Bernard Duterme: “Es urgente descolonizar una ecología supuestamente universal”

Bernard Duterme: “Es urgente descolonizar una ecología supuestamente universal”

“Large-scale polluters who refuse to make commitments to match their obligations are exacerbating the environmental crisis,” explains Bernard Duterme, sociologist and director of the Tricontinental Centre (CETRI), based in Louvain-la-Neuve, Belgium.

(Margot Duterme)

Todos estamos en el mismo barco, pero no todos tendremos acceso a botes salvavidas. Esta idea, tomada del economista camerunés Thierry Amougou en su contribución al libro colectivo L’urgence écologique vue du Sud (Ediciones Syllepse, 2020), resulta muy reveladora a la hora de establecer las diferencias de perspectiva entre el Norte y el Sur en relación con la emergencia ecológica. El “clima mundial” se encuentra en plena deriva, las responsabilidades acusan un gran desequilibrio y las consecuencias que cabe esperar son desastrosas, especialmente para aquellos que poco han contribuido a este desastre.

El productivismo y el consumismo de los países del Norte, en el corazón del modelo económico capitalista, suelen destacarse como las principales causas de la perturbación de los ecosistemas y el clima. Sin embargo, los países del Sur son los más afectados por los efectos de esta deriva. Sus poblaciones han de hacer frente a sequías, inundaciones y tormentas y no cuentan con los medios técnicos desarrollados por los países del Norte, padeciendo de manera desproporcionada las consecuencias humanas, sociales y económicas. Según el Centro de Investigaciones sobre la Epidemiología de los Desastres de la Universidad de Lovaina la Nueva (Bélgica), los habitantes de los países más pobres tienen seis veces más probabilidades de lesionarse, de perder su hogar, verse desplazados o evacuados, o de requerir ayuda de emergencia que las poblaciones de los países ricos.

A pesar de una mayor emergencia en estos territorios, el margen de acción de la población local es limitado, dado que sus preocupaciones diarias giran principalmente en torno al acceso a los bienes esenciales. La preocupación altruista que responde a la necesidad de “Actuar por el planeta” suele convertirse en un privilegio europeo o norteamericano. Por lo tanto, los países desarrollados deben asumir la mayor parte de la deuda ecológica según el principio de “responsabilidades comunes, pero diferenciadas”. Tienen la obligación moral, articulada en la Convención Marco de las Naciones Unidas de 1992, el Protocolo de Kioto y el Acuerdo de París, de proporcionar los recursos financieros para apoyar la lucha contra el cambio climático en los países del Sur, los cuales pueden concentrarse tanto en esta tarea como en el desarrollo humano.

Hoy día, sin embargo, esta financiación no es justa ni suficiente. Según el instituto de investigación IBON International, la arquitectura de esta financiación, dirigida a los movimientos sociales y a la sociedad civil del “hemisferio sur”, sigue estando controlada en gran medida por los donantes y centrada en los intereses de las grandes empresas, reproduciendo a menudo las injusticias de siempre en las relaciones Norte-Sur. A pesar del compromiso de los países desarrollados de aportar 100.000 millones de dólares estadounidenses al año para financiar medidas de adaptación y mitigación para los países en desarrollo, en particular a través del Fondo Verde para el Clima iniciado en la COP15 en Copenhague, este objetivo ya parece difícil de alcanzar, a pesar del retorno de los Estados Unidos al Acuerdo de París tras la retirada que protagonizó Donald Trump. Según tres investigadores del Centro para la Justicia Climática de la Universidad de Glasgow, los países más pobres son también los más olvidados. Solo se les asignó el 18% de los fondos, mientras que el 65% se destinó a países de ingresos medios, como México o India.

Bernard Duterme es sociólogo y director del Centro Tricontinental, un centro de estudio, publicaciones y formación al desarrollo sobre las relaciones Norte-Sur y los retos de la globalización en África, Asia y América Latina. Fue el coordinador del libro L’urgence écologique vue du Sud, integrado por artículos científicos de autores del Sur o especializados en estas problemáticas. En esta entrevista con Equal Times, el investigador pide romper con el modelo de pensamiento centrado en Occidente para adoptar la perspectiva de los países del Sur en relación con el enfoque climático.

Las relaciones Norte-Sur se han visto materializadas durante mucho tiempo por la colonización, y todavía existe una relación de dependencia entre ambos polos. Las contribuciones del libro que usted coordina abordan la necesidad de “descolonizar la ecología”. ¿Cuál es el significado de estos términos?

