El callejón sin salida de Corea del Norte

Corea del Norte ha dado un salto sin red en su peligrosa apuesta por convertirse en una amenaza real para Estados Unidos y sus principales aliados del este asiático, Japón y Corea del Sur. Las renovadas pruebas de misiles balísticos capaces de impactar en territorio surcoreano, japonés e incluso estadounidense, y la incierta carrera para dotar a esos cohetes con cabezas nucleares marcan esa estrategia, cuyo efecto político añadido es poner contra las cuerdas a China, último aliado real que le queda a Corea del Norte y que ya no oculta su creciente disgusto ante los desplantes del régimen de Kim Jong-un.

Sólo en lo que va de año, han sido ya al menos nueve las pruebas de misiles balísticos, además de otros ensayos de cohetes de corto y medio alcance de carácter defensivo, ordenadas por Kim Jong-un, quien ha superado así y con creces en este tipo de lanzamientos a su padre, Kim Jong-il, y su abuelo, Kim Il-sung, fundador de Corea del Norte. Al respecto, todos los expertos coinciden: Corea del Norte está experimentando un avance cualitativo en el desarrollo de sus misiles y en su capacidad para alcanzar blancos estratégicos en el Pacífico.

De momento, esta crisis de los misiles no ha cruzado la línea roja y alcanzado el nivel de una crisis nuclear, pero los reiterados rumores sobre una inminente sexta prueba atómica en ese país (que se añada a las ya realizadas desde 2006) no dejan mucho espacio para el optimismo.

Quien fuera director de la CIA entre 2006 y 2009, Michael Hayden, ha sido claro a la hora de valorar la amenaza. Al ritmo actual, según Hayden, el Ejército norcoreano podría disponer de un misil balístico intercontinental capaz de alcanzar ciudades de la costa oeste de Estados Unidos antes de que el presidente Donald Trump concluya su mandato.

La agresividad norcoreana lanza también un mensaje muy definido ante la reciente elección de un moderado, Moon Jae-in, como nuevo presidente de Corea del Sur: A pesar de que Moon ha tendido la mano a Kim, en esta guerra de nervios no es Seúl a quien Pyongyang quiere como interlocutor.

Así, las pruebas norcoreanas de misiles buscan en primer lugar provocar la reacción china por el despliegue en la región, y en concreto en Corea del Sur, del nuevo sistema antimisiles de Estados Unidos como protección ante Corea del Norte. Esta medida, operativa desde abril pasado en una primera fase, ha abierto una profunda brecha entre Washington y Pekín, pues China afirma que el sistema THAAD monitoriza buena parte de su territorio y constituye una amenaza para sus sistemas de seguridad.

El despliegue del THAAD ya ha dañado las relaciones económicas entre Corea del Sur y China, el mayor socio comercial de los surcoreanos. Pekín no ha tenido inconveniente en imponer sanciones a Seúl para reclamar la retirada de ese paraguas antimisiles. En una muestra de buena voluntad ante Pekín, el Gobierno de Seúl ha frenado la instalación de nuevas lanzaderas de cohetes necesarias para completar la segunda fase del despliegue del escudo antimisiles estadounidense.

Cuando después de una de las últimas pruebas norcoreanas de armamento, el presidente estadounidense, Donald Trump, afirmó que Corea del Norte “faltaba el respeto” a China, simplemente estaba mencionando en voz alta la primera de las consecuencias graves de estas acciones militares, que intentan alinear a Pekín en un lado del último telón de acero asiático donde su carrera económica internacional no le permite estar en estos momentos.

La oscura estrategia norcoreana cuenta con un riesgo añadido para Pyongyang. No se podrá mantener durante mucho tiempo si no se multiplica periódicamente su potencial de amenaza. La crisis interna que parece afectar a la cúpula de las fuerzas armadas de Corea del Norte –detectada por los servicios de inteligencia surcoreanos– podría rebasar el muro de fuerza levantado en esa institución por Kim Jong-un, con ejecuciones y defenestraciones en su más cerrado círculo desde que llegó al poder supremo en 2012.

En este sentido, la estabilidad del líder norcoreano quedaría muy afectada si se incrementaran las sanciones sobre su régimen, desde la comunidad internacional y desde la propia China, poniendo en riesgo la propia subsistencia de su país. En la última reunión del G-7 en la ciudad siciliana de Taormina –a finales de mayo–, sus dirigentes lanzaron un comunicado que instaba a Corea del Norte a renunciar a todos sus programas de misiles balísticos y nucleares “de forma completa, verificable e irreversible”. El G-7 dejó claro que está dispuesto a incrementar esas sanciones.

