El sector agrícola italiano atrapado entre la competitividad y la esclavitud moderna

El sector agrícola italiano atrapado entre la competitividad y la esclavitud moderna

Yvan Sagnet recientemente investido Caballero por su lucha contra la esclavitud moderna en el multimillonario sector agrícola italiano.

(Matteo Congregalli)

La gota que colmó el vaso para Yvan Sagnet, un inmigrante camerunés que trabajaba en una plantación de tomates de Puglia, Italia, llegó un sofocante día de verano de 2011. La cosecha estaba en pleno apogeo y las cuadrillas de jornaleros indocumentados trabajaban a 42°C, sin agua ni aseos a los que acudir.

Ahmed, uno de los compañeros de la cuadrilla de Sagnet, se desplomó exhausto. “Está prohibido que te mueras aquí, amigo”, le dijo Adem Meki, el capataz de la cuadrilla, de nacionalidad sudanesa, mientras Ahmed imploraba que le llevaran al hospital.

Sagnet intervino para ayudar a Ahmed y se enzarzó en una pelea con Meki. Los dos hombres cayeron al suelo y tuvieron que separarles, maltrechos y magullados. Al final, Ahmed no tuvo más remedio que pagar a Meki 20 euros para que éste le llevara al hospital más cercano. Todo el mundo volvió a trabajar; pero Meki no podía imaginar que Yvan estaba a punto de encabezar la primera huelga de trabajadores agrícolas migrantes de la historia italiana.

Italia es una potencia agrícola que dedica casi el 43% de su tierra a la agricultura. Después de la Segunda Guerra Mundial transformó su agricultura de subsistencia en intensiva, con ánimo de lucro.

Las exportaciones italianas hortofrutícolas han alcanzado hoy los 36 millones de euros pero, en las últimas décadas, los precios de los productos agrícolas al por menor se han desplomado y han abocado a los agricultores a encontrar formas de reducir los costos de producción, para mantenerse competitivos y continuar generando beneficios.

Todo ello, unido a la desregulación, ha dado como resultado un ingente número de jornaleros extranjeros cobrando salarios de miseria, contratados por capataces conocidos como capolari, que trabajan como intermediarios para agricultores locales.

“El Caporalato [los capataces de cuadrillas de jornaleros] es un sistema que afecta a los segmentos más vulnerables de la sociedad: las mujeres italianas y los inmigrantes extranjeros de África y Europa oriental”, explica Sagnet durante la charla que ofrece a los estudiantes quinceañeros de una escuela de Parma, al norte de Italia.

“El ultraliberalismo genera injusticia”, continúa. “Si el agricultor no tiene más remedio que vender un kilo de tomates por unos pocos céntimos de euro, se verá obligado a pagar una miseria a los trabajadores”.

Guetos y capataces

Sagnet, de 32 años, se dedica ahora a tiempo completo a luchar contra la explotación extrema en el sector agrícola. “Lo que mis compañeros y yo hemos soportado es esclavitud. Cuando no te consideran una persona y te convierten en una cosa”.

Cuando Sagnet llegó por primera vez a Italia en 2008, desde Duala, Camerún, soñaba con convertirse en jugador de fútbol, pero acabó decidiéndose a estudiar ingeniería. En 2011 su universidad le retiró la beca y Sagnet optó por ir a trabajar en la recolección de frutas y verduras, al sur de Italia, para ganar dinero y continuar sus estudios.

Según la confederación sindical italiana FLAI-CGIL hay unos 420.000 trabajadores contratados ilegalmente trabajando en condiciones de explotación en la agricultura intensiva en todo el país. Les contratan por temporadas: el verano en Puglia, donde las plantas aguardan, cargadas de tomates rojos; en invierno se trasladan a Calabria, para la recolección de naranjas; y, en primavera, los jornaleros se marchan a Pachino, Sicilia, a recoger tomates cherry.

Estos constantes traslados requieren alojamiento temporal. A los jornaleros inmigrantes les alojan en barracas metálicas en medio del campo, llamadas “guetos”, que pueden cobijar hasta 3.000 personas.