Para las voces que se levantan de Asia, África y América Latina, expertos y activistas de la causa ecológica, la “ecología descolonizadora” equivale a promover una ecología política que necesariamente rompe con las relaciones coloniales o neocoloniales de la dominación. El objetivo consiste en poner fin a estos mecanismos de subordinación de los países pobres a los países ricos, a estas acciones de sometimiento o desmantelamiento de las economías periféricas en nombre de un principio civilizatorio superior, incluso si está pintado de verde o certificado como “respetuoso con el medio ambiente”.

Sin embargo, es preciso reconocer que el ecologismo general, movilizado desde hace treinta años por los principales actores públicos y privados de la comunidad internacional, no ha roto con los fundamentos de un modelo económico de acumulación, el cual encarna el origen mismo del agravamiento de los desequilibrios sociales y ambientales. Tres décadas de “desarrollo sostenible”, de “economía verde” y ahora del “Acuerdo Ecológico” no han dado muestras de haber invertido la lógica ni las tendencias.

Por el contrario, los indicadores dan la voz de alarma y señalan que se ha llegado al punto de aceleración de las degradaciones. Por lo tanto, la cuestión consiste en descolonizar con carácter de urgencia una ecología supuestamente universal que, en la mente de sus promotores transnacionales, procede de una reconciliación entre la posibilidad de obtener ganancias y la de preservar el medio ambiente. Esta ecología liberal, tecnocrática y neocolonial ahonda las brechas existentes entre el Norte y el Sur al comercializar el capital natural, fijar un valor a los servicios ecosistémicos, con la privatización o conservación de los recursos, la patentabilidad de los seres vivos, el libre comercio del suelo, el agua, el aire, la biodiversidad.

El 1 de noviembre de 2019, el activista brasileño Paulo Paulino Guajajara fue asesinado por traficantes en la Amazonía, como tantos otros ambientalistas en todo el mundo. Fue una de las figuras indígenas que participan en la lucha contra la deforestación. ¿Qué papel pueden desempeñar los pueblos indígenas en esta lucha contra quienes destruyen el medio ambiente y cómo conciben esta batalla?

El Atlas Mundial para la Justicia Ambiental enumera y documenta la mayoría de los conflictos socioambientales en todo el mundo, particularmente en los continentes asiático, africano y latinoamericano. ¡Son cientos! Por lo general, enfrentan a las comunidades locales, a menudo indígenas o autóctonas, contra el capitalismo transnacional y sus intermediarios nacionales, estatales o empresariales.

Por un lado, las poblaciones afectadas en sus territorios, por otro, los “megaproyectos” (que en estos casos suelen venderse como “ecológicos” o “sostenibles”) de inversores externos (de sectores como la minería, la agroindustria, la energía, carreteras, puertos, turismo...). En su mayoría forman parte de este empuje “neoextractivista” que, desde principios de siglo, ha reactualizado la vocación de “proveedores de recursos” sin valor añadido en muchos países periféricos. La acumulación mediante el despojo, a través de la apropiación privada de los bienes comunes, contribuye al saqueo de la riqueza y a la degradación del medio ambiente.

Las víctimas de primera línea se oponen con los medios a su alcance, naturalmente, pero el equilibrio de poder a menudo les es desfavorable. La criminalización de la disidencia y su represión por parte de las autoridades nacionales empeoran la situación. Sin embargo, a veces se registran victorias, como la prohibición de la extracción minera, votada en 2017 por el parlamento de El Salvador. La clave consiste en la existencia de un movimiento social a gran escala en el que participen actores solidarios nacionales e internacionales, capaces de influir en las decisiones, tanto en el ámbito político como en los medios de comunicación.

Según las proyecciones del Banco Mundial, si nos quedamos de brazos cruzados, para el año 2050 habrá más de 140 millones de desplazados por el clima en África subsahariana, Asia Meridional y América Latina. ¿Estas poblaciones son conscientes de la crisis que se avecina y cómo se están preparando para ello?

La sensibilización al desastre climático y ecológico también se distribuye de manera desigual. Los primeros afectados no siempre son los primeros interesados. Es evidente que las poblaciones más expuestas a los efectos devastadores de los desequilibrios medioambientales no son necesariamente las más preocupadas por el futuro del planeta y la “suerte de los pajaritos”, por así decirlo. Esta constatación se refiere tanto al viejo debate marxista sobre la conciencia que las clases sociales subordinadas pueden tener o no de sus intereses objetivos, como a la naturaleza secundaria de las consideraciones (en apariencia) posmaterialistas, cuando lo “material” no está asegurado. ¿Cómo podemos preocuparnos por el fin del mundo cuando el fin del mes, el fin de la semana o del día exige todas nuestras energías mentales y físicas?

