Cultivar alimentos para cosechar futuro: Argentina planta cara al modelo agroindustrial

Cultivar alimentos para cosechar futuro: Argentina planta cara al modelo agroindustrial

Vivimos en un mundo que sobreproduce comida, y “el problema es que lo que se produce es para alimentar un negocio que es muy bueno en vender cosas comestibles y muy malo en alimentar a la gente”.

(EU-EP/Frederic Maigrot/REA)

En 2016, Marcos Filardi emprendió un viaje iniciático: durante un año recorrió 260 localidades por toda la geografía argentina y mapeó diferentes iniciativas relacionadas con la soberanía alimentaria que se estaban produciendo en los territorios. “La primera reflexión que me dejó el viaje es que me encontré mucho más de lo que me había imaginado; y si hoy, tres años después, volviera a hacerlo, serían muchas experiencias más”, afirma este abogado especializado en derechos humanos y soberanía alimentaria.

Argentina es, tal vez, uno de los países del mundo donde el modelo del agronegocio se ha instalado con más fuerza: el 60% de la superficie cultivable del país ha sido acaparado por la soja transgénica, esa que inventó la multinacional Monsanto y que es resistente a los agroquímicos a base de glifosato.

Sin embargo, o tal vez por eso mismo, Argentina es, también, un laboratorio donde florecen resistencias: “Unas, de ‘frente al monstruo’, como las comunidades que luchan contra las fumigaciones o que tratan de frenar la expansión de la frontera del agronegocio; otras, ‘de espaldas al monstruo’, construyendo algo nuevo o recuperando lo que ya existía”, dice Filardi. La metáfora la toma de Jonathan Nossitter, cineasta fascinado con la viticultura “natural” y autor del libro Insurrección cultural. En esa obra cuestiona, entre otras cosas, que nos hayamos resignado a que lo “normal” sea utilizar pesticidas: “un modelo tóxico-dependiente que destruye los suelos y la diversidad y que enferma los cuerpos”, asegura Filardi.

Entre las experiencias que encontró el abogado en su viaje destacan algunas de producción agroecológica extensiva, que reivindican que la agroecología no tiene que resignarse a ser una pequeña huerta en el patio trasero de la casa o en la escuela, sino que puede darse también en amplias extensiones. Una iniciativa pionera es Guaminí. En esta, un grupo de productores se agrupó para producir trigo agroecológico; el municipio puso a su disposición un molino con fondos públicos, y venden harina agroecológica por debajo del precio de mercado. Combaten así uno de los mitos más arraigados: que los alimentos agroecológicos deben ser más caros y, por tanto, sólo los bolsillos más pudientes pueden acceder a alimentos saludables.

Entre las iniciativas de comercialización alternativas al modelo dominante de los supermercados y grandes superficies, han florecido cooperativas de consumo, ferias francas en las que el productor se encuentra cara a cara con el comensal –un término que desde estas ‘resistencias’ se prefiere al consumidor–, e incluso siembras comprometidas, en las que un grupo de comensales urbanos planifican el cultivo conjuntamente con el productor.

“El mercado es mucho más que el lugar de encuentro de la oferta y la demanda: es toda una trama de sentidos lo que ahí se teje; y cuando el comensal toma la azada y siente el dolor de cintura después de un día de trabajo en el campo, te aseguro que no va a regatear el precio de las verduras”, afirma Filardi.

Una de las modalidades de comercialización –destinadas a eliminar intermediarios– que más han proliferado en las grandes ciudades en los últimos años es la venta directa de bolsas de frutas y verduras. Pueblo a Pueblo es una iniciativa del MTE Rural, perteneciente al Movimiento de Trabajadores Excluidos. “Pueblo a Pueblo parte de la necesidad de evitar la larga cadena de intermediarios en el mercado convencional, que a veces les paga a las familias productoras por debajo de los costos de producción”, explica Pablo Aristide, uno de los organizadores. “Los productores preparan bolsones de unos cinco kilos que se llevan a distintos puntos de la ciudad, donde son recogidos en los días convenidos. Esto ha hecho que las familias productoras tengan que organizarse en grupo para tomar decisiones sobre el precio y composición de los bolsones, lo que implica cambios interesantes, al pasar a una forma más colectiva de trabajo”, añade.

Las experiencias “de espaldas al monstruo” conviven con las resistencias que se enfrentan cara a cara con el modelo hegemónico. El mapeo de las iniciativas que hizo Filardi en su viaje sirvió, sobre todo, para tejer redes entre estos actores, muchos de los cuales participan de las Cátedras Libres de Soberanía Alimentaria que florecen en todo el territorio nacional. A ese tejido en red se sumó, desde noviembre del año pasado, la Red de Abogadas y Abogados por la Soberanía Alimentaria (REDASA), que nació en Buenos Aires con participantes de Uruguay, Brasil, Bolivia, Honduras y Argentina, con el objetivo de conectar a juristas que trabajan temas de soberanía alimentaria desde diferentes ángulos: tanto el litigio como la investigación o el asesoramiento legislativo. Pretenden, ahora, ayudar a tejer redes similares en Asia y África, así como una red global. Porque, aunque las soluciones desde los territorios son locales, los problemas que enfrentan son globales.

