El ejemplo de las mujeres chortís, de la adversidad al emprendimiento

El ejemplo de las mujeres chortís, de la adversidad al emprendimiento
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A fuego lento, en la estufa de barro, Doña Florinda Ramírez, de 64 años, de etnia chortí —descendiente de la civilización maya—, cocina arroz y frijoles. Este domingo de diciembre, platica junto a cuatro de sus nueve hijas, Flory Magalí (de 37 años), Oneyda (23), María Dominga (21) y Floridalma (16) sobre el negocio familiar de tejidos artesanales. Las cinco dicen que sueñan con ser reconocidas empresarias.

Flory Magalí es la más entusiasta. Sirve las tortillas para el almuerzo y muestra un canasto de tule artesanal realizado por ella. También parece la más exigente consigo misma. Con voz recia dice: “hay que levantar la cabeza y tomar riesgos, trabajar para crecer”.

En Chiquimula, una de las regiones del Corredor Seco —esa extensa área que desde hace años se ve afectada por un aumento de fenómenos climáticos extremos, y, a su vez, por una pobreza igualmente extrema—, una mayoría de mujeres vive en zonas rurales y, según datos del Instituto Nacional de Estadísticas guatemalteco, un 68% de ellas es jornalera o agricultora. A pesar del contexto conservador en el que desarrollan sus vidas, muchas mujeres de estas zonas rurales han añadido a su rol tradicional en el interior del hogar el de emprendedoras y lideresas fuera del mismo.

La mayor de las hermanas observa por la ventana a algunas vecinas del pueblo, afanadas, portando carga en la espalda. Viven en el caserío Escobillar de la aldea Oquén, en municipio de Jocotán, Chiquimula, al oeste de Guatemala. “Este es el lugar donde ha existido la hambruna”, dice, en alusión a que la mayoría de los lugareños vive en aldeas rurales con problemas agudos de desnutrición crónica. Chiquimula es el segundo departamento en Guatemala con mayores índices, según datos recientes de la Defensoría de Seguridad Alimentaria en el país.

En un contexto de hambre —agudizado por la crisis sanitaria del coronavirus y los huracanes Eta e Iota desencadenándose el mismo año—, Flory y su familia buscan cómo hacer dinero en 2021. En la región, el costo de la canasta básica alimentaria diaria ronda los 119,65 quetzales (unos 12,7 euros, 15,5 dólares USD)*.

Flory cuenta que hace dos años fundó el negocio de venta de artesanía elaborada con fibra de tule y palmito. Este año, creó con sus hermanas y su mamá un catálogo que promueven en varias redes sociales.

La familia obtiene alrededor de 150 quetzales (16 euros, 19,4 USD) al mes por el producto vendido. Ahora Flory ya no solo trabaja en casa. Es maestra bilingüe, en idioma maya ch’orti’ —la lengua indígena mayoritaria en Chiquimula— y en español, en una escuela pública del departamento. También es lideresa de una comunidad de aproximadamente setecientos habitantes.

Flory heredó de su madre la costumbre del tejido. Su padre le pagó estudios a sus dos hijos varones, por ser Guatemala una sociedad en la que tradicionalmente se destinan los recursos a los miembros masculinos de las familias. A pesar de eso, ella fue la única que se graduó y lo hizo con el dinero que ganó trabajando. Se casó. El negocio que abrió junto a sus hermanas, dice que lo hizo para poder terminar de pagar sus estudios de maestra y para mostrar el ejemplo a sus hermanas. Le gustaría contratar a más mujeres de su comunidad, expone, pero no les alcanza. “La gente necesita una forma de emprender y tener un capital semilla para invertir”, dice mostrando los llaveros decorativos que termina de fabricar mientras hablamos.

 

Flory Magalí y su madre (a la izquierda), y Floridalma, la hermana menor (a la derecha), fundadoras del emprendimiento ‘Arte en mis manos’, cocinan el almuerzo de domingo en su casa ubicada en Oquén (municipio de Jocotán, Chiquimula).

Foto: Morena Pérez Joachin

Flory Magalí se sienta en el pasillo de la casa materna, donde creció. Mira la foto de su graduación colgada en la pared y continúa empacando junto a las hermanas las artesanías. Es madre de dos niños, de 8 y 5 años, y de una tercera hija que hubiese cumplido 3 años en 2020. La niña murió con apenas dos años de una fiebre y diarrea. Respira, sube las manos hacia su cabeza, agarrándose el cabello y cuenta que fue al centro de salud tres veces y nunca internaron a la pequeña. La medicina que le recetaron no fue suficiente.

