En Honduras y El Salvador “los líderes sindicales se exponen a ser asesinados en cualquier momento”

En Honduras y El Salvador “los líderes sindicales se exponen a ser asesinados en cualquier momento”

Joel Almendares, secretary general of the Confederación Unitaria de Trabajadores de Honduras, photographed on 20 February 2020 in Tegucigalpa, Honduras.

(Martín Cálix)

Un día cualquiera, Joel Almendares asesora a estudiantes de bachillerato y de secundaria sobre cómo obtener buenos resultados escolares y planificar su futuro. Pero también se enfrenta a continuos temores de violentos ataques contra su persona y sus compañeros sindicalistas. Almendares es el secretario general de la Confederación Unitaria de Trabajadores de Honduras (CUTH), una central sindical que agrupa a sindicatos procedentes de un amplio abanico de sectores incluyendo la agricultura, el textil o la educación. Él pertenece a este último; antes de trabajar con adolescentes fue profesor de niños de primaria y de estudiantes universitarios. Pero la docencia en Honduras puede ser un trabajo muy arriesgado. Según la ACNUR, 90 maestros fueron asesinados por pandillas entre 2010 y 2019. Almendares se muestra además muy crítico hacia el poder gobernante en Honduras. Lo que es, en conjunto, una peligrosa combinación.

La región en la que vive, Centroamérica, es una de las más violentas del mundo en cuanto a la tasa de homicidios. Un éxodo de migrantes y refugiados –una media de 265.000 al año– hacia lugares como Estados Unidos, México u otros países de Latinoamérica o incluso de Europa, ha atraído la atención internacional en la última década. Los patrones migratorios se han dividido y multiplicado conforme las draconianas políticas de inmigración de la Administración Trump en los Estados Unidos hacen todo lo posible por rechazarlos, deportando a la mayoría de regreso a la región o bien obligándolos a esperar en México hasta que se procesen sus solicitudes de asilo. Una vez deportados, quienes habían sufrido amenazas de violencia no pueden quedarse en su país, de manera que inmediatamente intentarán volver a salir, tantas veces como sea necesario hasta llegar a los EEUU o a cualquier otro destino.

Especialmente en Honduras y el vecino El Salvador, la dura situación de la que intentan huir esas personas responde a la convergencia de una serie de factores que incluyen corrupción, pandillas callejeras, los cárteles de la droga, políticas de seguridad represivas y una larga historia de violencia arraigada en la sociedad.

Otro factor adicional es la pobreza y una tremenda desigualdad: Honduras es el sexto país con mayor desigualdad del mundo y el más desigual en América Latina, mientras que en El Salvador, el 70% de las personas que trabajan no tienen un empleo ni un salario estables y constantemente tienen que luchar para sobrevivir. La sindicalización conecta a los trabajadores hondureños y salvadoreños con todos esos factores. Es una labor arriesgada.

La Confederación Sindical Internacional (CSI), en su Índice Global de los Derechos 2019, dio a Honduras la ‘calificación 5’ (sólo 5+ es peor), que corresponde a aquellos países donde los derechos sindicales no están en absoluto garantizados. Los ataques relacionados con la actividad sindical no son inhabituales. En diciembre de 2019, la Red contra la Violencia Antisindical en Honduras denunció la vulnerabilidad de sus miembros, después del asesinato el 16 de noviembre de un miembro del Sindicato de Trabajadores de la Tela Railroad Company (SITRATERCO): Jorge Alberto Acosta Barrientos, quien fue acribillado a balazos dentro de un billar, después de haber recibido una serie de amenazas de muerte.

“El Gobierno está permitiendo que se nos ataque”

Un sector donde la violencia es particularmente común es la agroindustria. La obtención y el procesamiento del aceita de palma ilustra perfectamente el problema. Se producen injusticias sistemáticas. La mayoría de las compañías ni siguiera pagan el salario mínimo hondureño, que se sitúa entre los 269 y los 327 dólares USD al mes. “A la gente la ven como animales casi”, comenta Almendares a Equal Times.

Desde 2011, más de 100 trabajadores agrícolas han sido asesinados en las plantaciones propiedad de la familia Facussé, magnates del cultivo de palma, en una larguísima batalla por la tierra y el trabajo. Los Facussé figuran entre los clanes más poderosos de Centroamérica y los asesinatos presuntamente fueron cometidos por sus guardias de seguridad.

