Contaminación lumínica: las heridas de luz blanca que alteran el planeta

Contaminación lumínica: las heridas de luz blanca que alteran el planeta

(ESA/NASA)

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De todos los tipos de contaminación que existen, hay uno que obviamos por lo contraintuitivo que es. A nadie le cuesta imaginar cómo, a causa de la actividad humana, el medio ambiente en el que vivimos se mancha, se sobrecarga y sufre el daño que le provocan nuestros desechos masivos en el aire, en las aguas, en la tierra. Con la luz artificial, sin embargo, nos pasa todo lo contrario. Es útil, de hecho necesitamos tener cierto grado de iluminación nocturna, y nos da una sensación de seguridad. Además, puede llegar a ser cautivadoramente hermosa y fotogénica, como muestran las imágenes nocturnas tomadas desde la Estación Espacial Internacional (EEI) que ilustran este artículo.

 

En este panorama de la península Ibérica se aprecia claramente la manera en que la contaminación lumínica asciende hasta el espacio, crea un potente resplandor en la atmósfera y, para los astronautas que orbitan nuestro planeta, a 420 kilómetros de altura sobre el nivel del mar, hace que nuestras ciudades resulten más brillantes que las estrellas. A pesar de las zonas costeras sin urbanizar, toda la línea de costa queda definida en la noche. Portugal, España, Marruecos y Francia, 26 de Julio de 2014.

Foto: ESA/Alexander Gerst

Vista desde el espacio, la luz de nuestras ciudades es para los astronautas mucho más brillante que las estrellas, y hace de nuestras noches un mundo acribillado de heridas abiertas y resplandecientes, cuya belleza oculta a simple vista que por ellas se desangra nuestro equilibrio, el ritmo de nuestra naturaleza: la alternancia entre luz y oscuridad, en que se basan prácticamente todas las formas de vida que conocemos, incluidos nosotros mismos.

La forma de iluminar la noche que ha acabado adoptando la Humanidad de manera masiva no sólo es exagerada e ineficiente, sino que está haciendo muchísimo más daño de lo que, desde la comodidad de nuestros entornos urbanos, solemos ser conscientes. Nuestra luz artificial no sólo está alterando el ecosistema planetario de cientos de maneras diferentes y cada vez más preocupantes, sino que también está mermando la salud de muchísimos animales, incluidos los propios humanos. Solo ahora empezamos a entender cómo este problema está relacionado con enfermedades que van desde la obesidad y la diabetes a, como poco, varios tipos de cáncer. Estamos tan acostumbrados a que la noche no sea oscura que no nos damos cuenta de que estamos condenándonos a nosotros mismos, y a todas las formas de vida que nos rodean, al agotamiento bajo una luz perpetua, a una noche sin sombra y sin descanso.

 

Milán, 9 de Mayo de 2021. La ciudad italiana hizo en 2014 un cambio repentino en su iluminación urbana e instaló más de 85.000 luminarias con diodos LED blancos. Los milaneses pasaron a tener sus calles inundadas de luz fría (azulada), lo que no sólo deslumbra más, sino que tiene un mayor impacto negativo en su salud y en la de la flora y la fauna circundantes, así como un mayor coste ambiental.

Foto: ESA/Thomas Pesquet

Las grandes ciudades europeas empezaron a iluminarse con aceite de ballena en el siglo XVIII, luego también con lámparas de carbón y de petróleo, aunque la mayor parte del mundo aún seguía sumiéndose cada noche en la oscuridad. Todo cambió con la bombilla, patentada por Edison en 1879, una tecnología barata y fiable que no tardó en extenderse por todo el planeta. En ciudades aún en pleno desarrollo, como Los Ángeles en 1908, el resplandor anaranjado de su iluminación en el cielo, tan ubicuo en nuestros días, era ya claramente visible a decenas de kilómetros de distancia, y lo mismo ocurría en otras grandes urbes por todo el globo. En esa misma ciudad, tras el terremoto del 17 de enero de 1994, con la llegada de la noche los servicios de emergencia se vieron inundados de llamadas de vecinos preocupados por la extraña nube, gigantesca y luminosa, que había aparecido sobre sus cabezas horas después del suceso. El apagón había provocado que millones de habitantes de la ciudad contemplasen por primera vez en sus vidas la Vía Láctea en todo su esplendor.

 

En tierra, el resplandor de Las Vegas en el horizonte desértico de Nevada se percibe en la noche a cientos de kilómetros de distancia. Visto desde el espacio, el centro de la capital estadounidense del juego parece una franja de brillo incandescente, de color mayoritariamente blanco. En contaminación lumínica, está claro que lo que ilumina Las Vegas no se queda en Las Vegas.
Las Vegas, 27 de Agosto de 2021.

