Críticos, activistas y sindicatos en Camboya ¿más cerca de la clandestinidad?

Críticos, activistas y sindicatos en Camboya ¿más cerca de la clandestinidad?

Ms Rany, a teacher and politician in the coastal province of Sihanoukville, and 12 other teachers, all involved in politics, learned that they had been fired shortly after the opposition CNRP party was dissolved. “If the CPP continues to rule the country, I don’t think I can go back to work as a teacher,” she says.

(Enric Català)

[Esta crónica está acompañada del video-documental “Guerra psicológica y resiliencia ‘made in’ Camboya (en tres actos y un epílogo)”]

– ¿Por qué has decidido venir aquí, a esta entrevista para Equal Times?

– Estoy buscando ayuda. Quiero un mejor trato, tanto del Ministerio de Trabajo como de los propietarios. [Mi mensaje:] por favor, no protejan solo a los empleadores. Protéjannos a nosotros también. Queremos un mejor trato. (…) En Camboya, quienes tienen dinero tienen poder. El trabajador no tiene dinero para sobornar, así que ¿cómo va a ganar? (…). El empleador siempre utiliza el dinero para callar a aquellos en el poder, a las autoridades.

Quien habla es Lina (pseudónimo), una trabajadora con 7 años de experiencia en el sector de la confección, procedente de la provincia Tbong Khmum (en el sureste de Camboya). Doek (pseudónimo), un colega suyo del sur, añade:

– El ambiente es tan denigrante... [A veces incluso] nos amenazan diciéndonos que alguien con una espada samurái o un tubo va a aparecer para golpearnos con él, dicen que pueden matarnos en cualquier momento.

– ¿De las amenazas han pasado a la acción en algún momento?

– Recientemente no, pero en 2017 nos manifestamos [durante un descanso] para protestar por el despido de un miembro de nuestro sindicato [y para que la compañía se ocupara del asunto] y el empleador contrató a matones para atacarnos. Eran muchos, entre 20 y 30. [Nos amenazaron mientras nos manifestábamos].

Ahora en Camboya, “si la situación es de calma y silencio por parte del trabajador y del sindicato, no es porque todo haya mejorado, sino por las llamadas de atención, amenazas e intimidación del Gobierno”, avanza Rong Chhun, presidente de la CCU (Cambodian Confederation of Unions). Extremo desmentido por Monika Kaing, subsecretaria de la asociación de productores del textil GMAC, para quien la “calma” se debería, principalmente, a “las continuas mejoras laborales, especialmente en salarios, compensaciones y cobertura social” de los últimos años, así como a una “madurez” de la “relación industrial”.

Una victoria pírrica

La degradación de la situación laboral denunciada por sindicatos del país (principalmente independientes) es tal, que Camboya ha sido definido como uno de los 10 peores países para los trabajadores, según el índice de 2018 elaborado por la Confederación Sindical Internacional.

El movimiento sindical camboyano realizó una de sus mayores exhibiciones de fuerza a finales de 2013, en torno, entre otros, al salario mínimo. Aunque lograron ciertas subidas salariales a raíz de las movilizaciones, lo que podría considerarse una victoria de sindicatos y trabajadores, para William Conklin, director en Camboya de la ONG estadounidense Solidarity Center, el problema es que se trató de una “victoria pírrica”: sí, lograron ciertas mejoras, pero, “de repente, esta movilización se vio como una amenaza existencial para el Gobierno. Y la amenaza se consideró aún mayor cuando el partido de la oposición, el PRNC logró sacar provecho [del movimiento], manipularlo o simplemente ser oportunista. De modo que [las autoridades vieron que] necesitaban ponerlo bajo su control”.

Y, para ponerlo bajo su control, el partido gobernante no ha escatimado en medios ni tácticas: desde el uso de la fuerza al peso de la ley y la burocracia.