El gueto de Nardò, situado entre Lecce y Gallipoli, en la región de Apulia, no está lejos de los complejos hoteleros, abarrotados de turistas durante el verano. Allí, los caporali dirigen toda una economía paralela:

“¿Que tienes hambre? Tienes que ir a su ‘restaurante’ (normalmente una choza que sirve comidas). ¿Que tienes sed? Tienes que comprar una botella de agua al capataz por 0,50 euros. ¿Que necesitas una chica? Tienes que pagar a las prostitutas del capataz”, explica Sagnet.

Cada mañana, los caporali organizan a los jornaleros en cuadrillas y los trasladan a los campos. Sagnet dice que, cada mañana, pagaba cinco euros para que le llevaran al campo en una furgoneta de nueve plazas que transportaba 24 trabajadores más. “Todo se hace para maximizar el beneficio de los capataces”.

Los jornaleros faenan cada día desde el amanecer hasta bien entrada la tarde, bajo un sol de justicia, por unos 20 euros al día. Sagnet dice que habitualmente los trabajadores sacuden las ramas de tomate en contenedores de tres toneladas, por apenas 3,50 euros el contenedor.

Sin embargo, el día en que Ahmed cayó enfermo, Meki –el capataz de la cuadrilla– había ordenado a los trabajadores recoger los tomates uno a uno, para que estuvieran en perfectas condiciones para las ensaladas preparadas en porciones individuales. Este es un trabajo mucho más duro y los jornaleros reclamaban un salario mayor.

Cuando Ahmed fue trasladado al hospital, Sagnet reunió a sus compañeros y organizó la huelga. “A la mañana siguiente no fuimos a buscar a un capataz para que nos contratara durante esa jornada. Los demás trabajadores nos miraban con incredulidad”, afirma. Sin embargo, poco después, otros jornaleros de Nardò se sumaron a la huelga, coordinada por Yvan y otras 13 personas.

El alzamiento de los jornaleros

Según la FLAI-CGIL, los tomates son “el oro rojo” de Italia. El volumen de negocio ligado al caporalato ronda los 30 millones de euros. De repente, todo ese rentable oro rojo se estaba pudriendo bajo el sol. Pero Sagnet se dio cuenta de que la huelga debía atraer la atención de mucha más gente, así que los huelguistas acarrearon piedras y grandes troncos de madera a una autopista cercana y provocaron un atasco de casi seis kilómetros. Incrédulos, los turistas llamaron a la policía y esta atrajo a los medios de comunicación nacionales. Los italianos tomaron lentamente conciencia del costo humano que tienen los alimentos que consumen.

La huelga de Nardò no fue la primera: en 2010, los inmigrantes nigerianos que trabajaban como jornaleros en la región de Calabria convocaron una huelga contra la mafia local, que les obligaba a trabajar en condiciones cercanas a la esclavitud durante la recolección de naranjas, luego utilizadas por las compañías como Coca Cola y San Pellegrino.

Después de días de disturbios con la ’Ndràngheta –una de las mafias más sangrientas de Italia– la policía reubicó a miles de trabajadores en centros de detención y cercenó la reivindicación de un trabajo decente que clamaban los inmigrantes.

Afortunadamente, las cosas acabaron mejor para los trabajadores migrantes de Nardò. “Llegó un momento en el que los agricultores vinieron a rogarnos que recogiéramos sus tomates”, explica Sagnet. “Prepararon contratos para casi la mitad de los trabajadores del gueto”.

La huelga sacó a la luz la explotación oculta en la agricultura italiana de una forma tan flagrante, que las autoridades no pudieron hacer la vista gorda. Al poco del alzamiento de Nardò, en 2011, se aprobó una nueva ley que ilegalizaba la explotación de la mano de obra indocumentada por los capataces de cuadrillas.

Ese mismo año, la Oficina del Fiscal Antimafia del Distrito de Lecce ordenó 22 detenciones y el inicio de una investigación. Las autoridades descubrieron una red de tráfico de seres humanos entre el norte de África y el sur de Italia, diseñada para suministrar a los capataces una mano de obra fácilmente explotable.

Sagnet fue el principal testigo del caso Saber –llamado así por Saber Ben Mahmoud Jelassi, uno de los capos encargados de contratar a los temporeros migrantes–. Hoy Sagnet no puede revelar dónde vive, por temor a represalias.

¿Nueva legislación, nuevas soluciones?