 

Una de las hermanas Oahaca, Floridalma, teje con fibra de tule algunos productos para la venta en el patio de la casa, sita en la aldea Oquén —cuna de la etnia chortí—. La vivienda familiar se ha convertido en sede del negocio ‘Arte en mis manos’.

Foto: Morena Pérez Joachin

Más de la mitad de la población de Chiquimula está compuesta por mujeres, según el último censo de población y vivienda de Guatemala (de 2018). Exactamente, el 52%. Cada año, entre octubre y marzo, Chiquimula se despuebla de hombres: migran de forma interna a plantaciones de café y azúcar alejadas de sus aldeas. Y también a Estados Unidos. De nuevo, también afuera sobre todo se van hombres. No alcanza.

El número de migrantes chiquimultecos residentes en los Estados Unidos es significativo. Equivale al 45% de la población ocupada residente en el departamento. Es consecuencia directa de la falta de oportunidades para encontrar un empleo dignamente remunerado.

Las mujeres, en general, se encargan de llevar su casa y criar a sus hijos, algunas sólo con las remesas que reciben desde Estados Unidos. En este contexto, las hermanas Oahaca buscaron su autonomía. Las dos generaciones de mujeres son quienes pagan ahora las facturas de su familia.

Los castillos de Jessica

A once kilómetros de la aldea Oquén se encuentra la aldea La Mina. Por el camino, a 1.400 metros de altitud, varias mujeres portan recipientes llenos de maíz sobre la cabeza. Transitan por la orilla de un rocoso sendero de tierra, bordeado de cafetales y parcelas de milpa seca. El escenario lo completan unas construcciones de tres niveles, aisladas, que coronan el cerro.

Al tope de la montaña vive Jessica Méndez, en el caserío Agua Zarca. Su casa queda a una hora y media a pie del caserío de Flory Magalí. No se conocen. La vida de cada caserío gira sobre sí misma. Salvo cuando toca migrar a hacer la zafra a las plantaciones de azúcar, en la costa sur o a las fincas de Honduras. O cuando la gente se tiene que ir para siempre.

 

Jessica Méndez empaca costales de café para la venta. Trabaja en compañía de su mamá y su sobrina en su casa ubicada en la aldea La Mina (Jocotán, Chiquimula).

Foto: Morena Pérez Joachin

La joven de 16 años empaca el producto de café para el nuevo negocio de su hermana Ana Cristina. En Guatemala, la incorporación de menores de 18 años a la fuerza laboral —que se produce sobre todo en enormes fincas de terratenientes que producen café y azúcar— está permitida desde los 16 años, aunque un menor puede emplearse desde los 14, con el permiso de sus padres o tutores. Pero algunas familias, en situaciones de extrema pobreza, se ven en la necesidad de involucrar a sus hijos desde pequeños como cosechadores.

Jessica gana 175 quetzales (18,5 euros, 23 USD) por 100 kg entregados. En el país, las mujeres que trabajan en el campo, en conjunto, reciben únicamente el 10% del dinero que genera el trabajo agrícola. A esto se une el hecho de que las mujeres tienen dificultades en formar parte de la fuerza laboral y en acceder a los beneficios derivados de las políticas que permiten una seguridad alimentaria estable y sostenible. Estos son algunos de los retos que Guatemala tiene pendiente de cara a 2030 y su compromiso con los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Jessica también labora como jornalera en fincas privadas, donde gana 40 quetzales (4,2 euros, 5,2 USD) al día. Cuenta que la fiesta inaugural de uno de los ‘castillos’ fue hace poco. Ella llama así a lo que en Guatemala se conoce como ‘arquitectura de remesas’: grandes casas, construidas en zonas muy pobres, con el dinero ganado en EEUU. Algunas de las casas permanecen inhabitadas porque los propietarios viven en EEUU y envían el dinero a familiares para la construcción. Algunas se quedan a medio construir.

 

Casa construida por remesas en San Juan Ermita (Jocotán, Chiquimula).

Foto: Morena Pérez Joachin

El dueño del ‘castillo’ inaugurado, relata, vive en los Estados Unidos. Vino sólo a inaugurar su casa, después de 18 años de haberse ido. Unos metros más arriba, hay unas 30 casas más en esta recóndita aldea de Jocotán, contabiliza la joven.