“En la mayoría de los países se emplea a los militares en controles fronterizos, para desastres naturales. En Camboya se usa a los militares para proteger los intereses de los negocios: como concesiones de tierra, fábricas. Y son desplegados para ayudar al Gobierno a controlar la situación –manifestantes, trabajadores de la confección, ONG, comunidades–, esto es una receta para el desastre. Termina con heridos, y, en algunos casos, con muertos”, explica Naly Pilorge, directora de la Liga Camboyana para la promoción y defensa de los Derechos Humanos, Licadho.

Bora, que, como sus compañeros, utiliza pseudónimo por cuestiones de seguridad, es el mayor del grupo de empleados de la confección que ha accedido a ser entrevistado por Equal Times. Lo hace en los locales de un pequeño sindicato independiente de la capital, Nom Pen. Tiene 37 años y los últimos siete los ha pasado en la fábrica de ropa en la que ahora realiza la labor paralela de organizador sindical.

Como sus colegas, tampoco es de la capital, sino de una provincia al sur, fronteriza con Vietnam.

– ¿Volveréis a utilizar la huelga para lograr mejorar vuestra situación?

– Vamos a poner las protestas de lado. Ahora lo que vamos a intentar es lograr asistencia legal. Utilizar instrumentos legales [para hacer que se muevan nuestras demandas]… Aunque, [sabemos que] no es efectivo.

– ¿Confías en el sistema judicial?

– No hemos luchado aún en las cortes [pero, sabemos por nuestras redes, las noticias] que la Corte trabaja en beneficio del empleador, porque recibe dinero de éstos.

Corrupción, clientelismo, cleptocracia, nepotismo y ¿desarrollo sostenible?

Camboya es uno de los países más corruptos del planeta. Según el índice de 2017 elaborado por Transparency International, este país se sitúa en el puesto 161 de 180, y eso a pesar de la “relativamente buena” ley anticorrupción que entró en vigor en el país en 2011. A lo que se une el hecho de que la separación de poderes es más teórica que práctica, o que no hay “separación entre partido, Estado y Gobierno”, señala el líder político opositor del GDP (Partido Democrático de las Bases), Yang Saing Koma.

La corrupción galopante, el clientelismo, la cleptocracia y el nepotismo del que hace gala el Gobierno de Hun Sen (primer ministro desde 1985 y cuyo partido, el PPC –CPP en inglés, Partido del Pueblo de Camboya–, es desde julio el único partido del parlamento), destiñen sobre todo el tejido social.

El desarrollo económico a toda ultranza que, legítimamente persigue el premier, si bien disociado de todo respeto por los derechos humanos, termina beneficiando a unos pocos y afectando al resto.

Para Pilorge, esto es crucial: “Camboya está caracterizado ahora como el país más corrupto de la ASEAN. También somos el país con la deforestación más rápida, y en lo que se refiere al imperio de la ley, libertad de expresión, siempre estamos abajo. Eso dice mucho. Todos los problemas que afectan a Camboya y a los camboyanos están interrelacionados. ¿Por qué la gente tiene que venir a las fábricas a trabajar como esclava? ¿Están enfermos o es que perdieron sus tierras? ¿Por qué tienen que salir a buscar trabajo a países donde se abusa de ellos? De nuevo: es porque perdieron sus tierras, perdieron sus medios de vida, el uso del bosque… todo esto genera migración, tráfico, abusos”.

La apropiación (desalojo) de tierras para su explotación económica: tala, minería, agricultura y turismo, principalmente, ha afectado, por lo menos, a 600.000 familias, según datos de la ONG Licadho, organización que ha hecho pública una base de datos con concesiones gubernamentales a inversores locales y extranjeros. “Es difícil decir si la apropiación de tierras ha bajado o lo que ha bajado es la denuncia de la apropiación de tierras. Lo que sabemos es que continúa”. Y esto está ocurriendo en un país fundamentalmente agrícola, donde, tradicionalmente, los campesinos dependen de la tierra para su subsistencia, y donde las comunidades indígenas “están desapareciendo” precisamente por la imposibilidad de usar el bosque como tradicionalmente venían haciéndolo, expone Pilorge.

