De la ciudad productiva a la ciudad amable: el nuevo urbanismo que quiere cambiar el mundo

De la ciudad productiva a la ciudad amable: el nuevo urbanismo que quiere cambiar el mundo

Taking inspiration from the philosophy of US urbanist Jane Jacobs, Adriana Linde organises urban walks in Malaga, Spain, inviting people to rediscover the city, by walking its streets in a conscious way, and to join the ‘sidewalk ballet’.

(María José Carmona)
News

Fueron desapareciendo poco a poco de las calles. De manera tan sutil que nadie se alarmó. Se les confinó en lugares acotados, cautivos por su propia seguridad, mientras su rastro se iba borrando silencioso del paisaje común. Compruébelo, haga memoria, ¿hace cuánto que no ve a un niño jugando sobre la acera?

“Los niños han perdido la ciudad” advirtió en los años 90 el pedagogo italiano Francesco Tonucci cuando los estudios sobre movilidad y autonomía infantil comenzaban a evidenciar esta lenta desaparición. La sobreprotección, la dictadura de los automóviles, el diseño y el ritmo de las ciudades les arrebató su derecho a caminar libres, a caminar solos. “Hay estudios que demuestran que los niños han perdido metros de movimiento en su espacio cotidiano”, reconoce hoy la psicóloga social Ana Paricio y añade: no son los únicos.

La calle es de todos, dicen, pero los niños ya solo la miran desde lejos, desde la ventanilla del coche que les lleva a la escuela o desde la tranquilidad de unos parques permanentemente vigilados.

La calle es de todos, pero hay mayores que viven encerrados en casa porque sus propios barrios se han convertido en un desafío para sus cuerpos, hay personas con movilidad reducida que no acuden a espacios públicos porque no pueden entrar, hay mujeres que a ciertas horas dejan de pasar por ciertas calles porque no hay luz, porque dan miedo. ¿La calle es de todos?

Claramente no, responde Paricio. Existe un error de base, un fallo en los cimientos que se remonta a 50 años atrás cuando esas mismas calles fueron pensadas para una única función –el trabajo– y un solo tipo de persona –quienes entonces trabajaban–: “hombre blanco, de mediana edad, con buena salud y vehículo privado”. Esa fue la medida. La única misión de la ciudad entonces era facilitar el tránsito del trabajador a la oficina –abriendo largas avenidas, estrechando las aceras–, aunque eso significara convertirla en un lugar impracticable para todos los demás.

Muchos de los grandes retos de hoy tienen que ver con ese viejo diseño, con las personas que están dentro y fuera de las calles: la soledad, la desigualdad, la calidad de vida, la violencia. Corregir la anatomía de las ciudades –hacerlas más amables e inclusivas– se ha convertido en uno de los objetivos de Naciones Unidas y en la obsesión de las nuevas generaciones de arquitectos y diseñadores urbanos empeñadas, ahora sí, en reconstruir las calles para las personas, no contra ellas.

Ciudades que cuidan

Más de la mitad de la población mundial vive hoy en ciudades y la proporción alcanzará el 70% en 2050. Para entonces, una de cada seis personas tendrá más de 65 años. Una razón más que suficiente para rediseñar las calles a la medida de todos.

“Las ciudades hoy por hoy son hostiles para las personas que envejecen”, afirma Elena del Barrio, gerontóloga de la Fundación Matia. Faltan ascensores, faltan asientos y aseos públicos en la calle, faltan aceras más anchas, semáforos más lentos, faltan espacios para pasear, para reunirse, para sentirse menos solos. “Todo esto reduce el límite de lugares donde estas personas se pueden mover. Hace que se recluyan en casa”.

Si no diseña de manera correcta, advierte la Organización Mundial de la Salud, la ciudad puede acabar siendo un elemento creador de discapacidad y esto no solo depende de las barreras arquitectónicas. Como explica Del Barrio, “la convivencia también es muy importante, que los vecinos nos conozcamos y nos cuidemos”.

Entender lo comunitario, la red vecinal, como un elemento clave de la vida en la ciudad es precisamente la propuesta que se hace desde el urbanismo con perspectiva feminista. Pensar en calles que sirvan para cuidar y no sólo para llegar antes al trabajo.

Calles que hagan más fácil todos esos pequeños desplazamientos que conforman la vida cotidiana –la compra, la salud, el acompañamiento de niños y mayores– y que mayoritariamente protagonizan las mujeres.

“Debemos conseguir que la ciudad tenga los tiempos y los espacios que hagan todo más sencillo y amable. Que tenga equipamientos cercanos, que la movilidad pueda ser a pie o en transporte público, que el tráfico tenga la velocidad más controlada, que las aceras sean accesibles y seguras, que las salidas de la escuela estén protegidas”, explica Ana Paricio, también autora del Manual de urbanismo y vida cotidiana del Ayuntamiento de Barcelona.

