De Canadá a Australia, pasando por Brasil, los pueblos indígenas se juegan su supervivencia frente a la pandemia

De Canadá a Australia, pasando por Brasil, los pueblos indígenas se juegan su supervivencia frente a la pandemia

In the Amazon, the members of this Indigenous community make their own face masks. Meanwhile, the nearby metropolis of Manaus has been very hard hit by the virus. Its mayor, overwhelmed by the crisis, launched an appeal for international aid on 2 May 2020.

(Alex Pazuello/Prefeitura de Manaus)

Hace un mes, conforme se cernía sobre ellas la amenaza de contaminación por el nuevo coronavirus, unas veinte comunidades amerindias de varios estados de Brasil se adelantaron espontáneamente a las medidas gubernamentales. Ellas mismas bloquearon el acceso a su territorio atravesando troncos de árboles en las carreteras y apostando centinelas en un intento de aislarse de cualquier visitante externo.

Los pueblos indígenas de todo el mundo, cuyas condiciones de vida suelen ser más precarias que las del resto de la población y con factores de riesgo sanitario mucho más altos, saben que cuando se enfrentan al virus Sars-Cov-2 (que provoca la enfermedad COVID-19), contra el que las demás poblaciones tampoco están inmunizadas, se juegan su propia supervivencia y la de su cultura. A esta situación se añade el hecho de que a veces solo pueden contar con el apoyo parcial de las autoridades nacionales.

En Canadá, por ejemplo, “las comunidades han reaccionado rápidamente para asegurar su aislamiento e instalar garitas para evitar la salida o entrada de cualquier persona”, señala Marjolaine Sioui, directora ejecutiva de la Comisión de Sanidad y Servicios Sociales de las Primeras Naciones de Quebec y Labrador. En la Isla del Príncipe Eduardo, solo los residentes y los trabajadores esenciales pueden ingresar a la reserva Mi’kmaq de la Isla Lennox. En Manitoba, la Primera Nación Opaskwayak Crie fue más lejos al adoptar una moción para expulsar a los residentes que persisten en desobedecer las reglas de distanciamiento físico, especialmente aquellos que organizan reuniones de más de 10 personas, como fiestas en casa, o los que venden drogas ilícitas.

El jefe Christian Sinclair señaló que estas personas “recibirán un aviso de expulsión cuando se levante el estado de emergencia de la Primera Nación”.

Resultado: el 10 de mayo, de los más de 68.000 casos de personas infectadas con el nuevo coronavirus, el número entre las Primeras Naciones ascendió solamente a 175 (y 2 muertes). Sin embargo, Sioui se interroga sobre la fiabilidad de las cifras [que, además, no incluyen el número entre las comunidades inuit, N. del A.*].

En todo caso, estas decisiones reflejan la ansiedad que existe entre los pueblos nativos de Canadá, quienes son más vulnerables a las enfermedades infecciosas debido a sus “determinantes socioeconómicos”, según Marc Miller, ministro de Servicios indígenas. Las altas tasas de diabetes e hipertensión se ven agravadas por la desnutrición, la inseguridad alimentaria y la exposición a contaminantes ambientales, “con implicaciones importantes para la eficacia de la respuesta inmune”, se alarman 90 científicos canadienses en una carta abierta al Gobierno de Trudeau, publicada el 7 de abril. En una entrevista con Equal Times, Malek Batal, investigador de nutrición de la Universidad de Montreal y firmante de la carta, no duda en hablar de “profunda inequidad” entre los indígenas y los demás canadienses.

Racismo sistémico e instrucciones de protección difíciles de aplicar

Las comunidades indígenas, a menudo alejadas de los centros urbanos, también dependen de una compleja cadena de suministro que es motivo de preocupación debido a la escasez de alimentos frescos. “Para combatir el virus se necesita un sistema inmunitario sano, lo que es imposible si existe desnutrición”, afirmó Malek Batal. “Los alimentos frescos se agotan rápidamente”, coincide Kaitlynn Hester-Moses, gran jefa del Consejo de Jóvenes de la Nación Crie en Quebec. Con la intención de hacer frente a la emergencia, el Gobierno de Trudeau anunció una ayuda de más de 400 millones en dólares canadienses (264 millones de euros, 286 millones de USD) para los 1,6 millones de indígenas, especialmente destinados a la salud pública y la seguridad alimentaria.

