El escándalo británico de la subcontratación

El gobierno de Boris Johnson ha sido el responsable de una de las peores respuestas iniciales a la pandemia de todo el mundo, cuando el Reino Unido contaba con la quinta mayor cifra de muertes del planeta. Aun así y a pesar de la falta de personal y recursos y de las sucesivas series de leyes devastadoras, el Servicio Nacional de Salud (NHS) ha acudido al rescate de la nación. El Reino Unido saltó a los primeros puestos de la tabla de vacunaciones cuando el Estado recurrió a las herramientas de sector público que habían sobrevivido tras décadas de involución. No solo el NHS ha dispensado decenas de millones de vacunas; también los hospitales se han transformado rápidamente para atender a los pacientes graves con covid-19, además de encargarse de los tratamientos oncológicos, la atención cardiológica y otros tratamientos. Este servicio que ya ha llegado a su límite ha conseguido, de forma extraordinaria, estar a la altura del reto que suponía la enorme carga de trabajo extra.

La resiliencia de esta gran institución pública revela el potencial de la planificación pública, si es que existe la voluntad política de aprovecharlo al máximo. ¿Podría esto constituir una lección para los líderes políticos y los planificadores tras más de 40 años socavando el sector público británico?

La historia del experimento neoliberal británico de privatizaciones en masa está bien documentada. Desde principios de la década de 1980, las industrias estratégicas esenciales –que a menudo se crearon provocando un gran gasto público– se vendieron a precio de saldo con el objetivo ideológico de socavar al Estado y quitar poder al interés colectivo a favor del capital privado.

Este experimento se justificó en nombre de la llamada ‘democracia accionarial’, mediante la cual dicha nación de comerciantes se modernizaría para convertirse en una nación de pequeños capitalistas. El resultado final, parecido a lo que ocurrió durante las privatizaciones en la antigua Unión Soviética, fue que los grandes inversores engulleron rápidamente los bienes públicos. Empresas públicas tan conocidas como British Railways y British Steel se vinieron abajo de la noche a la mañana, dejando tras de sí el caos y unas altas tasas de desempleo. Las viviendas de protección oficial –especialmente en Londres– no han dado paso a una floreciente titularidad privada, sino que ahora están sometidas a unas medidas de depuración social gestionadas por grandes empresas inmobiliarias sin obligación de rendir cuentas, mientras las crisis de vivienda y las trampas en los alquileres siguen asolando nuestras ciudades.

Menos visible que la destrucción de las industrias nacionales es el modo en que las funciones básicas del Estado ya no las lleva a cabo el Estado en sí.

Durante los Juegos Olímpicos de 2012, Gran Bretaña se tuvo que enfrentar al fiasco de G4S, una empresa contratista privada que fue incapaz de brindar los servicios de seguridad que nunca debían habérsele encomendado en primer lugar. Años más tarde, en 2018, la multinacional de la subcontratación Carillion quebró repentinamente, dejando en serios aprietos a numerosos proyectos de construcción del sector público, entre los que se encontraban hospitales del NHS y proyectos de transporte de gran magnitud como el famoso Crossrail.

A pesar de estas claras señales de advertencia, la mutilación de la capacidad estatal siguió adelante. Un informe de 2019 elaborado por Tussell, una empresa de inteligencia de mercados, reveló que en un solo año se habían repartido más de 4.200 millones de libras esterlinas entre un pequeño grupo de empresas privadas consideradas ‘proveedoras estratégicas’ de servicios esenciales en representación del gobierno. Entre ellas se encontraban ATOS, ubicada en el centro de continuos escándalos y acusada de empujar al suicidio a solicitantes de prestaciones por discapacidad, así como empresas que prestan servicios penitenciarios y de vigilancia fronteriza, como el archiconocido centro de detención de inmigrantes de Yarl’s Wood, en el que la empresa de subcontratación Serco fue acusada de supervisar continuas agresiones sexuales a los internos.

Más privatización y más profunda

La subcontratación es diferente de la privatización, ya que el Estado sigue siendo responsable de los servicios que prestan las empresas privadas. El Estado se reserva el derecho de adjudicar contratos mediante licitaciones y supuestamente la rendición de cuentas se introduce en el sistema mediante la competencia por este lucrativo acceso al dinero público. Sin embargo, como demuestra el informe de Tussell, en torno a la maquinaria de la subcontratación ha surgido un cartel de facto formado por grandes empresas especializadas en este tipo de procesos de licitación pública.

Además, cuando se trata de prestaciones sumamente especializadas como los servicios ferroviarios o la asistencia sanitaria, tan solo existe una selección limitada de proveedores adecuados, lo que significa que la competencia es forzosamente limitada. A menudo, el sector público dispone de la capacidad para prestar dichos servicios de una forma más barata y con una mayor calidad, pero las leyes contrarias a la prestación directa del sector público, como la famosa ley de 1990 del mercado interno y las reformas del NHS promovidas por Lansley en 2011/2012, le obligan a participar en el procedimiento de licitación.