Cuenta atrás para Kim Jong-un

En esta carrera contrarreloj, Corea del Norte sabe perfectamente que Estados Unidos está dando también pasos claves en sus propias pruebas para crear un sistema más eficaz de intercepción de misiles. Trump ya ha dejado caer que uno de los próximos misiles de Corea del Norte podría ser destruido por un cohete estadounidense, lo que podría poner a Pyongyang ante esa línea roja del conflicto bélico.

Hay que recordar que el Ejército norteamericano bajo Trump ya ha dado pasos en Oriente Medio impensables durante la era Obama, con el ataque a instalaciones del Ejército sirio que han tensado sus relaciones con Rusia y tenido su propia incidencia en Naciones Unidas. No solo no es impensable que un proyectil estadounidense derribe en un futuro cercano un misil balístico norcoreano, sino que es el escenario más probable si esta crisis sigue por su actual camino.

Las únicas limitaciones podrían ser tecnológicas, pues el tipo de combustibles sólidos que están utilizando los nuevos misiles norcoreanos permite su lanzamiento en cuestión de minutos y desde silos ocultos en la falda de las montañas o incluso desde plataformas móviles, lo que hace su detección más complicada y lenta. El vigente sistema antimisiles estadounidense se apoya sobre todo en la detección por satélite de los preparativos de lanzamiento, detección ahora complicada por las innovaciones norcoreanas en sus sistemas de combustible.

En estas circunstancias, parecería que Corea del Norte está menospreciando la capacidad militar de Estados Unidos en una zona si cabe más importante para los planes globales de Washington que Oriente Medio. Al nuevo sistema antimisiles se une el programa de guerra cibernética acelerado por Barak Obama para interrumpir en origen el lanzamiento de un misil.

Las consecuencias de un ciberataque siempre serían menos devastadoras que un golpe sobre el terreno. Sin embargo, derribar un misil con otro misil en el aire es como tratar de parar una bala con otra bala, de ahí que esa acción bélica tendría muchas más garantías de éxito si la destrucción del objetivo ocurre antes de que surque los cielos, lo que implicaría un ataque directo sobre suelo norcoreano.

Otra de las primeras medidas adoptadas por el nuevo director de la CIA nombrado por Trump, Mike Pompeo, fue la creación de una unidad que tomara bajo su control todos los análisis de inteligencia y las operaciones encubiertas en marcha o planeadas contra la capacidad nuclear y los sistemas de misiles de Corea del Norte.

A favor del nuevo “escudo antimisiles” de Estados Unidos juegan no solo el dinero del multimillonario programa, sino también las crecientes presiones de su principal aliado en la zona, Japón. Si la próxima vez que es lanzado un misil norcoreano, el impacto no se produce en aguas niponas, como ocurrió con el último, sino en la costa habitada, Japón podría no pensárselo dos veces a la hora de retomar “oficialmente” su propia defensa y sacar de sus hangares los sofisticados sistemas de contraataque que ya posee “extraoficialmente” este país.

El tiempo de Corea del Norte y su arriesgada estrategia se acaba. Las salidas no son muchas, si es que queda alguna en este callejón de incertidumbre. Una de ellas podría ser reflotar cuanto antes las conversaciones a seis bandas (las dos Coreas, Japón, China, Estados Unidos y Rusia) interrumpidas en 2006 y revisar las sanciones impuestas a Pyongyang. Esta “solución” requeriría que algunos gobiernos hicieran de tripas corazón ante la arrogancia norcoreana, pero la ventaja es que se contaría con las voluntades de China y de la nueva Administración surcoreana para impulsarlo.

Otra posibilidad, mucho más arriesgada, costosa y que no contaría con el consenso internacional, pasaría por la salida forzada (y quirúrgica) de Kim Jong-un del poder. Sin la aquiescencia (y colaboración) de China, sólo algunos iluminados de la Administración Trump parecen dispuestos a ponerla sobre el papel y arriesgar una debacle que, de salir mal la operación, podría sumir al mundo en una conflagración de consecuencias inimaginables.

This article has been translated from Spanish.