Desahuciados en plena pandemia: el problema del acceso a la vivienda durante la crisis sanitaria en Bélgica

Desahuciados en plena pandemia: el problema del acceso a la vivienda durante la crisis sanitaria en Bélgica

During the first lockdown, civil society organisations such as Belgian Action House and Front Anti-Expulsions proposed a rent strike in order to pressure authorities. They are now launching a campaign for those without housing to squat public buildings. Pictured here, an informational meeting between the leaders of these organisations and community members looking to join the rent strike.

(Pablo Garrigós Cucarella)

En la entrada hay tres pares de zapatos, cada cual más pequeño. En el pasillo, un puñado de cajas apiladas contra la pared. Al fondo se oyen voces y risas. La luz de media tarde se cuela en un salón vacío, en el que apenas quedan dos sillas frente al televisor donde una vez hubo un sofá. Y poco más. Quedan apenas unos días para el desahucio que debe ejecutarse el 10 de diciembre de 2020, pero Florence* (guineana de 36 años) lleva semanas en estado de espera. Lista para marcharse. Muerta de miedo. Sola.

Llegó hace una década a Bélgica y desde 2009 vive en Bruselas. Los últimos tres años los ha pasado en esta vivienda social en el municipio de Schaarbeek. Hace unos meses, cuando llegó el momento de renovar el contrato, le dijeron que el edificio había sido vendido y que tenía que marcharse. Madre soltera de tres pequeños, su trabajo a media jornada de limpiadora en un hospital apenas le da para sobrevivir. Encontrar un apartamento es muy complicado. Lleva meses en lista de espera para acceder a otra vivienda social, como ella, hay miles de familias en Bélgica: solo en Bruselas, había 49.000 en septiembre de 2020.

La crisis de la vivienda en Europa no es nueva. En muchos países es un problema estructural pero la pandemia ha puesto de relieve las dificultades para pagar el alquiler; las terribles condiciones de salubridad; la pobreza energética; los problemas de higiene en pisos abarrotados. Según Housing Europe, la Federación Europea de Vivienda Social, si bien esta situación afecta especialmente a ciudadanos con bajos ingresos, “cada vez más gente sufre la falta de vivienda asequible, particularmente en las grandes ciudades”.

Florence es limpiadora en un centro sanitario y está en riesgo de expulsión en medio de una pandemia donde la primera consigna es quedarse en casa. La ironía es cruel. Pero ella no es la única. A raíz de las medidas gubernamentales para frenar la expansión del virus, que han impactado de lleno en la economía del país, los colectivos más vulnerables se ven en una situación dramática. Según los servicios sociales belgas, la demanda de ayuda alimentaria creció entre un 20% y 25%. También está creciendo el número de familias que no pueden pagar el alquiler.

“Nunca me ha pasado algo así antes. Estoy asustada. Me aterroriza ver así a mis hijos… Tengo miedo de que me echen así, sin más”, confiesa Florence apenas con un hilo de voz, la mirada perdida, apretando las manos nerviosa, incómoda. “He tenido que vender los muebles, meter todo en cajas… ¿Después? No lo sé”. Ella y sus tres hijos fueron finalmente expulsados el 10 de diciembre. Desde entonces, viven temporalmente en una casa de acogida.

Antes de la aparición del virus, alrededor de 600 familias eran expulsadas cada año de sus hogares. Los actores sociales temen que esa cifra aumente cuando se levante la moratoria sobre los desahucios que las autoridades de Bruselas y Valonia pusieron en marcha en marzo (de 2020) para prohibir las expulsiones de quienes no pudieran pagar el alquiler, al menos temporalmente.

O cuando desaparezcan las ayudas sociales, incluidas al alquiler, que el gobierno belga ha puesto en marcha en el contexto de la crisis para apoyar a los sectores más afectados. La situación es mucho más compleja para quienes no disfrutan de este tipo de apoyo, a las que el Estado no llega.

La pandemia ha convertido el derecho universal a la vivienda en emergencia sanitaria. La paralización de los desahucios durante el confinamiento se ha ido renovando progresivamente gracias a la presión de los sindicatos, aunque solo en dos de las tres regiones del país: Valonia y Bruselas capital. Sin embargo, la medida no siempre evita las expulsiones y no resuelve el problema de los precios de los alquileres, inasequibles para muchos inquilinos.