A nivel macroeconómico, el fraude de la subcontratación funciona como una vía directa para que el dinero de los contribuyentes se redistribuya entre las grandes empresas privadas. Los ‘ahorros por eficiencia’ que supuestamente origina esta situación provocan una disminución de los salarios, la cancelación de los derechos sindicales (respaldada por algunas de las leyes antisindicales más rigurosas del mundo industrializado) y la reducción de costes en el ámbito de la contratación. El único ámbito en el que no se ahorra es en el de la burocracia, que a menudo se descontrola y crea departamentos administrativos totalmente nuevos para gestionar los contratos y garantizar su ejecución.

En una escala más baja de la cadena de valor, la subcontratación asume una función más represiva.

A medida que los sectores privatizados o externalizados subcontratan aún más sus propias funciones en los niveles inferiores –en especial los servicios secundarios como el de la limpieza– se va volviendo más evidente el papel que desempeña la subcontratación en la aplicación de la disciplina laboral.

Los grupos de trabajadores que antes reclamaban unas normas sólidas de protección, así como cierta medida de movilidad social, están atrapados en sus trabajos subcontratados. Esta estrategia se combina con la retirada del reconocimiento a los sindicatos y con prácticas sumamente radicales para la contratación y gestión del personal. No siempre resulta más barato gestionar los servicios de limpieza de esta manera y obviamente tampoco contribuye para nada a la mejora de su calidad, pero sí supone una desventaja estructural para la organización sindical de los trabajadores.

Todo se desmorona

En 2008, el Estado británico rescató a los bancos que consideraba ‘demasiado grandes como para quebrar’ por un importe que ascendió a miles de millones de libras esterlinas. La riqueza se redistribuyó entre los poseedores de patrimonio en sucesivas oleadas de flexibilización cuantitativa, en la que se utilizó el dinero público para comprar deuda mala e inflar los precios de los activos financieros en general. El mensaje era simple: en épocas de grandes crisis, el Estado asumirá la carga de la responsabilidad financiera. Y lo más preocupante es que en los años siguientes las enormes deudas públicas que se habían contraído no se recuperaron gracias al capital acumulado, ya fuera directamente mediante impuestos o indirectamente mediante la inflación, sino que se saldaron gracias a los bolsillos de los ciudadanos de a pie. Esto se logró mediante un enorme programa de austeridad que recortó los servicios públicos y congeló los salarios del sector público.

Como consecuencia, la recuperación fue lenta e inestable y a la larga no consiguió subsanar las deficiencias estructurales de la economía que, en primer lugar, habían hecho que el sistema fuera propenso a las crisis. Así, cuando un gran impacto externo –la pandemia del coronavirus– desencadenó la siguiente crisis económica, se volvió a requerir la intervención del Estado a una escala sin precedentes hasta la fecha. La prolongada continuidad del régimen de subcontratación, después de que en 2008 se socavara la capacidad directa del Estado para intervenir, consolidó aún más el papel que desempeñaba el capital privado para garantizar que las funciones públicas más básicas siguieran funcionando.

Como parte de la respuesta inicial del gobierno ante la pandemia se construyeron varios hospitales de campaña nuevos de la noche a la mañana. Sin embargo, tras décadas en las que se diezmaron sistemáticamente los recursos del NHS, simplemente no había suficiente personal disponible para dotar a los hospitales actuales y aún menos para ceder trabajadores y equipo a las enormes instalaciones nuevas. Los hospitales, que costaron 530 millones de libras esterlinas, apenas se utilizaron. El problema ya crónico de infradotación de personal se vio agravado en 2017 por la decisión sumamente corta de miras de acabar con los subsidios para formar a nuevas enfermeras del NHS, lo cual tuvo como resultado que al año siguiente se formaran como mínimo 500 enfermeras menos.

Cabe destacar que, tras décadas de continuos abusos a manos de los sucesivos gobiernos, la capacidad del NHS para hacer frente a unos volúmenes sin precedentes de pacientes nuevos fue un verdadero milagro, propiciado completamente por un personal heroico y totalmente dedicado al principio del NHS como un servicio público universal.

Además, la incapacidad del gobierno de fabricar o adquirir incluso los Equipos de Protección Individual (EPI) más básicos fue otro escándalo nacional. La disposición que tenían los ministros del gobierno para entregar dinero público a proveedores privados poco fiables y sin escrúpulos salió a la luz cuando anunciaron a bombo y platillo que traerían en avión desde Turquía casi medio millón de batas médicas que resultaron ser inservibles. Esto podría haberse considerado un error bajo unas condiciones de gran presión si no se pareciera tanto a la decisión de 2019 de otorgar un gran contrato para gestionar ferris de pasajeros por valor de 13,8 millones de libras esterlinas a una empresa que, de hecho, no posee ningún ferri. El ministro de Sanidad Matt Hancock, quien desde entonces está siendo investigado por el modo ilícito en que se otorgaron dichos contractos, se ha defendido alegando que la urgencia de la situación exigía una licitación acelerada. En la mayoría de los casos, parece que han usado la pandemia para encubrir una corrupción evidente, especialmente después de que se revelaran los estrechos vínculos personales que existían entre los proveedores privados y ministros del gobierno como Hancock.