La preocupación por el clima es el privilegio de los grupos liberados de las urgencias vitales. Implica liberarse de las exigencias de las carencias de la vida cotidiana. ¡El vientre hambriento no tiene oídos para la ecología! Naturalmente, allí donde se comprende que la magnitud de las sequías, las inundaciones, los deslizamientos del terreno que obligan a los habitantes a desplazarse es el efecto directo de un modelo de desarrollo depredador, las reacciones pueden aportar alternativas. Los esfuerzos para adaptar o mitigar el cambio climático se realizan a nivel local, en lo que se refiere a la agroecología, por ejemplo, el uso del suelo, la reforestación y la gestión de residuos. Pero siguen siendo minoritarios o pesan poco en el curso de los acontecimientos.

De acuerdo con la lógica de limitar el aumento de la temperatura por debajo de 1,5 grados centígrados, los países en desarrollo necesitarán de 3.500 a 4.000 millones de dólares para aplicar sus propios compromisos. ¿Tienen los medios para recaudar fondos sin la ayuda del Norte?

Con arreglo a los grandes principios según los cuales “el que contamina, paga” y las “responsabilidades comunes pero diferenciadas” que la comunidad internacional ha adoptado desde hace casi 30 años, la financiación de la política climática debe cumplir los criterios de equidad Norte-Sur y modularse de acuerdo con las capacidades respectivas de sus países miembros y su contribución histórica, desde los primeros tiempos de la revolución industrial hasta las emisiones de gases de efecto invernadero. A este respecto, es imposible comparar las obligaciones de Estados Unidos y Europa Occidental, por ejemplo, las de las principales potencias emergentes como China, India o Brasil, con las de pequeños países pobres como Burundi, Burkina Faso o Nicaragua.

El problema se agrava cuando los grandes contaminadores se resisten a asumir compromisos a la altura de sus obligaciones, o cuando se muestran reacios a financiarlas (los Estados Unidos de Trump, por nombrar solo algunos, se retiraron del Acuerdo de París). Mucho más cuando los países en desarrollo, cuyas responsabilidades por el cambio climático son insignificantes, no autofinancian sus propios compromisos. Varios coautores de nuestro libro L’urgence écologique vue du Sud explican cómo la financiación actual destinada al cambio climático sigue siendo inadecuada e inequitativa, y cómo su arquitectura controlada por los donantes y centrada en los intereses de las grandes empresas, tiende a reproducir la injusticia de las relaciones Norte-Sur.

La pandemia de la covid-19 ha despertado algunas conciencias, al menos individuales, en términos de ecología en los países del Norte. ¿Ocurre lo mismo en los países del Sur?

En primer lugar, cabe decir que más allá del desastre sanitario, los efectos económicos y sociales negativos de los repetidos confinamientos y la vertiginosa caída del comercio se han recrudecido en los países pobres. Precisamente allí, donde el sector informal, que por definición carece de cualquier forma de protección social, es la ocupación de la mayor parte de la población activa. No cabe duda de que la creciente inseguridad alimentaria no ha incitado a los sectores populares a preocuparse más que antes por la ecología. Por otra parte, en las organizaciones sociales y entre los intelectuales críticos ya sensibilizados a esta cuestión, se ha observado, como en Europa, una efervescencia particular. A raíz de la pandemia, a la hora de reflexionar sobre el “mundo de después”, es decir, cómo debería ser para superar las crisis del “mundo de antes”, particularmente la crisis ecológica, que es sin duda “la madre de todas las crisis”, muchos actores individuales y colectivos, académicos y activistas, han (re)planteado sus propuestas alternativas.

Primero, poniendo en cuestión los estrechos vínculos que crean nuestras formas de habitar la Tierra entre la salud y el medio ambiente, desde el origen hasta la propagación del virus. Para luego establecer las etapas de una recuperación planificada de las economías, basada en la desmercantilización, la desglobalización y la democratización, priorizando el respeto y el reparto de los bienes “comunes” sobre la acumulación privada, así como la justicia social y medioambiental sobre la productividad desregulada. Este es el punto de vista de, por ejemplo, intelectuales activistas como Ashish Kothari en la India y Maristella Svampa en América Latina, que reflexionan en nuestro libro sobre las condiciones de una transición social y ecológica posterior a la pandemia.

This article has been translated from French by Patricia de la Cruz