Hablamos de cambios pequeños pero decisivos –insiste– porque marcan la diferencia entre la ciudad vivible y la ciudad productiva y a contrarreloj.

Ciudades vivas

Sin niños “la ciudad está enferma”, afirmó en los 90 Francesco Tonucci, pero treinta años antes una mujer estadounidense ya había diagnosticado con detalle esta misma dolencia silenciosa.

Se llamaba Jane Jacobs y, sin ser arquitecta, fue la primera en señalar ya en 1961 los males de ese urbanismo ortodoxo parapetado en los despachos, ajeno a la gente. Su libro –hoy reverenciado por las nuevas generaciones de arquitectos– se tituló Muerte y vida de las grandes ciudades porque venía a advertir precisamente sobre eso: sobre calles inertes, paseos sin paseantes, urbanizaciones convertidas en “milagros de la monotonía”, barrios divididos y etiquetados según su función y precio.

La única manera de evitar el último suspiro de una ciudad –decía Jacobs– era recuperar lo que ella llamó “el ballet de las aceras”, ese baile continuo de personas diferentes que entran y salen, se mueven, charlan, juegan en el espacio público. Las calles necesitan vida –defendía la activista– porque favorece el contacto con los demás y eso las hace más seguras.

“Ella decía que el barrio tenía que ser vivido. Por eso son tan importantes los pequeños negocios donde la gente compra a diario. Ellos aportan vivacidad”, cuenta Adriana Linde, una de los miles de seguidoras que Jacobs tiene hoy en todo el mundo. Organizados a través de colectivos como la asociación Jane’s Walk promueven paseos urbanos para redescubrir la ciudad, caminarla de manera consciente, participar del ‘ballet’.

“Las calles hay que practicarlas. Cuando lo haces, les das un valor simbólico, te apropias de ellas. Yo siempre digo que mi casa tiene 3 habitaciones, 18 calles y 20 hectáreas que es lo que mide mi barrio”.

“Apropiarse”, como dice Linde, implica necesariamente ir a contracorriente, romper la línea que separa el espacio público y el privado, esa gruesa frontera que ha convertido las aceras en los pasillos intermedios de un enjambre de soledades.

Ciudades de todos

“La historia del espacio público ha tenido diferentes fases: desde la importancia que tuvo en la época griega, con el ágora como espacio central, hasta bien entrado el siglo XX cuando se plantea su degradación”, cuenta Jon Aguirre Such, arquitecto en la oficina de planificación urbana Paisaje Transversal.

Esa degradación de lo común tiene su máxima expresión en las denominadas plazas duras, espacios sin asientos, sin vegetación, “donde no se prima la estancia ni la socialización” –añade Aguirre– “sólo son espacios dirigidos al consumo”. Todos esos lugares yermos, esos templos de la indiferencia donde nadie permanece, tienen algo en común: fueron diseñados sin escuchar antes a aquellos que iban a usarlos.

“El urbanismo se hace a una escala tan grande que nos olvidamos de las personas, al final quien pisa la acera es quien mejor conoce la ciudad”, explica la consultora y doctora en arquitectura Mar Melgarejo. Ella investigó durante meses el uso que los vecinos hacían de las principales plazas y espacios públicos de Cartagena (Murcia) para llegar a una curiosa conclusión. “Llegamos a la paradoja de que espacios diseñados por arquitectos de renombre, que tenían premios de arquitectura, estaban siempre vacíos. La gente no los usa porque no responden a sus necesidades”.

La cruzada contra la ciudad hostil no solo debe hacerse para las personas, debe hacerse con ellas. Nuevos movimientos urbanísticos como el placemaking parten de esta filosofía.

“La idea es poner a las personas en el centro del diseño y a través del dialogo analizar los problemas y diseñar soluciones para construir espacios más inclusivos, vivos y activos”, apunta Aguirre Such.

Existen ya algunas experiencias participativas donde, por primera vez, mayores, mujeres y niños indican a los urbanistas cómo es el barrio donde quieren vivir y no al revés. “Son procesos con una vertiente terapéutica muy fuerte. La gente se encuentra, ven que forman parte de algo, interaccionan con los vecinos. También se generan nuevos lazos emocionales con el espacio. Cuando la gente siente que un lugar es suyo, lo cuida más”.

Si Jane Jacobs volviera a abrir los ojos contemplaría con asombro cómo muchas de sus ideas siguen hoy de actualidad. Eso sí, mucho más en los debates que en los planos. “El urbanismo es una tortuga”, reconoce Mar Melgarejo, y necesita una ciudadanía movilizada que la empuje pero “todavía no estamos acostumbrados a pensar que el espacio público también es nuestro”.

This article has been translated from Spanish.