Del Palenque al paro en Buenaventura: la larga lucha de los afrocolombianos

Del Palenque al paro en Buenaventura: la larga lucha de los afrocolombianos

Afro-descendant communities in the Pacific region. Colombia has the third largest population of African descent in the Americas.

(Jheisson A. López)

Fueron 22 días de paro cívico, protestas y movilizaciones hasta que el Estado colombiano cedió y comprometió 1,5 billones de pesos colombianos (unos 500 millones de dólares USD, 440 millones de euros) para compensar el enquistado abandono estatal en Buenaventura, un distrito industrial y portuario de más de 400.000 habitantes de mayoría afrodescendiente en el Valle del Cauca, en el Pacífico colombiano. Esos fondos se destinarán, asegura el Gobierno, a construir infraestructuras en salud, educación, agua y saneamiento y vivienda.

Antes de sellar el acuerdo, llegó la represión a manos del temido Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional (Esmad), que dejó 320 heridos. “El paro cívico era una fiesta en paz. Luego llegaron la represión del ESMAD y los saqueos”, denunció en su cuenta de Twitter el director de la organización de derechos humanos Human Rights Watch (HRW) para las Américas, José Miguel Vivanco. Pero, posiblemente, entender lo que pasó en Buenaventura en las últimas semanas implica profundizar en la larga historia de resistencia del pueblo afrocolombiano.

Según explica el investigador Jaime A. Alves en un artículo para Open Democracy, “Buenaventura es una metáfora de la anti-negritud en Colombia”. Con un 89% de la población negra, la ciudad alberga el principal puerto del país, pero “niega a su población los derechos básicos de la ciudadanía”, como el acceso al agua limpia, la sanidad o la educación. “El contraste entre la miseria negra y la dinámica economía portuaria es insidioso (…) y para completar el escenario, la disputa territorial entre una ‘nueva’ versión del paramilitarismo (las Bacrim, o bandas criminales), fractura la ciudad en geografías de la muerte”. Muerte macabra como en las tristemente célebres ‘casas de pique’ donde, en Buenaventura y otras zonas del Pacífico colombiano, se torturaba y despedazaba a seres humanos, cuyos gritos sembraban el terror en todo el vecindario.

La población afrodescendiente en Colombia, concentrada en las regiones del Pacífico y del Caribe, ha sido tal vez la que con más virulencia ha sufrido el desplazamiento y masacres perpetradas por los paramilitares en el marco de un conflicto interno que el discurso oficial remite a una disputa entre el Ejército y la guerrilla, pero que es en realidad mucho más amplio.

“Existe violencia antisindical, desplazamientos forzados, uso ilegal de la inteligencia, amenazas y ataques a los defensores del territorio”, explica la abogada Dora Lucy Arias, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo. “Y todo eso se da dentro de unas doctrinas de seguridad que han permeado Colombia durante todo el siglo XX, que crean un enemigo interno: los campesinos, afrodescendientes e indígenas que defienden modos de vida que suponen un obstáculo al avance de los megaproyectos extractivos”, añade.

Ancestralidad versus megaproyectos

La disputa actual es entre dos modelos de desarrollo en pugna: de un lado, la locomotora minero-energética a la que alude el presidente, Juan Manuel Santos, basada en la minería y la agroindustria; de otro, los modos de vida tradicionales de las comunidades afrodescendientes, indígenas y campesinas. En ese marco, “el conflicto sirve como pretexto para legitimar la violencia”, afirma Arias. Mientras no se revisen las causas profundas de la violencia, comenzando por la abyecta desigualdad en el reparto de la tierra, el acuerdo firmado con las FARC (las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) no garantizará la paz, señala la abogada.

Para el Proceso de Comunidades Negras (PCN), “el territorio –no la tierra en el sentido occidental de bien económico– es un derecho cultural”.

Por eso la guerra que desangra Colombia desde hace más de medio siglo es “la expresión de esa contradicción entre unos intereses económicos que ven la región como fuente de recursos exportables, frente a una visión tradicional basada en la vida”.