Los pueblos indígenas también subsisten “en algunas de las condiciones de vivienda más extremas del país”, escriben los científicos en la carta abierta, refiriéndose al moho, la falta de ventilación y el hacinamiento. “No es raro ver de 7 a 10 personas viviendo bajo el mismo techo”, agrega Marjolaine Sioui. “Los casos positivos son aislados en casas separadas”, indica la joven jefa Kaitlynn Hester-Moses y menciona “de 5 a 6 casos” entre los 20.000 indígenas de la nación Cri de su comunidad.

Las reservas indígenas también deben velar por el cumplimiento de las regulaciones sanitarias en su territorio, pero algunas carecen de fuerza policial. En Abitibi, la Primera Nación de Long Point solicitó sin éxito la ayuda de Ottawa para mantener el orden.

En Waskaganish, el Consejo de Jóvenes de la Nación Cri publicó varios desafíos en línea para alentar a los jóvenes a quedarse en casa “al tiempo que se divierten”, comentó a Equal Times la jefa Hester-Moses.

Más al norte, los inuit de Nunavik cuentan desde principios de abril con el apoyo de los guardabosques de las Fuerzas Armadas canadienses estacionadas en la región para la instalación de infraestructuras médicas. En esta región, existen solamente dos hospitales, sin capacidad de reanimación, para 12.000 inuit repartidos en 14 pueblos, que se conectan solamente por avión. Tras la aparición de dos casos se emitió una orden de confinamiento para todas las comunidades.

Además de sus dificultades sanitarias y materiales, existe también un “racismo sistémico”, según los autores de la carta. A principios de abril, se denegaron las pruebas a dos miembros de la Primera Nación Innu que presentaban síntomas de la enfermedad, quienes volvieron a sus comunidades para finalmente ser confirmados positivos. En términos más generales, Ottawa no informa a las comunidades sobre la presencia de casos positivos entre sus habitantes, y se contenta con dar cifras por provincia. Se solicitaron pruebas después del anuncio de un brote en Alert Bay, cerca de Vancouver, pero el Gobierno federal se negó a hacerlas escudándose en la necesidad de confidencialidad. Algunos lo ven más bien como una falta de confianza en los indígenas. Malek Batal describió esta situación a nuestro medio como “una incomprensión fundamental entre los pueblos indígenas y el resto de los canadienses” y subrayó la necesidad de un “diálogo para encontrar soluciones a escala local”.

Cuando el hospital más cercano se encuentra a 600 kilómetros de distancia

En Australia, la situación de los pueblos indígenas presenta muchas similitudes con Canadá. Tras las primeras alertas el mes de marzo, los estados y territorios de Australia cerraron sus fronteras y prohibieron el acceso a las comunidades indígenas. Por ejemplo, en el condado indígena de Yarrabah, ubicado junto a la gran barrera de coral en el norte de Queensland. “Los militares velan por que entren en la zona solo los residentes, la policía, los trabajadores sanitarios y las escuelas”, asegura Jason Agostino, médico general comunitario y asesor médico de la NACCHO (la organización nacional de la salud controlada por las comunidades indígenas). “Sin embargo, nos preocupa que el virus llegue hasta aquí. La ciudad de Cairns, que se encuentra a una hora por carretera, ya cuenta con 30 casos, muchos de ellos indígenas que viven en la ciudad y mantienen lazos familiares con Yarrabah”, comentó.

No cabe duda de que el coronavirus preocupa a las autoridades y líderes indígenas, pese a que la enfermedad sigue manteniéndose bajo control en el país, con solo 6.964 casos de contagio y 97 fallecimientos. Aun así, ya se cuentan 55 casos de indígenas e isleños del estrecho de Torres [el otro grupo étnico indígena de Australia, que vive en el extremo norte de la isla], infectados por el nuevo coronavirus. No obstante, ninguno de los 120.000 habitantes de las zonas apartadas se ha visto afectado todavía.