El conflicto tiene sus orígenes en los años 1970, cuando miles de trabajadores agrícolas fueron desposeídos de sus tierras en una maniobra legitimada como parte de las reformas de ajuste estructural. El Banco Mundial no tuvo reparos en proporcionar fondos a compañías privadas como Dinant –uno de los principales productores de aceite de palma y productos alimenticios en Centroamérica, propiedad de los Facussé– que, por su parte, procedieron a apropiarse de enormes extensiones de tierras. Esto suscitó tensiones que no han hecho sino aumentar con el tiempo.

Conforme el aceite de palma empezó a convertirse en un negocio cada vez más lucrativo dentro de la economía global, la organización sindical ha sido uno de los pocos recursos que podían emplearse para interceder en la situación. Los trabajadores de dos empresas palmeras están sindicalizándose actualmente. Sin embargo, en los últimos dos años, el Ministerio de Trabajo de la actual Administración del presidente Juan Orlando Hernández se ha negado a aprobar su registro, según comenta Almendares. El Ministerio ha venido cancelando las reuniones previstas para avanzar en el proceso de inscripción legal. Entre tanto, algunos de los organizadores sindicales han recibido amenazas de muerte o han sido objeto de despidos improcedentes.

El Ministerio de Trabajo muestra la misma reticencia en relación con los trabajadores de las plantaciones de melón, según Almendares. “Esto constituye una clara violación de los tratados internacionales”, afirma en declaraciones a Equal Times. “El Gobierno está permitiendo que se nos ataque”.

Entre esas luchas, en enero de 2019 se registró un hecho positivo cuando una de las mayores marcas de fruta del mundo, la multinacional irlandesa Fyffes –propiedad del conglomerado japonés Sumitomo–, reconoció oficialmente al Sindicato de Trabajadores de la Agroindustria y Similares (STAS) como legítimo representante del personal en Honduras. No obstante, ese acuerdo sólo tuvo lugar tras de una campaña global instando a Fyffes a remediar dos décadas de abusos contra los derechos humanos y laborales en sus meloneras en Honduras, incluyendo el robo de salarios y la exposición a agroquímicos tóxicos. El secretario general del STAS, Moisés Sánchez, fue secuestrado en 2017 y amenazado de muerte si no abandonaba el sindicato; ahora la persecución parece haberse trasladado a los tribunales, llevándolo a juicio acusado de ‘usurpación’. La intimidación y la vigilancia continúan.

Otro sector contrario al sindicalismo es la industria textil que, según datos gubernamentales, emplea a más de 150.000 hondureños y genera una cifra que supera los 440 millones de dólares al año. Los esfuerzos de organización a menudo desembocan en despidos o amenazas a los trabajadores, indica Almendares, y las compañías incrementan su influencia recurriendo a tribunales corruptos para eludir la débil legislación laboral vigente. Trabajadores del textil y de la agroindustria figuran entre los 89 casos documentados de amenazas de muerte contra integrantes de sindicatos miembros de la CUTH. Las amenazas suelen estar vinculadas a su afiliación sindical, pero también pueden guardar relación con la política.

“En Honduras, el silencio es una forma de supervivencia”

En 2009, un golpe de Estado reestructuró la élite empresarial y política del país, con el acceso al poder de actores que tenían vínculos significativos con cárteles de la droga. El golpe depuso a Manuel Zelaya, el presidente de izquierdas elegido democráticamente, dando paso a una serie de líderes de derechas, principalmente del Partido Nacional de Honduras.

El presidente Juan Orlando Hernández ha gobernado Honduras desde 2014. Durante su mandato, procedió a atenuar las medidas anticorrupción, militarizar la seguridad pública y tomó medidas para restringir la emigración hacia EEUU. Con estas dos últimas políticas obtuvo el firme apoyo de las Administraciones de los dos presidentes estadounidenses, Trump y Obama, a pesar de que la elección del presidente Hernández estuviese ensombrecida por las denuncias y evidencias de fraude electoral y de que, el año pasado, su nombre haya sido citado, vinculándolo con el tráfico de drogas, durante un juicio celebrado en Nueva York.