En ese contexto, la titularidad colectiva de la tierra “es un instrumento de lucha para las comunidades en defensa del territorio”, entendido como posibilidad de organizar colectivamente un proyecto de vida. Los territorios colectivos, reservados a las comunidades negras, están legislados desde la Ley 70 de 1993, que concreta uno de los derechos consagrados en la Constitución de 1991, en la que se declara al país como pluriétnico y multicultural. Hasta el momento, se han titularizado unos 60 territorios colectivos.

La Ley 70 vino a consagrar la relevancia política que, desde los años 80, detentaban los movimientos afrodescendientes que, como el PCN, reclaman la autonomía política, a través de la recuperación de formas de organización política de larga data. Tan larga como el Palenque de San Basilio, uno de los primeros territorios libres para los esclavos que huyeron de su cautiverio, fundado en Montes de María, en la región Caribe, en el siglo XVII.

El incipiente proceso organizativo de los afrocolombianos se ha visto debilitado por varios factores. De un lado, la llegada al Pacífico colombiano de agencias internacionales como el BID, el Banco Mundial, la USAID o las agencias de la ONU ha llevado a “la profesionalización del activismo, la dependencia externa” y la división interna, según afirma el intelectual Agustín Lao-Montes en un artículo escrito con ocasión del Primer Congreso Nacional Autónomo del Pueblo Negro, Afrocolombiano, Palenquero y Raizal, celebrado en 2013. De otra parte, el Estado ha jugado a enfrentar a indígenas, afrodescendientes y campesinos entre sí.

Pero el mayor golpe a las resistencias ha venido de la mano de la brutal violencia paramilitar, que provocó el desplazamiento de cientos de miles de afrodescendientes entre fines de los 90 y comienzos de los años 2000. Los paramilitares, en ocasiones aliados con grupos empresariales, como se ha demostrado para el caso de la palma aceitera en el Chocó, asesinaron a los líderes de los movimientos locales, fraccionaron la organización comunitaria y sembraron el terror.

Miedo y silencio

El ejemplo de la resistencia contra la palma de aceite en el Pacífico y en Montes de María es paradigmático. En la frontera con Ecuador, en Tumaco, el miedo se mide por la densidad del silencio. Sus habitantes, mayoritariamente afrodescendientes, denuncian el abandono estatal y la presencia creciente de los paramilitares, Los Rastrojos y Águilas Negras, que controlan no sólo el narcotráfico, sino las mototaxis que articulan el transporte interurbano, así como el tráfico de gasolina traída ilegalmente de Ecuador, como denuncia el informe Que nadie diga que no pasa nada, publicado por la Diócesis de Tumaco en 2011.

“Los jóvenes no tienen horizontes ni sueños; todo está atravesado por la violencia. La gente se vuelve conformista: hay miedo y silencio”, lamenta Luz Mary Rosero, del PCN. En Tumaco, como en otras regiones del Pacífico, se ha observado una renovada arremetida paramilitar en coincidencia con el repliegue de las FARC.

Al silencio había precedido la lucha de mujeres y hombres como Daira Quiñonez. Ella, como tantos otros, tuvo que huir de Tumaco, tras el asesinato de su esposo y su madre y las repetidas amenazas recibidas por resistir al avance de las plantaciones de palma aceitera. Los paramilitares mataron a recordados líderes afro como José Arístides Rivera y Yolanda Cerrón. “Más que un cultivo, la palma ha sido el pretexto para quitarle la tierra, y la vida, a la gente. Pero muchas mujeres siguieron resistiendo, plantando cultivos tradicionales: ellas siempre fueron el corazón de la lucha”, recuerda Daira.

Desde la fría Bogotá, Daira persevera en tejer un proceso de resistencia que pasa por la recuperación de sus raíces culturales, sus plantas medicinales, sus creencias espirituales. Sus palabras llegan certeras, cargadas de la autoridad de quien supo transformar el dolor en fortaleza y la injusticia, en dignidad: “La lucha es por la tierra. Debemos recuperar la armonía con la tierra para sanar todas las impurezas que ha generado esta larga guerra. Debemos sembrar buenos vivires. Algún día entenderán que no somos nada sin el aire, sin la tierra. Que somos espíritu”.

This article has been translated from Spanish.