Dividir para vencer

No es difícil que ONG como Licadho y sindicatos de corte independiente trabajen juntos en asuntos que afectan a las comunidades, como el de la apropiación de tierras, ya que en algunos casos trabajadores del sector informal de esas comunidades se cuentan entre los afectados. Estas alianzas, asegura Pilorge, no son bienvenidas por las autoridades, lo ven “como un problema”, porque, entre otros, podrían beneficiar a la oposición.

“Parte de la razón, si no la razón clave por la que se ha introducido esta legislación – [LANGO], por la que se refuerza a los militares y a la policía, se incrementa la vigilancia–, no es solo para apuntar a estos grupos e individuos, sino para dividir y conquistar. Una de las tácticas más exitosas si vas a por a un grupo, es, en lugar de atacar a todos –a todos los medios, ONG, sindicatos–, es apuntar a uno y eso afectará al resto. Tan pronto como una ONG es acusada de un delito específico, lo primero que ocurre es que gente de otras ONG, socios financiadores, embajadas… van a evitarla, tendrán sospechas, especialmente cuando no hay medios independientes. Esto los aislará, y afectará a otros. Es decir, no sólo debilita a una organización que reta al liderazgo [del país], sino que además los efectos destiñen en otros. Y esto funciona particularmente bien en Camboya, por su historia reciente y por el alto nivel de miedo existente [N.d.l.e.: entre 1975 y 1979, el régimen genocida del Jemer Rojo acabó con 1,7 a 2 millones de camboyanos, en torno a un cuarto de la población del país en ese momento]”, elabora Pilorge. Y, el problema es “más preocupante”, apunta, cuando todo esto ocurre en zonas rurales y a individuos, uniones sindicales, grupos de base y ONG pequeñas.

Así, la Ley sobre Asociaciones y ONG de 2015 (más conocida por su acrónimo en inglés, LANGO, que vela por la unidad y seguridad nacional, la “paz, estabilidad y el orden público”, incluso la cultura camboyana, contra la difamación, y el daño a la imagen del país), buscaría “controlar, debilitar y dividir tanto a ONG como a sindicatos independientes”, asegura Pilorge. A esta se unen otras leyes regresivas, todavía en vigor: una cláusula de lesa majestad en el código penal, la ley de sindicatos y la ley de partidos políticos.

El peso de las leyes y la burocracia… dejan los deberes sin hacer

En el caso de los ataques a los sindicatos independientes (para distinguirlos de los sindicatos “amarillos” o los sindicatos pro-PPC, que priorizan la agenda gubernamental o la de los empresarios más que la de los trabajadores), si bien no son novedosos, sí están debilitando de forma extrema su actividad y poniendo en riesgo su existencia.

Al uso de la fuerza y el intento de cooptación de líderes, las nuevas normativas o las enmiendas a la legislación laboral –sin consultas o participación de los representantes de los trabajadores– dan de lleno en la autonomía y reconocimiento de los sindicatos. Es el caso de la legislación sobre ‘las uniones con estatus de más representativa’ (unions with Most Representative Status, MRS), que define tanto los miembros necesarios para su reconocimiento como la capacidad o no de negociar con el empleador. Tanto los empleadores como la Administración, apunta Conklin, “pueden aprovecharse del MRS y evitar resolver un problema o negociar con un simple: ‘si no tienes el MRS no tengo por qué tratar contigo’”.

“Dado que la libertad sindical está ligada a la situación política, la actual libertad de unión es muy estrecha: registrar una unión es muy difícil, particularmente en casos como el nuestro, que somos una unión independiente. Y, comparado con el periodo previo a 2014, movilizar a los trabajadores es complicado, ya que siempre hay unas ‘fuerzas especiales’ –que no sabemos identificar– que siguen todos nuestros movimientos en la fábrica. El líder sindical, además, tiene que andarse con mucho cuidado con sus comentarios a los medios, porque el Gobierno de Hun Sen controla el poder judicial, y puede hacer que las cortes se encarguen del líder sindical”, explica Rong Chhun.

“A esto se añade el hecho de que los contratos, en un 80% de los casos, son de duración corta o fija (concebidos para empleos estacionales), lo que dificulta la creación de sindicatos en las fábricas y hace que el empleado esté más expuesto a represalias (si se queja o se une a un sindicato)”, añade el presidente de la CCU.

