Cómo juzgar los crímenes de un conflicto que duró más de medio siglo, el debate que atiza la polarización y enturbia la paz en Colombia

Cómo juzgar los crímenes de un conflicto que duró más de medio siglo, el debate que atiza la polarización y enturbia la paz en Colombia

Un grupo de soldados patrulla a mediados de 2018 por una vereda en Mesetas, una zona selvática y montañosa al sureste de Colombia. En regiones como esta los guerrilleros de las FARC que dejaron las armas esperan con incertidumbre las decisiones de la JEP y del nuevo gobierno de Iván Duque.

(José Fajardo)

La incertidumbre se cierne sobre Colombia cuando se cumplen dos años y medio desde la histórica firma de la paz. La polarización marca la agenda política hasta el punto de cuestionar uno de los pilares sobre los que se asentó el acuerdo con la guerrilla de las FARC. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el tribunal especial que se creó para juzgar los crímenes de la guerra, es el centro del debate entre dos visiones enfrentadas: para unos es sinónimo de impunidad, para otros es la vía hacia la reconciliación.

El caso de alias Jesús Santrich, un antiguo líder de la extinta guerrilla de las FARC, arroja un síntoma certero de los problemas que atraviesa Colombia. Su polémico periplo desde que dejó las armas dice mucho de un país que tardó más de 50 años en poner fin a un conflicto armado interno y al que ahora le cuesta dar con firmeza los primeros pasos hacia su nuevo futuro.

Santrich debía ocupar uno de los escaños reservados para los líderes de FARC (ahora partido político) según lo acordado en los diálogos de La Habana. Sin embargo, el 9 de abril de 2018 entró a prisión donde permaneció 13 meses mientras era investigado por un supuesto delito de narcotráfico posterior a la firma de la paz y se resolvía si debía ser extraditado a Estados Unidos.

Desde su liberación ha vuelto a ser apresado y, finalmente, la justicia ha decretado su libertad para que pueda ser juzgado por narcotráfico como aforado. El 11 de junio finalmente ocupó su silla en la Cámara de Representantes, pese a que el presidente Iván Duque le considera “un mafioso”.

En la panorámica general sobre Colombia lo importante de este culebrón político que cambia cada día no es qué pasará con él sino lo que simboliza su historia: la irreconciliable polarización de una sociedad enfrentada desde que se celebró el Plebiscito por la paz el 2 de octubre de 2016.

La JEP es el campo de batalla donde los que votaron a favor del acuerdo de paz impulsado por el entonces mandatario Juan Manuel Santos se enfrentan contra las voces del ‘No’, representadas en la Presidencia del Gobierno por Iván Duque desde que este ganara las elecciones en junio del año pasado.

Este tribunal ha protagonizado en el caso Santrich un enfrentamiento con la justicia ordinaria que ha terminado con la dimisión del fiscal generalde la Nación, Néstor Humberto Martínez, y de la ministra de Justicia, Gloria María Borrero. Un terremoto político cuyas consecuencias todavía son imprevisibles.

Un experimento único en el mundo

Para comprender la importancia de la JEP en la consolidación de la paz durante los próximos años en Colombia hay que pensar en las particularidades del que fue el conflicto más longevo del hemisferio occidental.

“En ese contexto tan complicado, tras tantísimos muertos, desplazados y desaparecidos, la solución por la que apostaron el Gobierno y la guerrilla fue la de un acuerdo sustentado en cuatro puntos: reparación, verdad, no repetición y justicia. La JEP es el instrumento mediante el cual se articula ese proceso”, explica a Equal Times el sociólogo Jorge Galindo.

Distintos expertos internacionales consideran el de Colombia un experimento único en el mundo en justicia transicional, una vía centrada en la rendición de cuentas y la reparación para las víctimas con el que se busca dejar atrás un periodo tan largo de conflicto para el que la justicia convencional no tiene respuestas adecuadas.