La incapacidad de los contratistas privados para asumir la responsabilidad derivada de las medidas esenciales de salud pública no puso freno al deseo ideológicamente motivado de entregar cada vez más dinero público a esas mismas empresas. Como resultado directo de las reformas favorables al mercado en el NHS, a la empresa de contabilidad Deloitte le encomendaron gestionar los centros de análisis de la covid-19, una tarea que fue incapaz de llevar a cabo. De manera aún más drástica, a la multinacional de las subcontrataciones Serco le encargaron desarrollar la aplicación de rastreo de la covid ‘Test and Trace’ del NHS –una vez más con resultados desastrosos y a un coste increíblemente elevado para el erario público–. Esto no impidió que Serco anunciara unos beneficios de 160 millones de libras esterlinas como resultado directo de los contratos relacionados con el coronavirus ni que estas excesivas ganancias se distribuyeran directamente entre sus accionistas.

El incidente que acaparó de manera más categórica la atención de un público horrorizado acerca del tema de la subcontratación fue la revelación de que, según los cálculos, Chartwells, la empresa que entregaba comidas gratuitas a menores empobrecidos que estaban recibiendo escolarización en sus hogares, se estaba apropiando de 25 de cada 30 libras esterlinas asignadas para el paquete de comida semanal de cada familia. A esta íntima relación entre las empresas privadas y el gobierno, que aprovechó una crisis nacional para facilitar un traspaso acelerado de riqueza de la esfera pública a la privada, tan solo se le puede llamar de una manera: corrupción.

Dios salve al NHS

El Servicio Nacional de Salud es el último baluarte del socialismo en Gran Bretaña, creado tras la Segunda Guerra Mundial como parte del marco de planificación pública inaugurado por el gobierno laborista de Clement Attlee entre 1945 y 1951. A diferencia de otros países, en los que la sanidad universal se basa en seguros financiados con dinero público, el NHS nació como un enorme bien público de planificación centralizada. Se creó después de que Aneurin Bevin, el ministro de Salud y Vivienda del período de la posguerra, supervisara la nacionalización en masa de todos los hospitales del país, incorporándolos en un servicio integral en 1947.

Además de ser el garante de la salud de la nación, el NHS desempeña un importante papel como el elemento más progresista de la imagen política de Gran Bretaña. El NHS constituye uno de los símbolos británicos más importantes y es la institución que más empleo genera en el país y de la cual depende la subsistencia de millones de personas. Debido al enorme apego de los ciudadanos a este ejemplo objetivamente exitoso del socialismo en la práctica, ha sido el objetivo de constantes ataques por parte de sucesivos gobiernos decididos a castigar al sector público por contradecir claramente sus anárquicas ideologías de libre mercado.

A pesar del infame libro del anterior ministro de Sanidad Jeremy Hunt en el que abogaba por la total privatización del NHS, la inmensa popularidad, eficiencia y necesidad del servicio de salud ha hecho que su desmantelamiento total sea imposible a nivel práctico y político. Por tanto, se ha utilizado la subcontratación para someter a sus mecanismos internos a fuerzas simuladas del mercado, especialmente mediante la separación forzosa entre la contratación y el abastecimiento, con unos procesos de licitación que conllevan pesados trámites burocráticos y se metieron a la fuerza aprovechando la brecha.

Se puede conservar la marca del NHS, pero como un repartidor de dinero público, no como el proveedor de un servicio público. Esto provoca una asignación perversa de los recursos, en la que los proveedores privados obtienen las dolencias menores (‘rentables’), pero al NHS le dejan que se encargue de las enfermedades crónicas, complejas y caras.

Asimismo, la pandemia también ha revelado la injusticia que supone subcontratar a trabajadores mal remunerados como los que se encargan de la limpieza. Recientemente, el Hospital Infantil Great Ormond Street, que recibe cada año cientos de millones de libras esterlinas en concepto de donativos particulares, cedió ante las demandas de los trabajadores de la limpieza (casi todos racializados y migrantes) para que les hicieran internos y no les subcontratara la empresa OCS, después de que votaran a favor del reconocimiento de su sindicato. En todo caso, esto demuestra cómo el modelo de subcontratación se basa fundamentalmente en socavar a los sindicatos y lo insostenible que se vuelve todo cuando los trabajadores se empiezan a organizar.

Ahora resulta evidente que ha regresado la época de la intervención estatal, pero existen indicios peligrosos de que la siguiente fase del modelo económico británico dependerá de un flujo constante de ayudas públicas para un círculo cerrado de multinacionales políticamente privilegiadas. Existe el riesgo de que grandes sectores de la economía británica reciban el mismo trato que los bancos en 2008 –el peor de los escenarios: la nacionalización de las pérdidas y la posibilidad de tomar decisiones y obtener beneficios que seguirán en manos privadas–. Aunque el modelo de libre mercado de prestación de servicios públicos está totalmente desacreditado, es más que probable que se mantenga vivo de manera indefinida mediante medios artificiales.

Este artículo ha sido traducido del inglés.

El presente artículo se publicó originalmente en Le Monde diplomatique.Lo reproducimos ahora en Equal Times con la autorización de la Agence Global.