Jessica quiere ser policía y trabajadora social. Pero aún es un deseo, pues no ha completado su educación básica, aunque hace el intento, mientras trabaja en la parcela que su familia alquila a un terrateniente. Está atardeciendo y apresuradamente se lanza al agua en una poza que ha construido para recolectar agua. Trepa las rocas hacia una zona que ella llama ‘el campanario’. Es una formación de rocas enormes entre milpa y frijol, con vista a todo el valle del Corredor Seco. Lanza una piedra y retumba un sonido parecido a una campana. Es su lugar favorito. De madrugada, antes de dirigirse a la cosecha, suele pasar tiempo en ‘el campanario’.

 

Jessica Méndez en la parcela de maíz y frijol que trabaja, frente a las rocas que ella llama ‘el campanario’. A su espalda se ve el paisaje del Corredor Seco. Aldea La Mina, en Jocotán, Chiquimula.

Foto: Morena Pérez Joachin

Al caer el sol, Jessica baja a casa. Acaba de llegar Ana Cristina, su hermana empresaria, la de la venta de café. Con 29 años, es la mayor de once hermanos. En el terreno viven 21 familiares. Son las mujeres de este hogar las más visibles.

Ana Cristina hace algunas llamadas telefónicas mientras da de comer a su hijo, de tres años. Se asoció con proveedores locales en octubre de 2019, para la venta de café. Afuera en el patio está Jessica empacando los sacos de café. Ana Cristina gana 230 quetzales (24,4 euros, 30 USD) al mes por la venta de café.

 

Retrato de Ana Cristina Méndez, una de las cabeza de familia que ha iniciado un emprendimiento con la venta de café. Cosecha en su propia parcela, en la aldea La Mina (Jocotán, Chiquimula).

Foto: Morena Pérez Joachin

Desde EEUU, el marido de Ana Cristina le envía alrededor de 2.500 quetzales (265 euros, 324 USD) al mes. Más de la mitad lo aparta para pagar la deuda con el ‘coyote’ que llevó a su marido hace casi tres años al norte —le faltan por desembolsar casi 30.000 quetzales (3.179 euros, 3.886 USD)—. Otra parte de la remesa la usa para pagar las obras de ampliación de su casa, lo que ella piensa que difícilmente puede considerarse un ‘castillo’. A Ana Cristina ahora le quedan alrededor de 33 euros para comprar la comida del mes para sus dos hijos, sus padres, sus hermanas menores y sobrinos. Se cepilla el cabello y afirma que ha asegurado un nuevo trabajo para empezar en 2021, como secretaria para un negocio local en Jocotán.

Según el informe Trabajadores Rurales en Guatemala, elaborado por la Asociación de Investigación y Estudios Sociales (ASIES), si se mantuviera una tasa de crecimiento del PIB regional del 3% —promedio—, habría que esperar a 2023 para alcanzar el PIB de 2019, conclusión a la que también llegan la CEPAL y la OIT. Por eso, Naciones Unidas recalca que se requiere de políticas macro activas junto a políticas sectoriales que promuevan el desarrollo sostenible con el empleo.

Tierra Viva: la lideresa de Barbasco

Son las seis y media de la mañana y apenas ha salido el sol, pero ya se atisba un paisaje húmedo, inusual en esta árida región. Un grupo de 27 personas —en su mayoría mujeres, de todas las edades—, prepara la tierra con el azadón en un terreno que alquilan colectivamente gracias al liderazgo y al emprendimiento de las mujeres de la comunidad.

La parcela está en lo más profundo del caserío Barbasco, de la aldea Talquetzal, en Camotán, otro municipio de Chiquimula, a dos horas y media en auto desde la aldea La Mina. En Chiquimula solo el 42% de los agricultores son propietarios de sus tierras, según un reciente mapeo de la situación laboral en el departamento elaborado por ASIES.

La organización comunitaria a través de lideresas es evidente. El grupo fue electo en asambleas comunitarias con el enfoque de vigilancia nutricional. Es decir, la gente de la aldea definió quiénes eran las personas idóneas para cultivar los granos básicos para el consumo y fomentar una dieta saludable. Organizaciones como Acción contra el Hambre asesoran y acompañan algunos procesos para mejorar las condiciones de salud. Las mujeres y algunos hombres hacen el trabajo voluntario en las parcelas rocosas y empinadas para asegurarse el alimento de la próxima temporada.

