El tiempo de las mujeres latinoamericanas

El tiempo de las mujeres latinoamericanas

Instantánea que captura un momento de tensión durante el Encuentro Nacional de Mujeres en Mar de la Plata, Argentina, de 2010.

(Gisela Volá/Sub. Coop)

El despertar se manifestó de un día para otro, con acelerada urgencia, pero venía cocinándose a fuego lento desde hacía décadas. El 3 de junio de 2015, el primer Ni Una Menos, las mujeres argentinas tomaban el liderazgo de un movimiento tectónico que llegaría a decenas de países con una consigna inapelable que nacía del rechazo a un brutal feminicidio: “dejen de matarnos”.

Al año siguiente, el 3 de junio, Ni Una Menos se consolidaría como un símbolo de un movimiento de mujeres revitalizado, que se internacionaliza por desborde, tejiendo redes que hermanan a mujeres de todo el continente latinoamericano, hasta convertir una consigna en la más repetida en las cada vez más frecuentes manifestaciones:

“Alerta, alerta, alerta que camina: mujeres feministas por América Latina. Y tiemblan, y tiemblan, y tiemblan los machistas: América Latina va a ser toda feminista”.

Ese temblor se sintió en todo el mundo, y con especial fuerza en los Estados Unidos (el pasado 21 de enero), donde las mujeres respondieron con contundencia a la actitud misógina de su presidente, Donald Trump.

El éxito del primer Ni Una Menos sorprendió a propias y extraños, pero fue posible gracias a décadas de activismo, un acumulado en el que destacan los 31 años del Encuentro Nacional de Mujeres (ENM), que en su última edición, celebrada en octubre en Rosario, reunió a 90.000 mujeres.

Como la masiva manifestación de este 8 de marzo en Buenos Aires, las marchas del Encuentro suelen terminar en polémicos altercados frente a la catedral (en esta ocasión con episodios de represión policial y detenciones “arbitrarias”, según los colectivos de mujeres, que denunciaron una “cacería de mujeres”).

Cuando se rompió el silencio

Ni Una Menos fue, ante todo, un aparato comunicacional, organizado por periodistas feministas, que logró visibilizar una realidad tan monstruosa como naturalizada: que cada 30 horas, una mujer muere en Argentina sólo por el hecho de ser mujer. Pero fue también un intento de visibilizar la cadena de continuidades que van desde el acoso callejero, la brecha salarial o los micromachismos de cada día, hasta la violación y el feminicidio.

Las cifras bailan, porque hasta ahora los Estados latinoamericanos no se han ocupado de elaborar las estadísticas de guerra silenciosa que la antropóloga brasileña Rita Segato llama “femigenocidio”.

En Argentina, son organizaciones feministas como MuMaLa las que publican las cifras de feminicidios: en 2016 fueron 322 mujeres asesinadas; en el 66% de los casos, a manos de su pareja o expareja.

En el resto del continente la situación no es más halagüeña. Brasil es el quinto país del mundo donde se mata a más mujeres: en 2013, fueron asesinadas 4.762 mujeres, o lo que es lo mismo, 13 mujeres cada día. En Honduras, pese a su pequeño tamaño, se perpetraron 531 feminicidios en 2014; en El Salvador, 230. Un goteo silencioso y mortal.

Hasta que se rompió el silencio. A los pocos días de volver del último Encuentro, las mujeres argentinas supieron que, mientras ellas se manifestaban en las calles rosarinas, Lucía, de 16 años, había sido torturada, violada y asesinada en Mar del Plata. Murió de dolor, empalada, desgarrada. Las mujeres argentinas fraguaron en pocas horas la manifestación del 19 de octubre, el miércoles negro. Y siguieron tejiendo: convocaron una inédita huelga el 25 de noviembre, que tuvo resonancia en decenas de países.

Ecuador vivió ese 26 de noviembre la primera marcha nacional contra los feminicidios. Y las mujeres colombianas se dieron cita, bajo el hashtag #rompeelsilencio, para una masiva donación de zapatos que representaba el vacío que dejan las mujeres cuando las desaparecen.

Se trataba de “mostrar que sólo por el hecho de ser mujeres tenemos la gran posibilidad de morir, y que esto, que es grave e inconcebible, lo asumimos como algo normal”, en palabras de la inspiradora del movimiento, María Isabel Covaleda.

Internacionalismo feminista y popular

“Fue impresionante cómo se expandió, pero eso fue posible porque había una construcción en los territorios que se venía cocinando a fuego lento”, explica la académica Verónica Gago. Esas nuevas alianzas se tejen tanto hacia fuera como hacia dentro del país; y van tomando forma, aunque de un modo que los expertos en relaciones internacionales tal vez no consigan categorizar.

“Se empieza a dar una especie de internacionalismo que se mezcla con lo popular de una forma muy poderosa, con una forma de articularnos que no es vertical”, sostiene Gago.