Varias asociaciones sanitarias indígenas han señalado que la epidemia sería “devastadora” en caso de afectar a los pueblos indígenas aislados, que a veces viven a cientos de kilómetros de distancia de un hospital.

Los indígenas, ya considerados poblaciones “vulnerables”, suelen tener una esperanza de vida ocho años más corta que el promedio nacional y viven mayores situaciones de pobreza. La mitad de estas poblaciones padecen enfermedades crónicas, tales como la diabetes, insuficiencia renal o enfermedades cardiovasculares.

Por otro lado, una de cada ocho personas indígenas vive en condiciones de hacinamiento, según un informe del Instituto Australiano de Salud y Bienestar, lo que aumenta el riesgo de propagación del virus.

“Es un problema grave y que existe desde hace mucho tiempo”, explica Kyllie Cripps, indígena de Pallawa y profesora de la Universidad de Nueva Gales del Sur. “Algunos no pueden pagar un alquiler, o no hay suficientes viviendas disponibles para todos en otras zonas. Un hogar típico puede constar de 10 personas y, con esta crisis, hay regiones en las que pueden encontrarse hasta 30 personas en la misma vivienda”.

En el centro del país, en medio del desierto, la zona protegida indígena Anangu Pitjantjatjara Yankunytjatjara (APY) alberga 12 comunidades repartidas en 100.000 kilómetros cuadrados, tres veces el tamaño de Inglaterra. Los residentes hablan principalmente la lengua local, el pitjantjatjara, y algo de inglés. “Todo el mundo ha entendido que el virus es un problema grave y se respeta el distanciamiento físico, especialmente en las pocas tiendas que tenemos”, explica Richard King, director general de los territorios APY, donde viven unas 2.300 personas. En caso de complicación, el hospital más cercano está a una distancia de 600 kilómetros, en Alice Springs. Sin embargo, el Gobierno facilitó una subvención de 50 millones de dólares australianos (30 millones de euros, 33 millones de USD) para permitir la evacuación de los habitantes de las zonas rurales en todo el país.

Brasil: la imposibilidad de controlar el territorio

La extensión de su territorio representa un desafío adicional para Brasil. Con más de 800.000 personas reconocidas como pueblos indígenas según la FUNAI (Fundación Nacional del Indio), esparcidas en más de 100 millones de kilómetros cuadrados, la protección de estos pueblos es un desafío imposible para las autoridades brasileñas, especialmente para aquellos que viven en el corazón de la selva tropical. De acuerdo con un estudio realizado por investigadores del Instituto de Investigación en Salud Pública (Fiocruz) y la Fundación Getulio Vargas, el 34% de esta población vive en zonas con alto riesgo de contaminación.

Este riesgo concierne, por ejemplo, a los grupos que habitan tierras indígenas cerca de centros urbanos. La gran dependencia de la ciudad hace que resulte casi imposible mantener una barrera sanitaria para proteger estos pueblos. Además, “algunas comunidades viven en zonas muy pequeñas, sin acceso a instalaciones básicas de saneamiento, lo que aumenta el riesgo de contagio”, explica la antropóloga Tatiane Klein, también investigadora del Centro de Estudios Amerindios de la Universidad de São Paulo (USP). Las organizaciones indígenas advierten, como en otros lugares, contra un mayor riesgo de mortalidad debido a la vulnerabilidad socioepidemiológica. “Su estilo de vida sumamente comunitario también los expone al peligro”, advierte el médico y coordinador del proyecto Xingu de la Universidad Federal Paulista (Unifesp), Douglas Rodrigues.