 

Mujeres de distintas edades limpian el terreno y toman las mazorcas de maíz rojo que han brotado de la tierra.

Foto: Morena Pérez Joachin

Este caserío, de por sí bastante apartado, tiene carreteras interrumpidas, casas agrietadas y tierras destrozadas, fruto de los últimos desastres naturales. A pesar de que para este tipo de emergencias existe un fondo de ayuda, el apoyo gubernamental no ha llegado para algunas familias, según cuenta Saturnina Salguero, una de las lideresas del caserío Barbasco.

Salguero, de 56 años, es una persona dinámica. Es madre de 9 hijas y es consejera familiar. Señala los huertos familiares y comunitarios que trabaja en la comunidad. Después, guarda las semillas para su próxima cosecha en las hojas secas de milpa que cuelgan de su cocina.

Todos los días acompaña a un grupo de mujeres que se desplazan a pie con azadones y machetes cargados al hombro. Con una voz firme y determinante comparte sus conocimientos desde hace 12 años. “Sabemos que solo los hombres han venido trabajando [fuera del hogar], pero nosotras también lo hacemos. Ahora nosotras las mujeres tenemos que ver cómo ayudar a nuestro hogar, pero nosotras estamos organizadas”, dice mientras camina al frente del grupo de mujeres que lidera.

 

Saturnina Salguero en la cocina de su hogar, tras regresar de laborar la tierra (en la aldea Talquetzal, Camotán, municipio de Chiquimula).

Foto: Morena Pérez Joachin

La señora Salguero, una mujer con un semblante duro, ha sido referencia también para muchos de los hombres líderes comunitarios en la toma de decisiones. A su paso por la comunidad todos la conocen y saludan. Ella no gana más de cuatro euros al día como jornalera, trabajo que realiza de vez en cuando. Un hombre jornalero gana alrededor de seis euros.

Saturnina trabaja en el campo con su esposo de 75 años y vive con cinco de sus hijas, a quienes mantiene. A pesar de su condición de pobreza, que ella misma describe, logró que estudiaran la educación primaria. En Chiquimula, el 74% de la población no asiste o ha asistido a la escuela y el porcentaje de alfabetizados es superior entre el sexo masculino, según el INE.

Cuatro de sus hijas ya se casaron, viven lejos y las otras trabajan en los alrededores de su comunidad. “Después de nuestra cosecha del maíz y frijol tenemos que ver de dónde volver a emprender nuestro trabajo y nuestro ingreso”, dice. Lleva los pies descalzos, camina sobre la tierra y se postra sobre el azadón que lleva. Mira al frente y a modo de predicción dice en voz alta: “ahora viene una sequía”.

De regreso a su casa, almuerza un plato de tortilla, frijol y algunas hierbas de su huerto. Camina por su patio y señala la escuela comunitaria. Dice que, para ella, es tiempo de orientar: participa con las familias que tienen niños pequeños y les aconseja que les enseñen a trabajar en educación y salud, sobre todo en tiempos de crisis.

 

Mujeres de distintas edades, portando aperos de labranza, hacen el trabajo voluntario y colectivo en las parcelas de la aldea Talquetzal (en Camotán, municipio de Chiquimula). El apoyo gubernamental tras los desastres naturales de 2020 nunca llegó.

Foto: Morena Pérez Joachin

Como jefa comunitaria y por sus años de experiencia, Saturnina podría ser un ejemplo para Jessica Méndez, de La Mina. Pero ellas no se conocen entre sí. Ni se conocen ni conocen a Flory Oahaca, la emprendedora de artesanías de Oquén, quien suele pensar que si recibiera apoyo para formación, también podría representar un caso de emprendimiento para jóvenes de otras aldeas.

No viven tan lejos unas otras, son de ese mismo territorio chortí, pero sus casos son aún excepciones.

Por ahora, muchas mujeres en Chiquimula están lejos de ser como Saturnina, las hermanas Jessica y Ana Cristina, y Flory y su familia. La mayoría carga con la responsabilidad de la crianza, el sustento y el cuidado de su hogar, sin recibir tiempo para ellas mismas ni percibir un ingreso, por ser amas de casa.

*Al cambio, marzo 2021. Fuente: InforEuro. Referencia: 100 quetzales (10,6 euros, 13 USD).

La realización de este reportaje ha sido posible gracias a la financiación de Union to Union, una iniciativa de las uniones sindicales suecas LO, TCO y Saco.