Cuidado: amor frágil

Cuidado: amor frágil

“The range of possibilities is so huge that it’s difficult to make a choice. You know you will always find something better. The opportunity cost is very high. When you choose a partner, you’re renouncing being with many others.”

(Roberto Martín)
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El día que Masao Matsumoto y su esposa Miyako entraron en el Libro Guinness de los récords alguien les pidió que contaran su secreto.

Masao –con 108 años– y Miyako –con 100– acababan de convertirse en la pareja casada y en vida más longeva del mundo. Su romance empezó antes de la Segunda Guerra Mundial y desde entonces continuaron sumando años juntos. 81 años.

En agosto de 2018, el día que les hicieron entrega del certificado Guiness y un periodista les hizo la pregunta, Miyako contestó: “fue gracias a mi paciencia”.

Probablemente ya nadie le arrebate el récord a esta pareja. La paciencia no es una virtud de nuestro tiempo, como tampoco la vieja idea del amor para toda la vida. Las estadísticas están ahí para reventarnos el cuento de hadas: por cada dos matrimonios que se celebran en Europa, en algún otro rincón alguien está firmando su divorcio.

“La sociedad está cambiando. Frente al modelo romántico de la pareja –somos uno y eso no lo puede romper nada– ha surgido un nuevo modelo más individualista en el que las parejas son sumas de unidades, de tú y yo”, explica Luis Ayuso, sociólogo especializado en investigaciones sobre la familia. “Ahora cada uno tenemos nuestro espacio, nuestra identidad, nuestro tiempo, nuestro dinero. Y si la suma no funciona, no hay por qué seguir juntos”.

Y eso, a priori, debería ser bueno. Nuestras relaciones son más libres, más independientes, pero también –como advirtió el sociólogo polaco Zygmunt Bauman– más frágiles. Él acuño la expresión “amor líquido” para referirse a esos encuentros cada vez más breves y superficiales con los que hoy se relaciona el amor.

“La moderna razón líquida ve opresión en los compromisos duraderos”, afirmaba Bauman. Por eso, sustituimos la calidad de los vínculos por la cantidad.

Él lo dijo en 2003 y no andaba equivocado. Ahora mismo, aplicaciones como Tinder permiten experimentar la posibilidad del amor con solo deslizar un dedo y las opciones son ilimitadas. Cientos de perfiles se despliegan a modo de escaparate a la espera de un deslizamiento a la derecha –un sí– o a la izquierda –un no–. Un sistema sencillo e inmediato, como cualquier otro modelo de consumo en internet: elegir una película, elegir un dispositivo electrónico, elegir comida china, elegir un amor quizá tan obsolescente como el propio teléfono móvil que lo sostiene.

El mercado de las emociones

Una pareja se conoce en un bar. Tras unos primeros minutos de conversación, ambos pulsan un dispositivo informático y aparece una cifra: 12 horas. La fecha de caducidad que tendrá su relación. La historia corresponde a uno de los capítulos de la serie de ciencia ficción Black Mirror. Pero, como toda distopía, tiene mucho de verdad.

Hoy el 41% de los solteros en internet utiliza aplicaciones o webs de citas. La mayoría son hombres (65%) por debajo de los 30 años, aunque el sistema también despierta interés por encima de los 60. En el caso de Tinder, la plataforma ha superado los 51 millones de usuarios y está presente en 190 países. Cada día registra 1.600 millones de swipes (o deslizamientos para aceptar o rechazar a un candidato). El mercado es salvaje.

“Hay un catálogo tan grande de posibilidades que es difícil concretar. Sabes que siempre encontrarás algo mejor”, cuenta Francesc Núñez, profesor de Artes y Humanidades en la Universitat Oberta de Catalunya. “El coste de elección es muy alto, cuando elijes una pareja estás rechazando estar con muchas más”.

Como definió la socióloga Eva Illouz, nos hemos convertido en “tontos hiperracionales”, seres acostumbrados a calcularlo todo en función del coste-beneficio, incluidas las emociones. “Es la condición del individuo moderno”, insiste Núñez, “siempre pensando que existe una vida mejor”.

No obstante, la tecnología no es la culpable de la fragilidad del amor. Como indica Ayuso, “es la sociedad la que cambia y se vale de las nuevas tecnologías para hacerlo más rápido”.

El amor moderno tiene más que ver, según él, con el individualismo o con el hecho de que haya menos control social. También con el cambio de rol de la mujer, para quien el amor romántico no fue ninguna panacea. Aunque Bauman nunca lo explicó, si de algo dependía la “solidez” de las viejas relaciones era precisamente del sacrificio y la absoluta abnegación de ellas.

