Los rohinyás, atrapados por la desesperación y la insurgencia armada

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Una humareda negra se eleva a lo lejos. Arefa Begum, que huye de los militares, se da cuenta de que su casa está envuelta en llamas. El Ejército birmano ha quemado su pueblo Hasari Bil, situado al norte del distrito de Maungdaw, al oeste de Birmania (también denominada Myanmar), después de haber disparado contra los habitantes.

Los militares están llevando a cabo desde el 25 de agosto una sangrienta represión contra los rohinyás. “Han matado a una niña de ocho años de un disparo en el ojo”, cuenta Arefa Begum, de 30 años, a Equal Times. Esta madre de familia rohinyá ha conseguido atravesar el río Naf con sus tres hijos, pagando a los contrabandistas para llegar hasta Bangladés. “Mi marido se ha quedado del otro lado”, dice. “Ni siquiera sé si está vivo”.

Su testimonio evoca otros similares que describen las mismas escenas de horror. Tras el ataque por parte de los insurgentes a varias decenas de puestos de control policial y una base militar el pasado 25 de agosto, el Ejército birmano ha emprendido una violenta campaña de represión en las localidades musulmanas del estado de Rakáin (también conocido como Arakán), con la ayuda de las milicias budistas.

Resulta imposible comprobar la veracidad de los relatos de los supervivientes, puesto que el Ejército está impidiendo al personal humanitario y a los periodistas acceder a la región. “Están fusilando a la gente y los militares están quemando nuestras casas”, declara Saleh Ahmed, un refugiado de 60 años. “Yo salí huyendo cuando un helicóptero empezó a dispararnos”.

Más de 400.000 rohinyás ya han encontrado refugio en Bangladés y 30.000 budistas e hindúes se han visto obligados a desplazarse por la violencia. El éxodo es de una magnitud inédita. En menos de un año, Birmania ha perdido cerca de la mitad de su población rohinyá. Zeid Ra’ad Al-Hussein, del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, ha calificado los episodios de violencia de “caso típico de limpieza étnica”.

La mayoría de los refugiados intentan llegar al sudeste de Bangladés. Esta zona fronteriza se está convirtiendo en uno de los mayores campos de refugiados del mundo, pero la ayuda humanitaria es insuficiente. “Aquí llega gente todos los días”, constata Joseph Tripura, portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Bangladés.

“La situación es extremadamente grave. Los refugiados están agotados, los niños tienen hambre y no hay cobijo suficiente para todo el mundo”. Los habitantes se están movilizando para ayudar a los recién llegados, ofreciendo comida y ropa. Otros bangladesíes, contrabandistas o comerciantes, intentan en cambio aprovecharse de la situación.

Antonio Guterres, secretario general de la ONU, ha solicitado a las autoridades birmanas que pongan fin a la violencia y que permitan el regreso de los refugiados. Pero de momento, el Gobierno y el Ejército están haciendo oídos sordos a los llamamientos de la comunidad internacional.

Los militares justifican su política de tierra quemada en nombre de la lucha contra los “terroristas” del Ejército de Salvación Rohinyá de Rakáin (ARSA, por sus siglas en inglés), un grupo de insurgentes que ha reivindicado los ataques del 25 de agosto contra las fuerzas del orden. Los poderosos Tatmadaw (miembros de las Fuerzas Armadas) niegan cualquier extorsión y afirman estar atacando únicamente a los militantes.

El Gobierno birmano, encabezado por Aung San Suu Kyi, antigua opositora a la Junta militar y Consejera de Estado, está de parte de los militares. El pasado 5 de septiembre, la que fuera proclamada Premio Nobel de la Paz, declaró que la crisis de los rohinyás está sepultada bajo un “iceberg de desinformación”, negándose a reconocer la violencia de la que esta minoría está siendo víctima. Tras varias semanas de silencio, Aung San Suu Kyi ha terminado por denunciar tímidamente la semana pasada las atrocidades que se están cometiendo.

Una larga historia de persecución

Los rohinyás sufren discriminaciones en Birmania desde hace décadas. La ONU afirma que se trata de una de las minorías “más perseguidas del mundo”.

En 1982, la Ley de Ciudadanía modificó las condiciones relativas a la nacionalidad birmana, y los procesos de verificación posteriores hicieron que muchos de estos musulmanes se convirtieran en apátridas. Ahora tienen dificultades para acceder a la sanidad y a la educación, y han visto restringida también su libertad de movimiento. Aunque vivan en el país desde hace varias generaciones, muchos birmanos los consideran extranjeros procedentes del vecino Bangladés. Los denominan “bengalíes” y se niegan a emplear el término rohinyá.