En este contexto de precariedad sindical los deberes de los sindicalistas no avanzan o lo hacen a duras penas. El ajuste de los salarios es una de esas asignaturas pendientes y urgentes, ya que, en este país, el coste de la vida crece a un ritmo vertiginoso, y los salarios no siguen, denuncian los trabajadores.

Según Conklin, abordar dicho ajuste es cuestión de voluntad política: “a las marcas lo que les importa es la productividad, no tanto los costes laborales. A pesar de lo que todo el mundo diga, los costes laborales no son el determinante. Lo es más la estabilidad, la predictibilidad y las infraestructuras. Por ejemplo, hay dos costes fijos mucho mayores en Camboya: la energía y el envío (transporte), y nadie está tratando de ajustarlos”.

Otro deber pendiente, en un país en pleno boom constructor, donde los accidentes laborales son comunes (un 19% de los obreros habría sufrido uno, según datos de la unión de la construcción BWTUC), donde no se ha acordado un salario mínimo para el sector (a diferencia de lo que ocurre en la confección), y donde el retraso en el pago de los salarios lo han sufrido la mayoría de los obreros, incluir a éstos “en el Fondo de Seguridad Nacional y lograr un salario mínimo ‘justo’”, no debería retrasarse sine die, urge Sok Kin, presidente de la Federación de Sindicatos de los Trabajadores de la Construcción y Madera de Camboya (BWTUC, según sus siglas en inglés).

De cara al futuro del trabajo, el problema de la corrupción expone al país a una incertidumbre aún mayor. Por un lado, la ausencia de una reforma educativa –en un sector lastrado, entre otros, por una maraña de corruptelas, denuncian organizaciones como la Cambodian Independent Teachers Association, CITA– privará al país de una generación formada para afrontar retos derivados de la automatización. Por otro lado, la corrupción también “podría disuadir a empresas con tecnología puntera y extremadamente costosa”, asegura Rong Chhun, a traer su tecnología al país.

¿Qué espacio le queda a la información, a la crítica, a la oposición?

Aunque todos los entrevistados para esta crónica coinciden en señalar que aún existe un espacio, pequeño y disminuyendo, en el que organizaciones de la sociedad civil pueden operar, lo que ocurre es que, en el caso concreto de las que se especializan en el respeto de los derechos humanos y laborales, la libertad de expresión, la democracia, la justicia o la explotación de recursos naturales, operan en un contexto de “guerra psicológica”.

“Uno se pasa tanto tiempo creando todos estos niveles de seguridad que al final, [todo eso,] afecta nuestro trabajo, pero también [a uno] física y psicológicamente. Todos bromeamos con el hecho de que estamos ligeramente locos. Pero así es cómo nos sentimos, y esto se debe a esta guerra psicológica, que es tan efectiva… que lo hace todo tan difícil. Al mismo tiempo nos hace más fuertes, lo que es difícil te hace más fuerte”, asegura Pilorge.

Los medios de comunicación también están en primera línea de fuego, y, como ocurre con los sindicatos y ONG, las tácticas para silenciar su disentimiento van desde “acusaciones de traición; elevadas facturas de impuestos –políticamente motivadas, según la opinión generalizada– que no se pueden negociar; y, como ocurrió en nuestro caso, razones financieras”, resume Erin Handley, reportera del The Phnom Penh Post hasta que este fuera vendido –justo antes de las elecciones de julio– a un empresario que trabaja para una compañía con vínculos previos con el Gobierno de Hun Sen. Es significativo que, en el índice de 2018 que elabora Reporteros Sin Fronteras, Camboya haya bajado 10 puestos (al 142/180).

La consecuencia para el público es obvia: “La preocupación ahora es que los lectores de Camboya van a estar más expuestos a propaganda que a periodismo de verdad”, resume Handley.

Y, para los medios que aún funcionan, la autocensura, bien de los editores bien de los periodistas, podría influir en qué es lo que informan y en cómo informan. “Aunque todo el mundo es muy valiente, cuando la amenaza se hace a un periodista local, ésta parece más real (porque, a diferencia de uno extranjero, y salvo en contados casos, no tiene tan fácil dejar el país)”, concluye la periodista.

