China no es el modelo

Por una combinación de méritos propios, errores ajenos y una crisis global que ha hecho tambalear al mundo, China se ha convertido en la ganadora de la globalización. En la última década, mientras muchos países sufrían los efectos de la recesión y otros se hundían irremediablemente, China logró resistir la crisis mejor que nadie de entre las grandes economías del planeta. Su imagen y, sobre todo, su rol político y económico en el tablero internacional se han fortalecido claramente desde entonces.

Con la crisis, la internacionalización de China ya no se limita únicamente a garantizarse su suministro de materias primas en África o América Latina. Ahora su presencia es global y de largo alcance.

Así, su comercio con el resto del mundo se ha multiplicado por ocho desde su entrada en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001. Ha accedido antes de lo previsto a los mercados occidentales, donde compra activos estratégicos y la tecnología que les falta. Financia y construye cientos de proyectos de infraestructura en el mundo en desarrollo. También es el inversor de referencia en multitud de mercados, especialmente en el área de las industrias extractivas. Y se ha convertido, además, gracias a sus millonarios préstamos, en la tabla de salvación financiera para un buen número de países. Según Rhodium Group, la inversión china en el extranjero alcanzará los 20 billones de dólares en 2020.

El resurgir de China acontece en medio de las muestras de flaqueza de Occidente, donde los signos de decadencia económica son ya perfectamente visibles para muchos. En este contexto de incertidumbre económica ha calado en muchos países la idea de que China es decisiva para nuestra recuperación y bienestar futuro. Es por ello que no faltan los gobiernos que tratan de acomodar a China a toda costa, ya sea ofreciendo un entorno inversor privilegiado, evitando las discrepancias políticas o incluso desterrando de la agenda bilateral los derechos humanos.

Sin embargo, más allá de las oportunidades, la irrupción global de China supone también un desafío en cuanto a los estándares laborales, medioambientales y sociales.

Ello es especialmente evidente en el mundo en desarrollo, donde China financia y construye presas, carreteras, vías férreas, estadios de fútbol y otras infraestructuras. El lamento en Mozambique, Zambia, Perú, Ecuador, Sudán, Birmania, Angola y otros países en los que he comprobado in situ qué condiciones laborales ofrecen las empresas transnacionales chinas es, con honrosas excepciones, unánime: “las peores condiciones de entre los inversores extranjeros”, resumió un activista sindical en Zambia, donde la conflictividad en los proyectos mineros chinos es recurrente. Hablamos de bajos salarios, de limitada transferencia de conocimiento, de condiciones de seguridad precarias y de una relación entre capataces chinos y trabajadores locales que muchas veces se aproxima al maltrato.

Ello se debe, de entrada, a que China como financiadora de muchos de esos proyectos es quien pone las condiciones. El país receptor, por su parte, ya sea por su exigua fuerza negociadora o porque las élites políticas locales no quieren enturbiar la relación con el país llamado a ser su principal socio comercial e inversor, no siempre exige a las empresas chinas que cumplan con los estándares y con la ley. En Perú, donde un 36% de la inversión minera es china, los principales proyectos son también los más conflictivos: con frecuencia hay huelgas y violencia por las malas condiciones salariales o de seguridad, o por el impacto medioambiental o social de sus operaciones mineras.

No es por tanto ninguna sorpresa que la precariedad laboral en los proyectos chinos sea, probablemente, el factor individual que más deteriora la imagen de China en el extranjero.

 

Un modelo fuente de conflictos e injusticias

Ciertamente, el modus operandi laboral, medioambiental y social de las empresas chinas fuera de sus fronteras no hace otra cosa que reproducir el modelo económico vigente en China. Dicho modelo es fuente de una constante conflictividad: China Labour Bulletin (CLB), una ONG de Hong Kong, ha documentado 2.205 manifestaciones de protesta, huelgas e incidentes laborales en China en los 10 primeros meses de 2016, si bien advierte que dicha referencia recoge únicamente “entre un 10% y un 15% de los incidentes de acción laboral colectiva en China”. A la vez, CLB también ha documentado 501 accidentes laborales en el país asiático en 2016. Los problemas derivados de la precariedad laboral y el impacto medioambiental vienen arrastrándose de hecho desde hace 40 años.

También la injusticia. Después de morir Mao Zedong en 1976, la mano de obra barata fue uno de los cinco incentivos que, junto a las vacaciones fiscales, el suelo barato, una legislación medioambiental laxa y un yuan infravalorado, permitió a la China de Deng Xiaoping atraer una inversión extranjera que se antojaba decisiva para desmantelar el maoísmo y transitar hacia una economía orientada al mercado. La combinación de una producción barata y la caída de los aranceles tras la adhesión posterior de China a la OMC provocó, junto con el seductor mercado potencial de cientos de millones de consumidores, un éxodo de empresas extranjeras a China para deslocalizar parte de su producción. Convertirse en la ‘fábrica del mundo’ dio a la economía china formidables dividendos.

De hecho, junto con la gigantesca inversión pública en activos fijos, el sector exportador ha sido sin duda uno de los motores del crecimiento chino, lo que ha contribuido decisivamente a que la economía del país asiático haya crecido a un ritmo superior al 9% de media desde 1977. Sin embargo, esa mano de obra barata que sigue alimentando la ‘fábrica del mundo’, la misma que ha construido infraestructuras y urbanizando la nueva China durante las cuatro últimas décadas, sigue sin salir en la foto del mal llamado ‘milagro chino’. Ello queda suficientemente demostrado al ver la evolución del PIB y los salarios. Mientras el PIB dibuja una curva ascendente, la curva de salarios se mantuvo prácticamente plana hasta muy recientemente.

En un país más justo, una parte de la riqueza generada habría sido compartida por esa clase trabajadora que la hizo posible. Esto es, se habría producido, por la vía de un aumento de los salarios, un derrame de riqueza en favor de dichas clases trabajadoras.

Sin embargo, el aumento de los salarios sólo se produjo, y únicamente de forma parcial, desde el año 2010, cuando el gobierno chino se vio obligado a aumentar sucesivamente el salario mínimo para aliviar las crecientes tensiones sociales. Esta misma China, si bien ahora más confiada en sus propias fuerzas y, si cabe, más convencida que nunca de la idoneidad de su modelo económico, es la que está internacionalizándose a pasos agigantados por todo el planeta.

Quiere esto decir que China invierte y hace negocios en muchos países con su patrón de desarrollo: priorizando el crecimiento económico sobre todas las cosas, desatendiendo los efectos secundarios, ignorando los estándares y apartándose de la transparencia. La percepción de que dicho modelo funciona, puesto que ha sacado de la pobreza a millones de personas, y de que el modelo democrático liberal-occidental no está dando respuesta a los desafíos del siglo XXI, lleva a las élites locales de muchos países a mirar al modelo chino con buenos ojos. Pero, como se ha demostrado en China, dicho modelo es beneficioso sobre todo para las élites. Y son los más débiles quienes pagan los excesos.

This article has been translated from Spanish.