Cómo salvar sonidos y olores de su extinción

Cómo salvar sonidos y olores de su extinción

The smell of old books, the sound of church bells, a local dialect or the smell of a city without pollution could today be considered endangered heritage. Their degradation is less visible than that of a monument, which is precisely why their protection is more urgent. “The bell ringers are in danger of extinction,” the Campaners d’Albaida association in Valencia, Spain (pictured) lament.

(Campaners d’Albaida)

Cada vez que Manuel Mendo llama a una parroquia cualquiera y pide permiso para tocar una de sus más antiguas reliquias lo más seguro es que las puertas se abran sin rechistar. Ya sea una ilustre catedral o la más humilde de las ermitas. Manuel, que es profesor de piano, se ha convertido desde hace años en guardián protector de un sonido centenario: el sonido de los viejos órganos ibéricos. Este instrumento barroco ha venido enmudeciendo lentamente durante el último siglo. De los casi 3.000 que quedan hoy en España, solo se usan unos 1.900. El resto no tiene quien los toque y, si no se tocan, se mueren.

“El simple hecho de encenderlo, hacer que suene, que el aire pase desde los fuelles hasta los tubos es vital para su mantenimiento”, cuenta el pianista. “Muchos órganos llevan 30 o 40 años sin ser tocados”.

De manera desinteresada, él ayuda a mantenerlos con aliento. Porque una vez que un órgano ibérico se apaga el sonido es irremplazable. “Si un órgano se estropea se pueden hacer réplicas, pero el sonido original –a menos que sea restaurado– ya no se puede revivir tal como era. Su sonido es único”, defiende Manuel y perderlo debería ser tan doloroso como ver arder Notre Dame. Igual que las catedrales, los sonidos son parte de nuestro patrimonio.

En enero de 2021 el Parlamento francés fue el primero en reconocer legalmente el concepto de “patrimonio sensorial” para referirse a aquellos sonidos y olores que forman parte de la identidad de un pueblo y que por tanto deben ser protegidos y legados a las futuras generaciones.

“Cuando pensamos en patrimonio en general estamos acostumbrados a pensar en edificios, obras de arte o incluso expresiones intangibles como tradiciones o folklore, pero pocas veces pensamos en la dimensión sensorial de ese patrimonio”, explica a Equal Times Cecilia Bembibre, investigadora del Instituto de Patrimonio Sostenible del University College de Londres, especializada en el estudio de olores históricos.

“Existen conexiones muy fuertes entre percepciones sensoriales e identidad. Hay lugares donde uno puede experimentar la cultura de un país a través de sus sentidos”, recuerda Bembibre y pone como ejemplo el caso de Japón que en el año 2001 hizo una lista para preservar aquellos lugares cuyos olores consideraba más representativos. Lamentablemente, en la mayoría de los casos, el imperio de lo visual se impone al resto de sentidos. Determinados sonidos y olores, mucho más frágiles al paso del tiempo, han ido sucumbiendo ante los cambios sociales y económicos, los movimientos de población, el deterioro ambiental, el avance de las nuevas tecnologías o la falta de relevo generacional, como es el caso de los órganos.

El olor a libro antiguo, el sonido de las campanas, el dialecto de una comunidad, el aroma de una ciudad sin polución podrían considerarse hoy patrimonio en riesgo. Su degradación es menos visible que la de un monumento y, precisamente por eso, su protección también es más urgente.

La ley francesa

A principios de 2021, en una decisión insólita, Francia ordenó proteger por ley varios de sus sonidos y olores. En concreto, los sonidos y olores del campo. Todo comenzó tras un incidente con un gallo.

En 2019, en la localidad de Saint-Pierre-d’Oléron, una pareja llevó ante la justicia a Maurice, el joven gallo de su vecina, al que denunciaron por cantar demasiado temprano. El suyo fue uno de tantos conflictos vecinales que empezaron a surgir con la llegada de nuevos pobladores que, atraídos por la imagen idealizada del campo, pronto descubrirían que lo rural también suena y huele –y no siempre al gusto de todos–.