En los últimos años, la crisis de la migración ha multiplicado el número de temporeros indocumentados. Sólo en los tres primeros meses de 2017 llegaron a Italia casi 20.600 personas.

Mientras esperan a que les concedan el asilo o su documentación, el trabajo en el campo suele ser su única vía de ganarse la vida. “No podemos comentar lo que la gente a la que ayudamos hace cuando sale de nuestro edificio”, explica a Equal Times un funcionario de un proyecto estatal de ayuda a los refugiados en Calabria. “Pero es tan frecuente que nuestra gente trabaje en los campos por un puñado de euros, que simplemente cerramos los ojos”.

Giovanni Mininni, secretario nacional del sindicato FLAI-CGIL, es una de las personas que propició la reciente legislación sobre los capataces de cuadrilla, aprobada a finales de 2016.

“La antigua ley de 2011 permitía demandar penalmente a los capataces de las cuadrillas, pero no tocaba a los agricultores que les contrataban”, explica Mininni. La nueva ley pide, además, responsabilidades a los agricultores. Si les declaran culpables de haber contratado mano de obra ilegal pueden caerles hasta seis años de cárcel”.

Las asociaciones de emprendedores se oponen públicamente a la nueva legislación, argumentando que merma los beneficios del sector. Para algunos, el sistema de capataces de cuadrillas es el único que les permite mantenerse competitivos en el mercado actual.

“Pero no podemos cargar el peso de la competitividad sobre los hombros de los trabajadores vulnerables”, señala Mininni. “Los agricultores que se oponen a la nueva legislación deberían salir del mercado”.

Sagnet se muestra satisfecho por la nueva legislación, pero la considera sólo parte de la solución. “El auténtico problema son las multinacionales, las grandes cadenas de supermercados que deciden los precios al por menor y tienen un efecto dominó sobre el resto de la cadena de suministro. Si los agricultores tienen que vender los tomates a 0,80 euros el kilo, los capataces de las cuadrillas se verán obligados a intentar contratar a temporeros por una miseria. La solución de verdad pasa por una producción ética. El comercio alimentario equitativo puede convertirse en una norma asequible”, afirma.

Mbaye Ndiaye es el senegalés fundador de Ghetto Out/Casa Sankara, una organización local de Apulia que se encarga de sacar a los jornaleros de los guetos y trasladarles a sus granjas. Allí, Mbaye ayuda a los inmigrantes a encontrar un trabajo digno en granjas locales dispuestas a pagar un salario equitativo.

Los 200 trabajadores que acogen en la actualidad proceden de Rignano Garganico, donde se hacinaban hasta 3.000 migrantes. Les evacuaron este mes de marzo, tras el incendio que calcinó su gueto, en el que fallecieron dos trabajadores a finales de 2016.

“Queremos ofrecer una alternativa”, explica Ndiaye, refiriéndose a la organización que lanzó en 2016. “Estamos hablando con agricultores y emprendedores para colaborar en la cosecha de este año”.

En cuanto a las alternativas, Sagnet, investido Caballero en febrero de 2017 por el presidente italiano Sergio Mattarella, por su labor contra la esclavitud moderna en las cadenas de suministro agrícolas, está llevando su lucha un paso más allá.

“En Italia se da la paradoja de que nuestros productos alimentarios tienen que tener una certificación de calidad, pero no nos importa si es o no ética”, afirma, refiriéndose a NO-CAP –o No al Caporalato– un organismo europeo que está estableciendo y que emitirá a los productos certificados “libres de esclavitud”. “El objetivo es que una etiqueta certifique que el producto se ha elaborado de manera ética. De esta forma, el consumidor puede elegir”.

Las cosechas de tomates y naranjas de 2017 serán el momento de la verdad para las medidas contra los capataces de las cuadrillas y para iniciativas como NOCAP y Casa Sankara. Con tantos migrantes llegando casi a diario a Italia, con los trabajadores búlgaros, rumanos e italianos desesperados por trabajar, los capataces tendrán donde elegir. El verdadero reto será si las autoridades locales cuentan con los recursos —y los tendrán— para aplicar las leyes diseñadas para proteger a algunos de los trabajadores más explotados de Italia.

Este artículo ha sido traducido del inglés.