Y, parafraseando a Emma Goldman, la revolución que interesa a las mujeres latinoamericanas es “a ritmo de baile”. Las experiencias son diversas y mezclan la reivindicación política con el arte y la diversión. Como la rapera chilena Anita Tijoux, que en Antipatriarca recuerda: “No voy a ser la que obecede / Porque mi cuerpo me pertenece”.

O los diversos feminismos negros y periféricos que, después de años de alisar su cabello porque se les había hecho creer que el suyo era feo, descubren en sus rizos indomables el mejor símbolo de su fortaleza y libertad. O los provocadores grafitis y performances de las bolivianas Mujeres creando.

Es el caso, también, de los cientos de mujeres afrodescendientes que, desde hace doce años, salen a las calles de São Paulo en el espectacular bloque carnavalesco Ilú Obá de Min, que, en la lengua africana iorubá, significa mujeres que tocan tambores para (el dios) Xangó.

“Muchas mujeres dicen que el tambor fortalece. Cada una tiene sus motivos. Unidas, hacemos a Ilú Obá caminar por el mundo”, cuenta una de las integrantes de la formación, que cada año homenajea a una mujer negra.

Entre los tambores, los grafitis o los versos, descubren eso tan especial que ocurre cuando se juntan las mujeres; eso que la activista mexicana Raquel Gutiérrez llama “entre mujeres”:

“Establecer espacios para reunirse, para hablar, para apoyarse entre sí... La lucha se va tiñendo de nuevos colores que se van mirando y atacando durísimos problemas sociales como la violencia intrafamiliar. El entre mujeres prolifera en todas las luchas y múltiples rincones del paisaje social de América Latina”.

Esas redes, informales pero muy reales, tomaron forma en la convocatoria del pasado 8 de marzo, que tuvo resonancia en todo el mundo. Y concretamente en Paraguay: “Este paro es contra el patriarcado y el capitalismo que nos explota. La fuerza y la resistencia de las mujeres se ven y están en marcha”, señaló a Página 12 la activista paraguaya Alicia Amarilla Leiva, que encabeza la Coordinadora Nacional de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas (Conamuri).

El desafío que lanza Rita Segato al movimiento da cuenta de la dimensión del reto y de la oportunidad que tienen ante sí las mujeres latinoamericanas:

"Yo creo que este 8M tiene por misión reconstruir el estilo de hacer política de las mujeres. Si en los años 60 el feminismo dijo ‘lo personal es político’, el camino que propongo no es una traducción de lo doméstico a los términos públicos, sino el camino opuesto: ‘domesticar la política’, desburocratizarla, humanizarla en clave doméstica”.

El feminismo llega a los barrios

Las mujeres latinoamericanas bailan, marchan, sueltan sus cabellos, tejen juntas una internacional feminista que se expande con cada vez más protagonismo de los barrios, de las mujeres indígenas y afrodescendientes, de los sectores populares.

Es, tal vez, el principal rasgo de este movimiento renovado: “El feminismo provocaba rechazo en los barrios; se percibía como una ideología de elites, ligada a la clase media y a la academia. Ahora parece que el discurso de la violencia sobre los cuerpos logró tomar algo de la preocupación en los barrios; y esa sensibilidad penetró transversalmente las clases sociales”, afirma Verónica Gago.

Así lo explica Gabriela Olguin, dirigente de la cooperativa El Adoquín, que reúne a 400 trabajadores manteros, y de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP). Ella lo explica así:

“La llegada de los sectores populares al feminismo se va dando muy lentamente. El discurso feminista ha estado en manos de la progresía culta; el feminismo ha sido antiperonista. Se ha impuesto hasta ahora una visión de clase; pero para que ser un movimiento realmente masivo y transformador, el feminismo tiene que avanzar con todas”.

Al otro lado de la frontera, en la periferia de São Paulo, Helena Silvestre, líder del movimiento de base Luta Popular, afirma: “El mundo capitalista nos explota, nos oprime, nos empaqueta, nos etiqueta y nos vende. Transforma a las mujeres en culpables de las violencias que sufren en sus carnes.

Las pobres, las negras, las indígenas, las LGTBI, son, hace siglos, las que más mueren asesinadas, las que más son violadas, violentadas, las que fallecen por abortos clandestinos mientras las ricas blancas abortan en el confort de las clínicas particulares”.

Pero ahora “las mujeres pobres –doblemente explotadas– se levantan contra su situación. Las mujeres negras encuentran en su historia la fuerza que necesitan para asumir sus cabellos y su lugar en la batalla”.

“Si el capitalismo crece en la fragmentación, para luchar contra él nosotras tenemos que hacer lo contrario: estar juntas. La violencia machista está metida en nuestra estructura más profunda”, apunta Olguin.

En palabras de Helena: “El mundo nos mata cuando nos transforma en culo y tetas, cuando nos niega el derecho a la jubilación, cuando no tenemos casa donde criar a nuestros hijos, cuando nos hace creer que es más bonito tener la nariz fina y el labio rosado.

’’Son tantos dolores que sólo podemos ser fuertes si nos juntamos, como trabajadoras”.