En el caso de Maurice, la justicia dio la razón al animal. Aun así, para evitar nuevos enfrentamientos, se decidió hacer una ley de patrimonio sensorial que reconociese el canto de los gallos, pero también el olor y mugido de las vacas, el rebuzno de los burros, el sonido del tractor como parte de la identidad rural y, por tanto, incuestionable.

“El problema de las fotos es que no tienen olor, pero la gente tiene que saber que a veces los paisajes huelen a estiércol y es así como tienen que oler. Es su esencia”, nos cuenta Luis Fuentes, teniente de alcalde de Ribadesella.

Este municipio de Asturias (España) decidió colocar un cartel advirtiendo a los turistas sobre los “riesgos” que debían asumir si visitaban su pueblo: el sonido de los campanarios, el canto de los gallos, los cencerros de las reses. “Si no puedes soportarlo, tal vez no estés en el lugar correcto”, concluía el mensaje que les llevó hasta los titulares del periódico británico The Guardian.

“El problema no es el turismo, es la falta de cultura rural”, insiste Fuentes. “Queremos que la gente que venga respete la plantación de maíz, las vacas, la gallina, el burro. Porque son los que nos proporcionan los productos que consumimos cada día. Tenemos que defender lo nuestro, lo esencial”.

Contra la ciudad escaparate

Si nos tapásemos los ojos y paseáramos por el centro de una ciudad occidental cualquiera, seguramente nos resultaría difícil descubrir de cuál se trata. A día de hoy todas suenan y huelen casi igual. El tráfico, las pisadas compulsivas, el hilo musical de los negocios, el perfume dulzón de las tiendas y centros comerciales construyen una misma atmósfera artificial. Lo señala la antropóloga Cristina Larrea Killinger en su libro La cultura de los olores: los centros urbanos se han convertido en “espacios escaparate, empaquetados como otra mercancía más”.

Ocurre algo similar con los sonidos. Íñigo Sánchez-Fuarros, del Instituto de Ciencias del Patrimonio, reconoce que “asistimos a una pérdida de diversidad experiencial, sobre todo en las ciudades más volcadas al turismo”. Él, que lleva años investigando el impacto de la actividad turística en el sonido de Lisboa, reconoce cómo la ciudad ha ido perdiendo poco a poco su “alma”.

“Yo creo que ahora mismo en Lisboa es prácticamente imposible encontrar un mirador o una terraza donde no haya sesiones de DJ, bandas en directo, hilo musical”, explica, “las ciudades occidentales hace tiempo que se transformaron en lugares cacofónicos para el consumo turístico”.

Frente a esta ciudad escaparate, existen proyectos de investigación que tratan de resguardar el patrimonio sensorial propio. Uno de ellos es Sensory Maps, de la investigadora Kate McLean, quien diseña originales mapas de olores de las ciudades, o el proyecto europeo Odeuropa, cuya idea es investigar e incluso reproducir olores ya extintos como el de la Revolución Industrial o el de los salones burgueses del siglo XIX.

“El oído y el olfato nunca han sido respetados como fuente de conocimiento. En Odeuropa una de las cosas que queremos hacer es tener la oportunidad de cambiar esto”, señala Cecilia Bembibre, miembro de este ambicioso proyecto que une a historiadores y lingüistas para rastrear en pinturas, tratados médicos y novelas cualquier referencia olfativa con la ayuda de la inteligencia artificial. Luego, como las piezas de una excavación, todos esos olores recuperados podrán conservarse y exhibirse en museos para el conocimiento futuro.

Ya en el ámbito del sonido, hay iniciativas interesantes como Sound Earth Legacy, que trabaja para custodiar el legado sonoro de la naturaleza, o el Museo de Sonidos en Peligro cuya amplia colección de ruidos abarca desde el sonido de un Citroën dos caballos, una máquina de escribir o un teléfono antiguo.

También entre Portugal, España y Hungría se está desarrollando el proyecto Sonotomía con el que se trata de recoger y catalogar sonidos en diferentes entornos –natural, rural y urbano– con la colaboración de artistas sonoros que luego usarán esos sonidos para crear composiciones musicales.