La clave está en la interpretación que se haga de las funciones de la JEP. Para el Gobierno de Duque, representante de la derecha tradicional en Colombia adscrita al uribismo (su partido, el Centro Democrático, lo lidera el expresidente Álvaro Uribe, para muchos analistas el responsable de la victoria de la agrupación en las últimas elecciones), la JEP es sinónimo de impunidad. Tanto es así, que el sector más radical de su bancada lo ha bautizado como “el tribunal de las FARC”.

“Iván Duque ha garantizado la independencia de la JEP en todo momento, siempre insistió en que iba a cumplir con los acuerdos y es lo que está haciendo desde que está al mando”, asegura a este medio el consejero presidencial para temas de posconflicto, Emilio José Archila.

Durante la campaña, el mandatario hizo suya la frase “ni trizas ni risas”, en referencia a que el acuerdo de paz no debía ser destruido pero sí era necesario cambiar algunos puntos. Entre ellos, una de sus obsesiones es la JEP. Ya en el cargo, Duque interpuso seis objeciones a este organismo (a las que tenía derecho como presidente) que fueron rechazadas primero por el Congreso (al no sumar la mayoría necesaria) y finalmente por la Corte Constitucional.

“La decisión la acato como colombiano y defensor de la legalidad, pero nunca dejaré de defender los principios que han motivado al pueblo colombiano para que tengamos una paz con justicia, una paz en la que todos creamos y así seguiré procediendo todos los días de mi vida”, ha contestado el presidente ante los medios.

“Los uribistas consideran inadmisible que los líderes guerrilleros, a los que llaman criminales narcotraficantes, participen en política. Y quieren dejar la puerta abierta para que vayan a la cárcel e incluso sean extraditados a Estados Unidos. Todo eso significaría que el acuerdo que las FARC firmó para dejar las armas era un engaño”, dice el académico colombiano Andrei Gómez.

Enfrente están las asociaciones de víctimas, grupos de derechos humanos, líderes sociales y agrupaciones políticas progresistas que creen que la paz sólo será posible si la sociedad colombiana es capaz de asumir palabras como perdón y reconciliación. Y “dar prioridad a la verdad, la no repetición y la reparación frente a la exigencia de justicia”, sintetiza Galindo, editor desde Colombia del grupo de análisis Politikon, para quien es innegable que “al menos, hay una mitad del país que mira con escepticismo el trabajo de la JEP”.

El derecho a la verdad de las víctimas

Dice el cronista Alberto Salcedo Ramos que “el Estado colombiano nunca llegó a vencer a las FARC y fue por eso que se vio obligado a pactar un acuerdo con los guerrilleros”. Por ese motivo, concluye, no se puede exigir que líderes como alias Timochenko (número uno de la antigua guerrilla, quien ocupa su escaño en el Senado) sean juzgados por la justicia ordinaria porque no fueron esas las condiciones bajo las cuales entregaron el fusil.

Los estatutos de la JEP estipulan que mientras haya verdad y reconocimiento de los crímenes cometidos no habrá penas de cárcel. Los detractores de este organismo critican que las fuerzas de seguridad del Estado (militares y policías) reciban el mismo trato que la guerrilla.

“Ese no es el problema”, matiza Andrei Gómez, investigador asociado de la Universidad de Bristol para temas de memoria y reconciliación. “Han sido muchos los militares que han apoyado públicamente a la JEP porque entienden que es un instrumento razonable para cerrar jurídicamente décadas de atrocidades”.

Cerca de 10.000 exguerrilleros y 2.000 miembros de las fuerzas armadas se han comprometido a declarar ante la JEP. Estos testimonios no sólo deberían servir para resarcir el derecho a la verdad de las víctimas sino para cicatrizar heridas aún abiertas en Colombia. Es el caso de los falsos positivos, como se conoce en el país al asesinato de civiles inocentes a manos del Ejército, que los hacía pasar por guerrilleros para ganar recompensas. Una información de The New York Times advertía recientemente del regreso de prácticas militares irregulares coincidiendo con la llegada al poder de Iván Duque.

