertido del peligro de “colapso” financiero del país.

Chivos expiatorios en lugar de reformas y diálogo

Ante tal delicada tesitura, el presidente ha recurrido a una manida estrategia usada desde tiempos inmemoriales: la creación de un chivo expiatorio. Y lo ha hecho adaptando una idea sostenida por la franja más radical de la extrema derecha occidental, conocida como la teoría de “la gran sustitución” apoyada por, entre otros, el excandidato presidencial francés Éric Zemmour. En un discurso público, Said dijo que existía un “plan criminal” para cambiar la “composición demográfica de Túnez” y reemplazar su población árabe y musulmana por “hordas” de migrantes subsaharianos negros.

Aunque la teoría no se sustenta en números ni hechos –Túnez tiene 12 millones de habitantes y la población subsahariana no supera las 50.000 personas– sus consecuencias han sido muy reales. “Los días siguientes, centenares de subsaharianos fueron expulsados de sus empleos y de sus residencias, mientras que otros fueron agredidos por turbas. Por su parte, las autoridades lanzaron una ola de arrestos arbitrarios de migrantes, incluidos muchos que son estudiantes y tenían sus papeles en regla”, denuncia un líder de la comunidad de migrantes que reside en Túnez desde hace más de una década. Además, a los detenidos no se les proporcionó comida durante varios días, y algunos fueron rasurados contra su voluntad.

En medio de un clima de pánico, las embajadas de varios países africanos aconsejaron a sus nacionales no salir de sus casas. Cuatro de ellos, Costa de Marfil, Burkina Faso, Guinea y Mali, ya han organizado varios vuelos de repatriación de sus ciudadano en Túnez. Más de 2.600 marfileños y 1.600 guineanos se han inscrito en sus embajadas para ser retornados, frente a las cuales se han levantado campamentos improvisados de las personas expulsadas de sus apartamentos por sus propietarios –en muchos casos, por temor a que se les aplique una ley de 1968 que castiga hasta con penas de cárcel cualquier asistencia a migrantes irregulares–.

Los días siguientes, el Gobierno tunecino se esforzó en matizar las declaraciones del presidente aduciendo que iban dirigidas solo a los migrantes en situación irregular. En todo caso, el daño ya estaba hecho para un país que ha sido tradicionalmente centro de atracción de estudiantes de la África francófona, así como de servicios sanitarios transnacionales.

“Es evidente que el discurso fue racista porque no se mencionó a todos los migrantes en situación irregular, sino solo a los negros subsaharianos. Y son ellos todavía los únicos objetivos de los controles policiales”, espeta el citado líder de la comunidad subsahariana que no absuelve de lo ocurrido a las autoridades europeas por haber “externalizado” sus fronteras y su obsesión con la inmigración africana.

A pesar de un panorama tan desolador, la oposición tunecina no ha sido capaz de movilizar grandes masas en sus manifestaciones antigubernamentales. “La oposición está debilitada por sus divisiones internas, que giran en torno a qué medidas proponer para salir de la crisis política, y, sobre todo, al rol del partido islamista Ennahda, al que algunos partidos quieren excluir de las acciones unitarias”, explica Boughanmi. Además, apunta el politólogo, la impotencia de los partidos de la oposición se debe a que gozan de mala reputación entre la ciudadanía porque se les culpa de las carencias de la transición. No obstante, si se agrava la crisis política y social, podrían recuperar su tracción en la calle en detrimento del apoyo que aún le queda a Said.

This article has been translated from Spanish.