El hambre como argumento legitimador

Desde la Revolución Verde, cuando, entre los años 50 y 60 del pasado siglo comenzó a expandirse el uso de pesticidas y herbicidas para aumentar la productividad de las cosechas, acabar con el hambre ha sido el argumento central para legitimar un modelo agrícola que, a partir de los años 80, se configuró como agronegocio o agribusiness, con creciente protagonismo de las finanzas y una acelerada corporativización del sector. La idea que se traslada es que sería utópico pensar que, a partir de iniciativas como las que conoció Filardi en su viaje, se pueda alimentar la población de las grandes ciudades.

“El sistema agroalimentario está controlado por un puñado de corporaciones a nivel global: las cinco cerealeras que monopolizan la comercialización de granos, las cuatro empresas químicas que concentran el mercado de agrotóxicos, fertilizantes y semillas; las ocho o diez corporaciones de la industria agroalimentaria, los cinco gigantes de la distribución, las siete petroleras”, resume Filardi. El problema, entonces, nunca fue de producción, sino de distribución y acceso a los alimentos; es decir: no es una cuestión técnica, sino política. Lo demuestra el desperdicio de alimentos: según la FAO, cada año 1.300 millones de toneladas de comida acaban en la basura, un tercio de la producción total. Y buena parte de la extensión que se dedica al monocultivo se destina a otros usos diferentes a los del consumo humano, como la fabricación de agrocombustibles.

“Lo utópico es pensar que este sistema agroindustrial pueda tener un futuro. Vivimos en un mundo que sobreproduce cosas, y también se sobreproduce comida; el problema es que lo que se produce es para alimentar un negocio que es muy bueno en vender cosas comestibles y muy malo en alimentar a la gente; un modelo que necesita ingredientes baratos para ultraprocesarlos y disfrazarlos de una falsa variedad que no tienen ni el campo, ni los estantes del supermercado ni las mesas de las casas”, argumenta la periodista argentina Soledad Barruti, autora del libro Mala leche. El supermercado como emboscada (Planeta, 2018). “Esa mentira estalla sobre los cuerpos en forma de enfermedades y arrasa con los territorios en Latinoamérica, que es un paraíso de diversidad genética”, añade.

Otra pregunta diferente es si pueden coexistir el modelo agroindustrial y el agroecológico. Responde Filardi: “No, un modelo se come al otro, primero por el avance de la frontera y los conflictos que eso conlleva, pero también porque lo torna inviable fácticamente: si mi vecino planta maíz transgénico, me contamina todo”. El viento y el agua poco saben de fronteras.

Un ejemplo paradigmático es el campo de La Aurora, 670 hectáreas de manejo agroecológico al sur de la provincia de Buenos Aires, donde no se aplican agrotóxicos desde hace 27 años; sin embargo, cuando se analiza el campo se encuentran residuos de glifosato y otros agrotóxicos que, explica Filardi, “le llegan por el agua de lluvia, la filtración, la escorrentía”. Sí, también por el agua de lluvia: el año pasado, científicos del Comité Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) demostraron la presencia de glifosato y otras sustancias tóxicas en muestras de agua de lluvia recogidas en las provincias de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires.

La salida del modelo no puede ser individual. “La alimentación es un hecho colectivo: se puede actuar a nivel individual, pero esas acciones tendrán corto recorrido. Esto es evidente cuando tenemos hijos: si no queremos que coman ultraprocesados, tendremos que sostenerlo con mucha convicción, y, aun así, lo pagará el hijo, que terminará siendo el raro. Además, los impactos de ese modelo nos afecta aunque no participemos de él: el riesgo de resistencia a los antibióticos que generan los abusos de la ganadería industrial nos afecta a todos, aunque no comamos ese pollo o esa vaca”, expone la autora Soledad Barruti.

“Argentina es el segundo país en exportación de [productos] orgánicos [ya sean frutas y verduras o cárnicos –con una producción ganadera que se concentra en la Patagonia–]. Y todo eso se exporta en desmedro de la calidad de nuestra alimentación, [es decir, que] la vaquita orgánica es ajena”, sentencia Filardi. El abogado especializado en derechos humanos y soberanía alimentaria se refiere a las palabras con las que el cantautor Atahualpa Yupanqui resumió la colonización del poder económico en dos versos implacables: “Las penas son de nosotros / Las vaquitas son ajenas”.