En agosto de 2018 varios ciudadanos se arremolinaban en la calle ante el edificio de la JEP en Bogotá durante la audiencia contra 14 soldados acusados de participar en ejecuciones extrajudiciales en Soacha, un municipio a 30 kilómetros de la capital donde se reúnen desplazados por el conflicto y familias de los estratos más bajos (como se conoce en Colombia a las personas con menos recursos). El clima a las puertas de la sala (la prensa no puede entrar a los juicios) era tenso y emotivo; contrastaba la dignidad de las víctimas con la actitud apesadumbrada de los juzgados.

Pese a la firma de la paz, la paz en Colombia está lejos de hacerse realidad y los mismos líderes sociales que se manifiestan a las puertas de la JEP en Bogotá son asesinados cada día en regiones donde ha vuelto la inseguridad. El pasado 2018 fue el peor año en décadas para los activistas de derechos humanos en el país y desde que se firmó la paz en 2016 se han registrado 366 asesinatos, según datos del colectivo Somos Defensores.

Enemigos poderosos

El próximo 7 de agosto se cumplirá un año de Iván Duque en el cargo como presidente de la República de Colombia. Considerado como una voz del ala más moderada de su partido, su mandato ha estado marcado por una incapacidad para sacar adelante su agenda.

Las críticas le han llegado por ambos lados: desde el centro y la izquierda del arco político y social le piden que se comprometa a consolidar el proceso de paz en las regiones; mientras, los uribistas más radicales le exigen que haga lo que sea para modificar los puntos del acuerdo que tienen que ver con la justicia, es decir, con la JEP.

“Dejar la justicia colombiana 15 o 20 años en vilo es muy grave”, opina Álvaro Uribe en una entrevista con el diario colombiano El Tiempo. Desde su propio partido piden a Duque que busque caminos alternativos para modificar los puntos de la JEP que aquel no logró cambiar por la vía legal. “No descartan la posibilidad de convocar una Asamblea Constituyente, a la manera de Nicolás Maduro en Venezuela. Por fortuna, hasta ahora Duque ha asegurado que respetará la constitucionalidad”, apunta Jorge Galindo.

El caso Santrich también sirve para perfilar cómo será la relación del nuevo Gobierno con la Administración de Donald Trump en Estados Unidos, quien no ha parado de presionar a Duque por el aumento de los cultivos ilícitos (en 2017 Colombia registró un récord en las plantaciones de coca llegando a las 171.000 hectáreas cultivadas) y que mira con atención la decisión sobre la extradición de colombianos acusados de narcotráfico.

Mientras tanto, la JEP se ha visto envuelta en varios incidentes que han deteriorado su imagen pública. En marzo de este año las autoridades colombianas detenían al fiscal de la JEP Carlos Julio Bermeo por aceptar un soborno, con el agravante de que el objeto del mismo era ayudar a Santrich en su caso.

El analista Ariel Ávila, de la Fundación Paz y Reconciliación, opinó entonces que “una estrategia milimétricamente calculada por parte de sectores políticos y unos supuestos casos de corrupción tienen acorralada a la JEP”.

“La creación de la JEP tuvo desde el principio una serie de enemigos poderosos. La mayoría de ellos se agruparon en el actual partido de Gobierno, el Centro Democrático. Desde allí, se planeó la estrategia para destruir el modelo de justicia transicional. El primer paso fue sacar a los terceros de buena fe, es decir, los civiles que se beneficiaron de la guerra”, escribió en su columna para El País.

De esta forma, empresarios y políticos que pudieron haber colaborado con los paramilitares durante el Gobierno de Álvaro Uribe entre 2002 y 2010 se van a librar de declarar ante la JEP, según argumenta Andrei Gómez. “Lo que algunos sectores de la sociedad temen de la JEP es que los testimonios de los juicios acaben enfangando a estos terceros civiles”.