Por otro lado, las invasiones de tierras indígenas, legalmente protegidas, también representan un gran riesgo de contaminación para grupos indígenas voluntariamente aislados o de contacto inicial. En tiempos normales, el acceso a estos territorios está sujeto a una autorización emitida por la FUNAI, particularmente en lo que se refiere a los criterios de salud. Sin embargo, muchos mineros y madereros ilegales, o evangelistas misioneros, no respetan estas reglas. Se estima que solo en el territorio yanomami, en la Amazonía, viven por lo menos 20.000 garimpeiros, buscadores de minerales, que son vectores incontrolables de transmisión. Fue precisamente allí donde se produjo el segundo fallecimiento de una víctima indígena de la enfermedad COVID-19, Alvanei Xirixana, un yanomami de 15 años.

A juicio del doctor Douglas Rodrigues, si el nuevo virus llega a las poblaciones más aisladas, podrían desaparecer grupos étnicos completos sin que los científicos se enteren.

“El peor de los casos sería repetir lo que ya hemos visto en tiempos pasados, cuando los indígenas americanos fueron diezmados por grandes epidemias. La gran perdedora será la humanidad entera, porque los indígenas tienen un profundo conocimiento del medio ambiente, lo que corre el riesgo de perderse para siempre”, lamenta.

Actualmente, la propagación de la epidemia en Brasil está tomando una vía inquietante, debido a una gestión inconsecuente del Gobierno de Bolsonaro y una coordinación desordenada entre las autoridades federales y locales. El número de fallecimientos a causa de la enfermedad ha superado los 12.400. El país cuenta con más de 178.000 personas infectadas con el nuevo virus, y aún no se ha alcanzado el “pico” de contaminación. Según la Secretaría Especial de Salud Indígena, que depende del Ministerio de Salud, entre los pueblos indígenas, existen más de 300 casos confirmados de contaminación en 34 grupos étnicos y alrededor de 77 fallecimientos.

Aun cuando esta Secretaría especial, que recientemente ha sufrido recortes presupuestarios, ha adoptado un plan de emergencia para la evolución de la pandemia en tierras indígenas, Tatiane Klein cree que deben tomarse medidas más firmes. “[Su protección] está garantizada por la Constitución. Pero cuando se trata de una cuestión de salud, los indígenas siempre son los últimos en ser tomados en cuenta”. Para Carolina Santana, del Observatorio de los derechos humanos de los pueblos indígenas voluntariamente aislados y en contacto inicial (OPI), hace falta un protocolo diferenciado y adaptado para tratar la enfermedad entre las poblaciones indígenas. El doctor Gabriel Mantovani, quien consulta en el dispensario de tierra guaraní de Tenonde Porã, en la aglomeración de São Paulo, subraya que no hay pruebas para tratar los numerosos casos sospechosos en el pueblo. “Las pruebas masivas nos ayudarían a centrar nuestro trabajo en los casos positivos para aislarlos”, afirma. Brasil, de hecho, es uno de los países que realiza la menor cantidad de pruebas en el mundo y donde el número de casos no detectados es muy importante.

En la situación de emergencia ante la pandemia, los gobiernos no siempre tienen en cuenta a todos los pueblos, ni aplican medidas específicas. Es por eso que la presidenta del Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas de la ONU, Anne Nuorgam, recordó a los Estados Miembros la necesidad de mantener bien informadas a los 472 millones de personas pertenecientes a los pueblos indígenas (el 6,2% de la población mundial), particularmente en su propia lengua, así como conceder prioridad a programas y protocolos de protección específicamente destinados a ellas.

En una nota de orientación, el Foro reitera que “también es importante reconocer que los pueblos indígenas son socios indispensables en la lucha contra la pandemia. Ellos cuentan con instituciones de gobernanza y conocimientos tradicionales para proteger la biodiversidad, incluyendo sistemas propios de salud y alimentación, que pueden contribuir enormemente a construir respuestas exitosas de emergencia y recuperación ante la COVID-19”.

*Nota del autor.

This article has been translated from French.

Participaron en la realización de este artículo los periodistas Mayra Castro (Brasil), Lilas-Apollonia Fournier (Australia), Laurent Rigaux (Canadá).