Foto: ESA/Thomas Pesquet

El problema va mucho más allá de perdernos una experiencia mística que casi hemos olvidado como especie. La falta de oscuridad condena a las plantas a un estrés sin descanso, hace que muchos animales se desorienten en sus ciclos naturales de reproducción, de caza o de evitar ser cazados, e incluso está demostrado que el propio cuerpo humano se desequilibra si se ve expuesto a la luz azul durante la noche, ya que eso retrasa y disminuye su secreción de melatonina, que además de regular nuestros ritmos de sueño es antioxidante, lo que la convierte en una importante defensa natural contra el envejecimiento y enfermedades como el cáncer. La luz a todas horas agota la vida.

Afortunadamente, en los últimos años, las imágenes nocturnas que nos aportan los astronautas de la EEI están empezando a permitirnos medir por primera vez la magnitud del desastre. “Cuanto mejor comprendemos este problema más nos damos cuenta de que es una cuestión transversal”, aseguró a Equal Times el astrofísico Alejandro Sánchez de Miguel, de la Universidad Complutense de Madrid, uno de los contados especialistas mundiales en contaminación lumínica con un enfoque interdisciplinar, ya que trabaja con investigadores de todo tipo: desde biólogos y ambientalistas a médicos, sociólogos y criminólogos. Además colabora con la Agencia Espacial Europea (ESA) y la NASA recopilando y analizando las imágenes nocturnas del mundo tomadas desde la EEI, lo que le está permitiendo conformar un mapa del impacto real de esta forma de polución en nuestro planeta.

 

Esta imagen, tomada el año en que se instaló el Nightpod en la EEI, y previa a la proliferación de farolas LED blancas que se disparó varios años después, abarca una de las metrópolis más iluminadas de Asia. La luz decorativa es considerada allí un símbolo de lujo y de prestigio, por lo que a las farolas de las calles de Shanghái, como en muchas otras muchas ciudades chinas, se suma una profusa iluminación ornamental en las carreteras, en la publicidad urbana y en gran parte de sus miles de edificios de gran altura. De hecho, el bosque de rascacielos del distrito financiero de Lujiazui aparece, ya en esta imagen de 2012, como un brillante punto blanco al ser visto desde el espacio. Shanghái, 21 de marzo de 2012.

Foto: ESA/Nightpod

“La incertidumbre que tenemos todavía en este terreno es tal que aún no sabemos si el crecimiento de la contaminación lumínica entre 1992 y 2017 fue de un 49%, como indica la media, o en realidad aumentó hasta un 270% para las emisiones de luz azul, que es la más dañina”, señaló. Esto es así porque la información disponible se obtenía de los satélites que hay en órbita, que son sensibles a la intensidad de la luz pero ciegos al color, por lo que la única fuente capaz de aportar todos los datos necesarios para medir en toda su complejidad la contaminación lumínica de nuestro planeta son las imágenes de los astronautas.

“Tuvimos mucha suerte, porque en 2012 la ESA instaló el Nightpod”, un trípode motorizado que ayuda a compensar el movimiento orbital de la estación durante el tiempo de exposición necesaria para hacer fotografías nocturnas. De esta manera, “se tomó una cantidad enorme de imágenes de la Tierra antes de la llegada de los LED” (diodos emisores de luz), que no tendrían por qué ser necesariamente blancos, aunque son estos los que, desde hace algo menos de una década, parecen estar tomando por asalto la iluminación pública de gran parte del mundo.

 

En la costa de Sanya, localidad turística de la isla subtropical de Hainan, en el Mar del Sur de China, se ven en el agua numerosos puntos de una potente luz blanca: son focos de barcos pesqueros, utilizados en muchas zonas del mundo para atraer a los peces. La contaminación lumínica no sólo proviene de la iluminación urbana, sino de fuentes de luz artificiales como fábricas, barcos o plataformas petrolíferas marinas, y cada una de ellas tiene su propio impacto sobre el equilibrio natural nocturno a su alrededor. Sanya, 21 de Marzo de 2012.

Foto: ESA/Nightpod

“Hasta más o menos 2013 la tendencia mundial era a tener iluminación anaranjada, que es menos agresiva para el medio ambiente”, lo que se debía a la ubicuidad de las lámparas de baja presión de sodio, menos contaminantes durante su fabricación, pero más caras de producir, explicó Sánchez. “A partir de 2014 las lámparas de LED fueron apareciendo, y se han ido extendiendo cada vez más rápido”, dado que son más baratas de fabricar y de instalar (aunque a costa de un mayor impacto ambiental inicial), por lo que se ha tendido a instalar luminarias en mayor número y con mayor intensidad que antes, casi siempre en color blanco con una temperatura de color fría, lo que está haciendo que la situación empeore a un ritmo muy preocupante.

En efecto, hay zonas del mundo, como la India, Egipto o la península Arábiga, donde la luz blanca azulada se está extendiendo de manera masiva en muy poco tiempo. Hay lugares como Singapur, donde la oscuridad nocturna está casi extinta, y regiones enteras donde se está viendo un gran crecimiento de este problema, sobre todo en Asia (China, Vietnam, India, Corea del Sur...), así como en África y Sudamérica. “En Occidente nos hemos mantenido con lo que teníamos hasta que hemos empezado a poner LED”, por lo que el desafío a partir de ahora será usar bien los LED que se instalen cuando haya que ir sustituyendo el alumbrado (instalando luces más cercanas al ámbar, y que vayan disminuyendo su intensidad según avance la noche).