Lam Chantha, mujer de Yeang Sothearin –editor de la estadounidense Radio Free Asia (hasta su cierre no voluntario en septiembre de 2017), acusado de espionaje por las autoridades camboyanas–, lo sabe demasiado bien: su marido fue detenido el 14 de noviembre de 2017, enviado a prisión provisional y puesto en libertad a finales del pasado mes de agosto, si bien los cargos contra él aún no se han retirado. Más allá de la conmoción por los cargos en su contra (espionaje y producción de pornografía), el sentimiento de indefensión, la ausencia de información y el miedo, las penurias económicas a las que la detención ha abocado a la pareja con dos hijos pequeños son severas.

Más allá de los medios, la libertad de expresión también se reduce en las escuelas, con temas que los profesores deben evitar al próximo grueso de futuros votantes, asegura la profesora Ouk Chhayavy. En el caso de que el profesor forme parte de un sindicato, el cuidado de éste debe ser aún más escrupuloso, ya que se expone a la discriminación (distanciamiento físico, coto a formaciones), a tener que enseñar en una ciudad lejos de su domicilio, o, cuando dan el salto a la política, a ser despedidos (informa el sindicato CITA).

Es el caso de la señora Rany, profesora y política en Sihanoukville, una provincia costera. Ella y otros 12 profesores, todos participantes en política, se enteraron de que habían sido despedidos poco después de la disolución del partido opositor PRNC (CNRP, en inlés). “Si el PPC continúa gobernando el país, no creo que pueda volver a trabajar como profesora. Tengo que encontrar otro empleo para ganarme la vida. Camboya ahora no es un país democrático”, nos dice.

Los usuarios de redes sociales tampoco están a salvo del escrutinio de las autoridades. Y es que, poco antes de las elecciones de julio, los ministerios del Interior, Telecomunicaciones y el de Información, emitieron una directiva conjunta para criminalizar todo comentario o información que socavase la “seguridad nacional, el interés público y el orden social”.

Sanciones internacionales

El “cambio radical; la utilización de tácticas contra ONG, medios de comunicación, la comunidad internacional, el partido de la oposición, ciudadanos, activistas”, comenzó a observarse “a partir de las elecciones generales de 2013, pero muy particularmente desde las elecciones a los Consejos comunales de junio de 2017”, recuerda Pilorge.

En éstas, el partido opositor PRNC se acercó demasiado al PPC, al obtener un 44% de los votos. Meses después de este hito, en noviembre, el Tribunal Supremo decretó la disolución del PRNC. Su líder, Kem Sokha, acusado de traición, fue enviado a prisión provisional, hasta que, por motivos de salud, fue liberado (el pasado 10 de septiembre), pero se encuentra en libertad vigilada bajo fianza y recluido en su domicilio; el resto de diputados de la formación se encuentran inhabilitados de ejercicio político, con causas judiciales abiertas, o en el exilio.

Y llegamos a las últimas elecciones generales, celebradas el pasado 29 de julio. En éstas, el PPC se alzó con los 125 escaños del parlamento. Gobernará sin oposición, en formato de partido único. Una arrolladora victoria que debe al apoyo incondicional de una parte de la población, sin duda, pero en parte igual o mayor al hecho de que este partido utilizó todo el aparato del Estado para mantenerse en el poder: no dio marcha atrás para permitir la lista del PRNC, a pesar de los llamamientos internos e internacionales, impidiendo, por tanto la participación de una oposición real; acabó con los medios de comunicación críticos; creó una atmósfera de miedo (a expresarse o disentir); y, desde profesores en poblados remotos a militares, gendarmería, policía, todos trabajaron por la victoria del PPC o contra la traición a Camboya. Y aquí entra la “revolución de color” denunciada por el PPC, por la que entiende el supuesto complot de EEUU, la UE y otros países y organizaciones para derrocar al Gobierno de Hun Sen; y, criticar a Hun Sen, a su Gobierno o al PPC es una forma de traición.