Desconfianza y presión internacional

El entusiasmo con que fue acogido en la comunidad internacional el acuerdo de paz en Colombia en 2016, cuando el expresidente Juan Manuel Santos fue galardonado con el Nobel de la Paz, ha pasado a cierta percepción de desconfianza entre las agencias internacionales de ayuda humanitaria que trabajan en el país. Un comunicado de Naciones Unidas en junio pedía al nuevo gobierno que “deje de incitar a la violencia contra los desmovilizados de las FARC”.

“La respuesta de algunos funcionarios es muy tibia. Lo que hay que decirle a Naciones Unidas es que respeten, que este es un gobierno decente”, se apresuró a contestar Uribe, quien usa su cuenta de Twitter y sus apariciones públicas para influir no sólo en el debate nacional sino también en las decisiones del presidente Duque.

En mayo, 79 congresistas demócratas de Estados Unidos trasladaron al secretario de Estado, Mike Pompeo, una misiva para presionar a Duque a que implemente el acuerdo de paz. Ese mismo mes un editorial de The New York Times titulado La paz en Colombia es demasiado valiosa para ser abandonada, advertía de que “la paz podría estar amenazada, lo que sería un desastre no sólo para el país sino para la democracia en toda la región”.

El propio Humberto de la Calle, quien fue el jefe negociador con las FARC por parte del Gobierno de Santos, decía en una entrevista en junio con el diario colombiano El Tiempo que “la paz está en peligro” y hacía un diagnóstico muy crítico con la situación actual en Colombia.

“El ambiente muestra fragilidad. Hay demasiados temores. ¿Qué hay contra la JEP? Hay quienes por rabia quieren ver a los combatientes en la cárcel. Pero también hay quienes creen que la violencia ilegal estatal y paramilitar fue una necesidad. Mientras en el fondo quede el rescoldo de que hubo una violencia buena, no seremos capaces de pasar la página”.

Al mismo tiempo que las dudas planean fuera del país, en Colombia crece el temor porque los más de 10.000 guerrilleros que dejaron las armas vuelvan a empuñar el fusil. Según la organización independiente InSightCrime la cifra de la disidencia ascendía a 2.800 personas en septiembre del año pasado.

No es buena señal que su número dos, alias Iván Márquez, quien fue uno de los artífices del acuerdo de paz, ahora reniegue del mismo. “Fue un grave error haber entregado las armas a un Estado tramposo”, ha dicho este en su cuenta de Twitter. Por el momento está en paradero desconocido y no ha comparecido ante la JEP, dice que con el actual Gobierno no hay garantías de seguridad para los antiguos guerrilleros. La justicia plantea emitir una orden de captura contra él y podría perder su asiento en el Senado.

“Pese a esta incertidumbre, en dos años la JEP comenzará a dar resultados si les dejan seguir trabajando como hasta ahora”, nos asegura Andrei Gómez, quien cree que para la sociedad colombiana estos juicios donde por primera vez se cuenta qué sucedió durante la guerra son la única forma de superar un conflicto enquistado durante varias generaciones.

En el horizonte hay una fecha crucial para la consolidación (o no) de la paz en Colombia: el 27 de octubre de este año, cuando se celebren las elecciones regionales. Será entonces cuando las zonas que estuvieron más golpeadas por el conflicto puedan manifestar con su voto su posición respecto al nuevo gobierno conservador.

“Hasta entonces, Duque tiene dos opciones: o consigue sumar mayorías en el Congreso traicionando a su mentor Uribe o se compromete de verdad con la implementación de la paz en las regiones, apostando por la inversión en proyectos productivos y de desarrollo. De lo contrario, cada vez estará más solo y los que hoy son sus críticos crecerán”, apunta Jorge Galindo.

En juego está una paz titubeante que costó más de medio siglo alcanzar. Y está la angustiosa espera de las víctimas que se vieron en medio de un conflicto entre guerrilla, paramilitares y fuerzas armadas del Estado y que ahora por primera vez podrían saber la verdad de lo que ocurrió con su marido, su esposa, sus padres o sus hijos asesinados.