 

Egipto es uno de los lugares del planeta donde más rápido se ha extendido el uso masivo de luminarias de LED blancos de gran intensidad, especialmente contaminantes, y es uno de los países que está absorbiendo en grandes cantidades las versiones más baratas de este tipo de lámparas. El deslumbramiento resultante salta a la vista desde el espacio. La comparación con el brillo de las zonas del Cairo que aún conservan las farolas anaranjadas habla por sí sola. El Cairo, 5 de Mayo de 2021.

Foto: ESA/Thomas Pesquet

“La introducción de luces LED blancas y brillantes ha hecho que sea fácil y barato acabar inundando el mundo con mucha más luz de lo necesario”, con lo que, además de causar un impacto ambiental más grave, “desperdiciamos energía y dinero al mismo tiempo”, señaló por su parte Ruskin Hartley, director ejecutivo de la Asociación Internacional por los Cielos Oscuros (IDA), cuya actividad divulgadora y certificadora de buenas prácticas ha contribuido a proteger más de 110.000 kilómetros cuadrados libres de polución lumínica en todo el mundo.

La contaminación lumínica es “una de las formas de contaminación más invasivas y peor entendidas, aunque afortunadamente también está entre las que tienen más fácil solución, y no me refiero a apagar todas las luces”, sino a comprender que iluminar más no suele significar iluminar mejor, sino todo lo contrario, puntualizó Hartley. “Uno de nuestros principales desafíos es derribar el mito de que poner más luz te hace estar más seguro. Es más bien lo contrario. Estamos descubriendo que, cuanta más luz, y cuanto más destello en particular, más difícil es ver bien. Desgraciadamente, la situación en EEUU y en muchos países occidentales ha empeorado mucho en los últimos años”.

 

La capital española llevó a cabo en 2016 el mayor cambio reciente de una iluminación urbana en Europa. A pesar de que en algunas zonas puntuales se instalaron nuevas luminarias con luces LED de color blanco, con un impacto ambiental más severo, la mayor parte de la ciudad permanece alumbrada con el tradicional alumbrado de color ámbar de las lámparas de sodio de baja presión. Madrid, 24 de Julio de 2021.

Foto: ESA/Thomas Pesquet

En efecto, es urgente tomar conciencia del problema y aprender a aplicar bien la tecnología disponible, que Sánchez resume en cinco buenas prácticas: “no poner luz donde no haga falta, apagarla cuando no se va a usar, dirigirla hacia el suelo [evitando que parte de la luz deslumbre y escape hacia los alrededores y hacia el cielo], bajar el nivel de la iluminación cuando no haga falta tanta luz [disminuyendo su intensidad según avanza la noche] y utilizar cuanto menos luz azul mejor. Y si no haces las cinco cosas a la vez, no lo estás haciendo bien”.

En este sentido, destacó dos casos europeos muy ilustrativos. Un mal ejemplo, bienintencionado pero de resultado desastroso, fue el de Milán, que en 2014 cambió de pronto la iluminación de gran parte de la ciudad con LED de color blanco intenso, con profusión de farolas y con la misma intensidad de luz toda la noche. Lo contrario ocurrió en 2016 con Madrid, que aunque también puso algunos LED blancos, en la mayor parte de la ciudad mejoró su eficiencia energética y la calidad de su alumbrado reduciendo hasta un 60% la intensidad de todas las farolas de la ciudad a la vez a lo largo de la noche. Los madrileños ni siquiera son conscientes de ello, dado que la visión humana funciona por contraste, pero sin destellos intensos ni, sobre todo, azules, y con un alumbrado uniforme, se ve mejor y se tiene un impacto ambiental mucho menor.

 

Ciudades fronterizas de Ciudad Juárez (México), al sur, y El Paso (EEUU), al norte. Aunque la frontera política no se atisba desde la EEI, las diferencias en la iluminación son reveladoras: una gruesa línea amarilla, que corresponde a la frontera física, divide la densa y desigual masa de luces de ambos lados. Para la ESA, “la luz que ven los astronautas es un completo desperdicio de energía que mejor podría aprovecharse para otros fines”.

Foto: ESA/Nightpod

“La solución es medir, medir y medir”, concluye Sánchez, que pide que las políticas de iluminación se basen en datos científicos que demuestren que cada cambio que se haga cumpla lo que se promete al llevarlo a cabo, como aumentar la seguridad (de manera real, no percibida) y reducir el consumo energético y el impacto ambiental. “La solución número dos es seguir las buenas prácticas, y ahí tenemos en el LED una tecnología maravillosa, que cuesta más fabricarla, pero que permite bajar la intensidad de la luz, regular el color... Lo único complicado es el color, porque cuando ya has instalado blanco (y no ámbar) es más difícil cambiar, pero en la próxima década sabemos que vamos a acabar cambiando todas las farolas del planeta, así que hagámoslo bien”.