“Los alquileres son demasiado altos en comparación con las rentas”, explica José García, portavoz de la Unión Sindical de Inquilinos, quien aprovecha para denunciar que el precio a menudo no se corresponde con el valor de la vivienda. Aunque la región de Bruselas presentó un plan el pasado mes de enero para frenar su aumento incontrolado, se trata de recomendaciones, no de medidas regulatorias como ha sucedido en otras ciudades como Berlín.

La violencia de la expulsión

La incertidumbre de Florence es común entre quienes se ven amenazados de expulsión. Organizaciones como la Unión Sindical de Inquilinos o el Frente Anti-Expulsiones ofrecen asistencia legal, tratan de negociar con el casero y presionan al gobierno para lograr soluciones a largo plazo. Pero no siempre funciona. Laura (de 33 años y originaria de Francia) es madre soltera de dos niños, de 12 y 5 años. También ella fue expulsada. Vivía en Flandes. Allí la moratoria no se aplica.

A Laura la crisis sanitaria la tomó recién despedida después de un expediente de regulación de empleo. Con la entrada en vigor del confinamiento, encontrar trabajo se hizo más difícil y acabó perdiendo su tarjeta de residencia. La directiva sobre Libre Circulación y Asentamiento en la Unión Europea, que regula la libertad de movimiento en la UE, permite las expulsiones de ciudadanos comunitarios a sus países de origen cuando éstos suponen “una carga excesiva” para el sistema social del Estado al que se han ido a vivir.

Las deportaciones no suelen tener lugar, pero en la práctica, Laura dejó de existir para la seguridad social belga. Se quedó sin ayudas, sin apoyo, y con dos críos a su cargo en plena pandemia. A partir de junio, dejó de pagar el alquiler.

En cuestión de meses, recibió un aviso de que su casero la había denunciado y sería desahuciada: “Sabía que habría una expulsión, pero no cuándo”. Comenzó entonces una campaña de acoso del dueño, con varias visitas de la policía incluidas, para forzarla a marcharse. Una mañana, Laura se levantó con la casa a oscuras y el agua cortada, después de que el propietario hubiera dado de baja los servicios sin previo aviso. Apenas 48 horas después, el viernes 8 de enero, dos agentes judiciales se presentaron ante su puerta para ejecutar el desahucio. De nada sirvió que Laura insistiera en que nunca había sido notificada de la fecha, a lo que tenía derecho por ley.

Han pasado varias semanas desde la expulsión pero el doloroso recuerdo la acompaña y a Laura se le atragantan las palabras. La violencia de la situación, los malos modos de la policía, el casero, el trauma de dejar atrás el hogar. “Mi hija me sigue preguntando si la policía ha acabado en casa y podemos volver”, relata.

Laura y sus hijos viven ahora en un edificio okupado. Tienen una habitación en una antigua residencia de ancianos en la localidad bruselense de Molenbeek, okupada con el acuerdo del propietario, que espera los permisos necesarios para demoler el edificio y comenzar obras en el solar. Mientras tanto, permite que decenas de familias se refugien allí. A pesar de la falta de calefacción y otras comodidades, Laura está contenta. Sus hijos están en un lugar seguro y pueden jugar con otros críos. La solidaridad, explica, es enorme: “Cuanto menos tiene uno, más da”.

“No voy a mentirte. De alguna forma, me he quitado un peso de encima. Saber que iba a ser expulsada era una losa”, explica Laura aliviada, con una sonrisa que se refleja en los ojos que asoman por encima de la mascarilla quirúrgica. Ahora solo piensa en encontrar un trabajo y un piso.

Un sueño roto

Uno de los sectores más tocados ha sido el de la restauración. La pandemia se llevó por delante el sueño de Li (de 35 años y originario de China). Refugiado en Bélgica desde 2017, tras varios años trabajando en la hostelería decidió invertir todos sus ahorros y abrir su propio negocio. Era diciembre de 2019. Con la expansión de la covid-19 en China, su principal clientela desapareció antes incluso de que las restricciones llegaran a Europa. En marzo, el gobierno cerró bares y restaurantes y dinamitó los esfuerzos de Li por salir adelante.

Las facturas empezaron a acumularse y las ayudas del gobierno, asegura Li, no son suficientes. Empezó a tener problemas para pagar el alquiler del local y de su propia casa en Amberes. En septiembre, desahuciado y arruinado, Li se mudó con su mujer y sus dos hijos —de cuatro años y siete meses— a una diminuta habitación de hotel con un par de camas y una pequeña cocina en el centro de Bruselas.