Durante dicho juicio, el hermano del presidente, Antonio Hernández, fue declarado culpable de producir y distribuir 220 toneladas de cocaína para su comercialización en los Estados Unidos. Los principales testigos de cargo declararon que Antonio había aceptado en varias ocasiones sobornos millonarios de narcotraficantes –incluido el líder del cártel mexicano Chapo Guzmán– para financiar la carrera política de su hermano.

Pero los cárteles no son sino la última iteración de un viejo problema. “Honduras es algo más que un narco-Estado”, tal como relata la periodista hondureña Jennifer Ávila. Antes de que los cárteles se adueñasen del país, era “un grupo corrupto de élites, junto con una empresa frutícola [la United Fruit Company, ahora conocida como Chiquita Brands International], la que esgrimía el poder por encima de la presidencia. El Estado estaba diseñado para facilitar el crimen y el enriquecimiento de unos pocos elegidos” afirma, añadiendo que “En ambos casos, el silencio es oro. El silencio es una forma de supervivencia”.

No obstante, los sindicatos no guardan silencio. “Los dirigentes sindicales reciben amenazas después de convocar huelgas”, indica Almendares, pero “casi siempre muestran públicamente una fuerte oposición al régimen”. Esta bravura los pone en peligro por triplicado; y es que la violencia puede ser la culminación de un efecto dominó.

Siempre hay un patrón común: los sindicatos se enfrentan a congresistas por bloquear el proceso de inscripción o por debilitar la legislación laboral. Esos políticos son a su vez empresarios o aliados de empresarios que se resisten a aplicar los derechos laborales para obtener mayores beneficios. Y en el contexto posterior al golpe, no resulta inhabitual que congresistas o empresarios se alíen con cárteles de la droga. Así que cuando los trabajadores hacen frente a la élite empresarial o política, simultáneamente también se enfrentan a los narcos.

La última ficha de dominó incluye a las pandillas callejeras; en Honduras, los cárteles suelen contratar como sicarios a miembros de esas pandillas, de manera que los individuos que aprietan el gatillo matando a sindicalistas pueden ser pandilleros, pero los asesinatos se planifican desde mucho más arriba. “Todos los dirigentes estamos expuestos a que nos asesinen en cualquier momento”, afirma Almendares. “Todo el mundo [en Honduras] se calla, todo el mundo quiere conservar su vida”.

Sobrevivir a las maras y la impunidad en El Salvador

En el vecino El Salvador, la actividad sindical choca con dos obstáculos principales: la violencia, y una antigua cultura antisindical fomentada por la nueva dirigencia política. El país es conocido a nivel internacional por su lucha contra las pandillas callejeras (maras), particularmente tres de ellas: la Mara Salvatrucha (MS-13) y las dos facciones de Barrio 18. Las maras explotan a los trabajadores, a quienes extorsionan económicamente. Controlan “la vida económica del país”, según Francisco Quijano, secretario general de la Central Autónoma de Trabajadores Salvadoreños (CATS). “En los territorios es donde verdaderamente se siente”.

También es en los barrios donde esas pandillas limitan la movilidad de los trabajadores. Las maras han dividido el país en reducidos territorios que mantienen una continua disputa, estableciendo fronteras invisibles que pueden poner en peligro la vida de cualquiera que se atreva a atravesarlas. Se considera que las personas están marcadas por la mara que controla su barrio, aun cuando no tengan conexión alguna con la pandilla, de manera que se las considerará enemigas –y potenciales espías– en el territorio controlado por maras rivales.

En muchos municipios, para poder entrar a hablar con los trabajadores “hay que informar a los jóvenes”, comenta Quijano, refiriéndose a los miembros de las pandillas. Afirma que los trabajadores se enfrentan a intimidación y corren peligro si su labor requiere entrar en un barrio que no sea el suyo, ya que no siempre está claro qué mara tiene el control en un momento dado. Algunos trabajadores sanitarios afiliados a la CATS, por ejemplo, fueron asesinados porque su ruta empezaba en un extremo del municipio y terminaba en otro, controlados por maras rivales.