Atrapados en el amor romántico

Zygmunt Bauman diagnosticó hace ya 16 años la muerte del amor romántico, pero, en realidad nunca hubo un cambio tan radical. “Estamos socializados en el amor romántico y éste sigue orientando nuestra manera de pensar y expectativas. Ahora se cuestiona más, pero no estamos para nada libres de él”, explica Jenny Cubells, profesora de Psicología Social en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) donde imparte talleres sobre violencia de género.

Curiosamente, cuando pregunta a sus alumnos, ellos dicen aspirar “a un amor para siempre” pero admiten mantener relaciones cortas, con poco compromiso. Pura contradicción.

“Quieren compromiso y confianza, pero al mismo tiempo les cuesta mantenerse en una relación porque se aburren o, cuando pasa el enamoramiento, empiezan a fijarse en otras personas. Todo esto les genera incongruencia y malestar”.

Aún estamos en un momento de transición. Incluso la propia tecnología –a la que se acusa de contribuir a la liquidez– muchas veces se usa para todo lo contrario, para reforzar el viejo mito del amor posesivo. Según un estudio del Pew Research Centre, el 27% de los adolescentes utiliza las redes sociales para controlar a su pareja.

No hemos avanzado tanto, ni siquiera en el sexo. “Aunque haya más acceso a portales donde conectar con otras personas, no hemos salido del concepto de amor romántico que nos contaban nuestros abuelos. Sigue habiendo mucha represión”, asegura la sexóloga Natalia Urteaga.

“Tiene que ver con la autoestima”, añade la psicóloga y sexóloga Marta Ortega, “detrás del amor liquido puede estar la inseguridad personal, el hecho de no sentirnos capaces de mantener un vínculo con otra persona”.

Y en medio de este tránsito, surgen alternativas como el poliamor. Esto es, mantener relaciones amorosas y/o sexuales con varias personas, con el consentimiento de todas. De partida este modelo pretende ser más honesto que el monógamo –el 42% de los usuarios de Tinder, en realidad, tiene pareja–, pero tampoco resulta perfecto.

“La no exclusividad es compatible con el compromiso. Se puede amar con intensidad y compromiso a varias personas”, explica Giazú Enciso, doctora en Psicología Social Crítica e investigadora sobre poliamor. “Pero el poliamor actualmente tiene fallos. También nos puede llevar a consumir personas”, reconoce.

Otro riesgo del poliamor es acabar repitiendo los mismos estereotipos del amor romántico. Como señala la profesora Cubells, “hay mujeres poliamorosas, pero lo que más encontramos son hombres con más de una relación. Esto al final mantiene la desigualdad entre lo masculino y femenino”.

Amor precario, vidas precarias

Son malos tiempos para los curas y los funcionarios del registro civil. Desde 1965 la tasa de matrimonios en la Unión Europea se ha desplomado a la mitad. Actualmente se registran 4,3 uniones por cada 1.000 habitantes –hace 50 años eran 7,8–. El descenso es generalizado en todos los países, incluidos en los más católicos, donde sin excepción las parejas se casan menos y se casan tarde. La media en España, por ejemplo, supera los 37 años.

Esto no significa el fin del amor, simplemente el matrimonio ya no es una institución sagrada. “Hoy se forman menos parejas estables que antes, pero las pocas que dan el paso son fuertes”, defiende Albert Esteve, director del Centro de Estudios Demográficos de la UAB.

En contra del pesimismo de Bauman, Esteve sostiene que quizá el amor líquido pueda ayudar, a la larga, a construir un amor más duradero. “Las parejas que se forman hoy en países donde la gente puede escoger libremente, controlar los tiempos, separarse cuando quiera, poner a prueba a varios candidatos antes de elegir, quizá sean parejas de más calidad que antes”.

Otra cuestión es si todas las parejas disponen de la misma “libertad”. Anna Garriga, investigadora de Ciencias Políticas y Sociales en la Universidad Pompeu Fabra plantea una pregunta: ¿Y si la fragilidad del amor y la precariedad son dos caras de un mismo problema?

Por ejemplo, en todos los países está aumentado la cohabitación –vivir en pareja sin estar casados– con hijos, pero ha ocurrido un curioso cambio de tendencia. “Antes eran las personas con alto nivel educativo las que tenían más posibilidades de ser madres cohabitando sin casarse. Ahora son las mujeres con menos nivel educativo”, advierte Garriga.

Y ocurre lo mismo con las rupturas. “A menos nivel educativo más cohabitas y más te separas. Poco a poco vamos viendo la relación entre precariedad y aumento de la inestabilidad familiar”. Es así como la vida moderna –y precaria–, de tan líquida, acaba haciendo aguas: Cómo imaginar un amor “para toda la vida” cuando el trabajo o la vivienda no lo es.

This article has been translated from Spanish.