El odio es especialmente palpable en Rakáin, una región occidental pobre donde viven la mayoría de los rohinyás.

“El estado de Rakáin dispone de unas reservas de gas extraordinarias. Es también escenario de grandes proyectos entre China y Birmania”, explica a Equal Times Alexandra de Mersan, antropóloga y docente e investigadora en el Institut national des langues et civilisations orientales (Inalco). “Pero los budistas de Rakáin no se aprovechan de ello. Se sienten marginados. Hay campesinos a quienes les han quitado sus tierras para llevar a cabo estos proyectos. El resentimiento es muy fuerte”.

En este contexto, los rohinyás se han convertido en chivo expiatorio. Muchos observadores sabían que era solo cuestión de tiempo el que algunos de ellos tomaran las armas para defenderse. “Era inevitable, se han visto privados de sus derechos durante demasiado tiempo”, explica Khin Zaw Win, director del instituto Tampadipa (Rangún).

El Ejército de Salvación Rohinyá de Rakáin (ARSA) se estableció en octubre de 2016, reivindicando el ataque a tres puestos de policía. También se le conoce por el nombre de Harakah al-Yaqin (“Movimiento de la fe”, en árabe).

“De momento, el objetivo de estos militantes es relativamente claro y limitado: reclaman derechos para los rohinyás, y no quieren instalar un califato en la región, ni nada por el estilo”, explica Zachary Abuza, experto en grupos armados del sudeste asiático y profesor en el National War College (Washington).

Los medios de que dispone el ARSA parecen rudimentarios. Sus militantes están principalmente armados de machetes, cuchillos y palos, aunque disponen igualmente de explosivos y de pequeñas cantidades de armas de fuego.

La mejor fuente de información sobre el tema procede de un informe del International Crisis Group (ICG) publicado en diciembre de 2016, que habla de una organización dirigida y mantenida económicamente por la diáspora rohinyá, en particular en Arabia Saudita. El único líder conocido, Ataullah abu Ammar Junjuni, nació en Pakistán y emigró a la península arábica. El ICG pierde su rastro en 2012, cuando el oeste de Birmania es destrozado durante los enfrentamientos entre budistas y musulmanes. Presente en todos los vídeos del grupo, Ataullah abu Ammar Junjuni se ha convertido en el rostro de la rebelión.

El 10 de septiembre, los insurgentes rohinyás anunciaron un alto el fuego unilateral de un mes, con el objetivo de facilitar la llegada de ayuda humanitaria al estado de Rakáin. La respuesta del Gobierno birmano fue inmediata: negarse a negociar con los “terroristas”.

“Los militantes parecen estar intentando obtener el mismo reconocimiento que tienen los demás grupos armados de Birmania, algo que el Gobierno les está negando al calificarlos de terroristas”, comenta Alexandra de Mersan.

Desde la independencia del país en 1948, diversas guerrillas étnicas (Kachin, Palaung, etc.) se han venido oponiendo a los militares en las regiones fronterizas. Sin embargo, ninguna de ellas ha sido acusada de terrorismo por las autoridades birmanas.

La violenta represión militar no hace más que acentuar la desesperación de los rohinyás y facilita el reclutamiento de nuevos militantes.

“Aunque parte de los rohinyás considera que el ARSA no actúa realmente en interés de la comunidad, la magnitud de la violencia y de los desplazamientos de la población incita al resto de los rohinyás a creer que la lucha armada y el apoyo a un grupo de insurgentes valen la pena”, analiza Anagha Neelakantan, directora del programa en la Oficina de Asia del International Crisis Group.

Al-Qaeda y el Estado Islámico llevan varios años evocando el drama de los rohinyás en su propaganda. A los analistas les preocupa que el ARSA pueda llegar a recuperarse, pero los rebeldes niegan cualquier vínculo con esos grupos transnacionales. “Por el momento no tenemos ninguna prueba que demuestre la existencia de un proyecto común entre estos militantes y los grupos yihadistas internacionales”, confirma Anagha Neelakantan.

Los rohinyás que huyen siguen llegando a diario a Bangladés, vaciando el norte de Rakáin de su población musulmana. La mitad de los refugiados son niños, según estimaciones de la ONU.

Tras 13 días de camino, Mohammed Araf, de 16 años, llega al campo de Kutupalong con sus ocho hermanos y hermanas. Este estudiante de secundaria no ve ningún futuro para él en Birmania. “No volveremos a Birmania a menos que seamos reconocidos como rohinyás y como ciudadanos”, declara.

Este artículo ha sido traducido del francés.

Abu Rehan ha contribuido a este artículo desde el distrito de Cox’s Bazar, en Bangladés.