“Sabemos que con el paso del tiempo algunos de esos sonidos pueden desaparecer, ya sea por la propia evolución del ecosistema, el desplazamiento de especies, porque venga muchísimo turismo, o porque se construya algo que emita ruidos. Este es un archivo sonoro para dejar constancia del patrimonio que tenemos ahora”, explica Mónica Busquets, coordinadora del proyecto en Albarracín, el municipio español que participa en Sonotomía. Su archivo se compone de las voces de los vecinos, del rumor del río, el sonido electromagnético de las piedras o el silencio, el sonido más amenazado de todos.

Protegidos por la Unesco

A falta de más leyes como la francesa, en otros rincones del mundo quienes buscan proteger su patrimonio sensorial lo intentan a través de la Unesco. Su Lista de Patrimonio Cultural Inmaterial acoge todo tipo de manifestaciones intangibles –tradiciones, expresiones artísticas, fiestas, conocimientos, oficios artesanos–, cuya esencia va unida a la identidad de un pueblo. La lista no incluye ni castillos ni ruinas milenarias, pero su valor es incalculable. Este patrimonio etéreo, transmitido de generación en generación, es hoy el último reducto de autenticidad frente a un mundo cada vez más homogéneo.

Cerca de 600 manifestaciones de 131 países se recogen en la lista en la que, por supuesto, hay sonidos –como las tamborradas de España, los cencerros de Portugal, el silbo turco, los cantos de trabajo de Colombia, músicas como el flamenco, el tango, el reggae– y, en menor medida, olores –la preparación del café en Arabia Saudí, los perfumes de la región francesa de Grasse, el olor a pólvora de las Fallas valencianas–.

“El principal requisito es que el patrimonio esté vivo, que las propias comunidades mantengan con vida estas manifestaciones culturales, que sea un elemento aglutinador, que construya comunidad”, explica a este medio Sara González Cambeiro, antropóloga y autora del libro El patrimonio inmaterial. La lista parece extensa, pero no es nada fácil entrar, de hecho la Unesco solo estudia cincuenta expedientes cada año. Este año probarán suerte los campaneros de Albaida.

En esta localidad de Valencia (España) llevan tocando manualmente las campanas desde el siglo XIII de manera diaria e ininterrumpida. Una tradición que continúa gracias al esfuerzo de una veintena de campaneros voluntarios. “Los campaneros estamos en peligro de extinción”, lamenta Antonio Berenguer, su portavoz.

Según cuenta, a finales de los 50 la mayoría de campanarios en España fueron electrificados, “se pensó que los campaneros no hacían falta y se perdió la autenticidad. La electrificación masiva simplificó al máximo la inmensa riqueza de toques”.

Para hacerse oír ante la Unesco, lograron unir en 2018 a más de 1.000 campanarios de toda Europa para tocar manualmente sus campanas a la vez. La idea resultó, en 2021 fue aceptada su candidatura. “Los reconocimientos por sí solos no protegen, no es garantía de que algo se salve, pero sí que ayudan a visibilizar un patrimonio, a darle la importancia que tiene”, asegura Berenguer.

El investigador Íñigo Sánchez-Fuarros reconoce tener dudas. A veces –cuenta– los reconocimientos también pueden convertir el patrimonio en un objeto más de consumo. Cita por ejemplo el caso del fado –incluido en la lista de la Unesco en 2011–.

“El fado es un género vivo, con una comunidad grande de practicantes en Portugal, pero su existencia hoy está ligada al turismo. Durante la pandemia, sin turismo, el fado desapareció porque los portugueses ya no van a las Casas de Fado”.

En realidad –sostiene el investigador–, los sonidos y olores no tienen valor per se, se lo da la gente que los vive. De hecho, para que un olor –bueno o malo– pase a la Historia lo importante por encima de todo –añade Bembibre– “es el valor que la comunidad le confiere”.

Por eso, defiende la experta, “tenemos que educarnos” a oler y escuchar para, en medio de este universo visual y lleno de filtros, aprender a identificar los sonidos y olores que nos hacen como somos, para empezar a valorarlos y reclamar que no desaparezcan, como hacen los campaneros de Albaida: “cada vez que escuchamos el toque manual estamos escuchando los mismos sonidos que escuchaban nuestros antepasados”, cuenta Berenguer y solo por eso ya es importante salvarlo, tanto como salvar una catedral.

This article has been translated from Spanish.