La situación se hizo insostenible. Su mujer cayó en una profunda depresión después de ver cómo la vida que había construido desaparecía ante sus ojos. Y el propio Li reconoce estar superado por la situación, tratando de sacar adelante a su familia al tiempo que siente que se da contra un muro cada día.

Está agotado. Lleva meses recorriendo las calles de Bruselas en busca de un apartamento, acosado por las deudas. “Nunca habría imaginado, nunca, que podría acabar en esta situación”, reconoce, y la incredulidad se refleja en sus ojos. Pero trata de no perder el ánimo. “Cuando esta crisis acabe, reconstruiré mi vida de nuevo”, insiste con voz decidida.

Pocos días después de esta entrevista, logró encontrar un pequeño apartamento en la vecina Lovaina, donde reside desde entonces con su familia y trata de rehacer su vida.

Resistencia social frente a la crisis de vivienda

El frío cala los huesos en el apartamento casi a oscuras. Hay una cocina destartalada, algunos muebles desvencijados desperdigados por el salón y una colección de humedades decorando las paredes. Chiara (italiana de 29 años) prepara un té, se lía un cigarro y envuelve la taza con sus manos. Habla con una enorme entereza pero también desde el cansancio tras un año sobreviviendo como puede.

Estudiante residente en Bruselas, antes de la crisis salía adelante gracias a un sueldo como camarera. Con el cierre de bares y restaurantes, sus ingresos se redujeron drásticamente. Lo mismo le ocurrió a sus compañeras de piso. “Lo primero que hizo nuestro casero el día que comenzó el confinamiento fue venir a buscar el alquiler”, explica. “Entramos en pánico. ¿Cómo quieres que paguemos el alquiler al completo si ni siquiera sabemos cómo nos vamos a ganar la vida a partir de hoy?”.

Desde el primer momento, Chiara se plantó junto con sus compañeras y pidió una reducción del alquiler para poder hacer frente a los gastos mientras duraran las restricciones. El propietario aceptó a regañadientes. En abril, la Unión Sindical de Inquilinos propuso lanzar una ‘huelga de alquileres’ para tratar de forzar una reducción de los precios de al menos el 25%. No tuvo demasiado éxito pero Chiara decidió unirse.

La presión de la petición o tal vez la insistencia de Chiara hizo que su casero aceptara esa reducción de alquiler durante el confinamiento, que repite de forma intermitente desde hace ya más de un año. Pero Chiara es consciente de que no todo el mundo se atreve a plantarse, de ahí la importancia de la acción del Estado ante una situación que amenaza con agravarse.

La mirada de Chiara se pierde en el infinito mientras hila un discurso cargado de hartazgo, pero también de orgullo. Como si se dirigiera a un público invisible, a un Estado ausente. “Hay gente que ha visto su sueldo reducido al 70%, al 50%, incluso al 25% para los que cobraban en negro, porque así funciona la restauración. Mientras, el alquiler cuesta lo mismo. Sí, el espacio no ha cambiado pero, ¿tenemos opción? Nos dicen que nos quedemos en casa, no ya por nuestro bien, sino por el de la sociedad, pero el gobierno no asume esa responsabilidad”, defiende. Quienes no tienen ayudas ni derecho a nada, “se encuentran desvalidos, esclavos de sus propietarios”, se queja Chiara.

Ha sido la sociedad civil la que ha reaccionado ante el drama de la situación. En el caso de Florence, fue la Unión Sindical de Inquilinos quien negoció para que pudiera quedarse al menos unos meses más. A Laura, fue el Frente Anti-Expulsiones quien le encontró una alternativa habitacional.

“Si la vivienda es un derecho, y si en este momento se ha convertido en un bien social,” en la medida en que es necesario para prevenir la expansión del virus, “no debería ser el propietario quien fuera generoso o amable con el inquilino, es el Estado quien debería decretar una bajada general de los alquileres”, insiste Chiara. “Cuando no tienes trabajo, ni dinero y estás luchando por sobrevivir en tu apartamento a diario… la violencia es mucho mayor que tener que llevar una mascarilla. Y el Estado acabará pagando las consecuencias. Esto tiene que cambiar. No puede ser de otra forma”.

This article has been translated from Spanish.

*Los nombres de los afectados son ficticios (a petición de los mismos entrevistados, que prefieren conservar su anonimato). Algunos detalles de la historia de Li han sido omitidos para evitar que él y su familia puedan ser identificados, por razones de seguridad.