Por el desprecio del Gobierno de Hun Sen a los derechos humanos y al imperio de la ley –a los que se debe por los Acuerdos de París de 1991 y por la Constitución de 1993, entre otros–, Camboya podría perder –si no pone en marcha medidas “creíbles y satisfactorias”– su acceso preferencial al mercado europeo.

El 5 de octubre, la comisaria de Comercio de la UE, Cecilia Malmström, anunció que la UE iniciaba el proceso que podría finiquitar el programa Everything But Arms (EBA, todo menos armas) para Camboya. Según esta iniciativa, cuyo objetivo es ayudar al desarrollo económico, traducido en la creación de puestos de trabajo, de “los países menos desarrollados”, las exportaciones de este país asiático pueden acceder al mercado comunitario libres de impuestos. El fin de estas preferencias podría costarle a Camboya en torno a 676 millones de USD anuales, unos 594 millones de euros (según datos filtrados a finales de 2017). Y es que, no hay que olvidar, la UE es el principal mercado al que exporta Camboya (si bien China se posiciona entre los mayores inversores en el país, y no pide la observancia de los derechos humanos). Y que el sector de la confección representa un 75% de todas las exportaciones a este bloque.

Según fuentes de la Comisión Europea consultadas por este medio, esta institución tiene algo menos de 12 meses para tomar la decisión final respecto a la retirada de las preferencias, manteniendo, entretanto y como hasta ahora, un canal de diálogo abierto, puesto que “el objetivo es mejorar la situación de la gente sobre el terreno”.

El sector de la confección representa un negocio de 5.000 millones de dólares USD (unos 4.393 millones de euros) para Camboya, y emplea a unas 750.000 personas (en un país con una población de algo más de 16 millones), principalmente mujeres.

En agosto, EEUU anunció una expansión de las restricciones de visados (iniciadas en diciembre de 2017) para todos los individuos que socavan la democracia camboyana.

En el interior del país, algunos apoyan la presión internacional: “Para que el Gobierno de Hun Sen respete los derechos humanos y la democracia, son necesarias sanciones. Efectivamente estas afectarán en el último estadio al trabajador, pero sólo por un corto periodo de tiempo. No obstante, esto conseguirá mejorar la condición de los trabajadores en el largo plazo. Creo que es mejor sufrir durante un corto periodo de tiempo y tener mejores condiciones para nuestros trabajadores, el respeto a los derechos humanos y a la democracia, que, por miedo a perder un trabajo en condiciones penosas, se siga como hasta ahora”, expone Rong Chhun.

Los que sienten en su bolsillo las consecuencias finales se muestran más cautelosos. Bora, uno de los trabajadores favorables a que la UE intervenga “para que así el Gobierno camboyano escuche” sus problemas “y los resuelva”, entiende que, si eso significa perder su empleo, la situación “sería muy difícil”.

“No podemos perder nuestros trabajos. No podemos dejar de trabajar, tenemos que ganar dinero. Tengo que criar a mis hijos, mantener a mi mujer, ayudar a mis padres…”.

Esta ha sido la baza de Hun Sen: avanzar su agenda de desarrollo cortoplacista ignorando las líneas rojas, seguro de que los socios occidentales no darían pasos que pudieran dañar al eslabón más frágil de la cadena, el trabajador. ¿Pero tendrán esas medidas algún impacto favorable sobre el respeto de los derechos humanos y el imperio de la ley? La impresión generalizada es que, como poco, todo va a seguir igual (aunque con posibles anuncios, de carácter cosmético y de cara a la galería, como los hechos en los últimos días, sin entrar en el fondo), y que la situación empeorará si el premier percibe que puede perder poder.

This article has been translated from Spanish.

Danielle Keeton-Olsen ha participado en la investigación de esta crónica. Interpretación y asistencia: Leng Len.

La presente crónica y el vídeo que la acompaña han sido posibles gracias a la financiación de Union to Union –una iniciativa de los sindicatos suecos–, y el apoyo de la Confederación Sindical Internacional.