Un medio que tienen los trabajadores para intentar protegerse es no llevar consigo su documento único de identidad (DUI), donde figura su domicilio. Las maras suelen pedirle el DUI a cualquier extraño antes de permitirle entrar al barrio. Muchos sindicatos aconsejan por tanto a sus afiliados que no lleven encima el DUI, así si les paran, pueden decirles cualquier cosa y “tener muchas más probabilidades de conseguir escapar”, indica Quijano a Equal Times.

Pero el problema es que el DUI se necesita en el papeleo para crear o afiliarse a un sindicato. La información relativa al domicilio termina remitiéndose tanto al empleador como al Ministerio de Trabajo. Los sindicatos temen que dicha información pueda filtrarse según convenga; recomiendan por tanto a los trabajadores que eviten en la medida de lo posible que su domicilio figure en esa documentación.

Otra complicación añadida está en la esencia misma de la comunidad: las maras no son invasores extranjeros. “Los jóvenes que pertenecen a esas pandillas son nuestros jóvenes, de nuestras comunidades”, apunta Marielos de León, secretaria general de la Unión Nacional de Trabajadores Salvadoreños (UNTS). Las maras están integradas por hijos, familiares y vecinos de miembros del sindicato, y la falta de auténtico interés político por resolver las causas subyacentes de la existencia de esas pandillas –sumada a la constante brutalidad policial y una política de seguridad con muy poca visión– pesa mucho en los trabajadores.

Al igual que en Honduras, de León comenta que algunos de los ataques de las maras contra miembros del sindicato en El Salvador no están planificados por la misma mara sino que actúan como sicarios contratados. La impunidad es un problema generalizado, de manera que contratar a pandilleros como sicarios puede resultar beneficioso para cualquiera que considere la organización sindical como una amenaza, dado que el sistema judicial rara vez identifica a los autores intelectuales de los crímenes. “Cualquier cosa que le pueda pasar a la gente, es facil llamarlo ’delincuencia’”, explica de León.

Sin embargo, las maras ya han sido utilizadas por diversos partidos políticos del país para obtener beneficios electorales; el actual alcalde de San Salvador ha sido el caso más reciente que se ha visto implicado en la manipulación de votos. Además de empoderar a las pandillas, esto incrementa los riesgos para la organización sindical en áreas donde los líderes políticos sean antisindicales, asegura Quijano. En dos municipalidades con alcaldes vinculados a las maras y contrarios a los derechos sindicales, los representantes de CATS ya no pueden entrar en la zona, aunque en una ocasión, probaron suerte. “Tuvimos que salir con un escolta de la policía”, relata Quijano.

“Estamos peleando el derecho de migrar pero también el de no-migrar”

CATS, una confederación integrada por 28 sindicatos que cubren diversos sectores, incluyendo el transporte público y privado, la agricultura, empleados municipales o los trabajadores por cuenta propia, también se enfrenta a problemas a causa de la nueva Administración presidencial. El presidente Nayib Bukele asumió el cargo en junio de 2019 y es extremadamente popular. Pero “no tiene la más mínima intención de cambiar el modelo económico”, afirma de León. “Representa otros intereses, los empresariales”, declaró a este medio.

Bukele, que a sus 38 años es el mandatario más joven de la historia del país, tiene tendencia a gobernar a través de Twitter, y ha utilizado la plataforma para despedir a trabajadores que consideraba partidarios de sus rivales políticos. De hecho despidió a cientos de trabajadores gubernamentales desde que ocupó el cargo “debido al partido político al que pertenecían”, afirma Quijano. Al mismo tiempo, la considerable acumulación de casos pendientes en los tribunales merma la capacidad de los trabajadores para reclamar sus puestos de trabajo después de un despido improcedente. Muchos esperan durante un período interminable para que sus casos sean atendidos y terminan emigrando, concluye Quijano.

Bukele provocó además gran revuelo a nivel internacional el mes pasado, cuando intentó forzar a la Asamblea Legislativa a aprobar un préstamo para financiar su plan de seguridad –un proyecto que nunca había presentado oficialmente–. El presidente exigió a la Asamblea Nacional que sesionara el fin de semana y, cuando los diputados no acudieron, les retiró sus guardaespaldas, llamó a la ciudadanía a una insurrección popular e irrumpió en el edificio de la Asamblea con un despliegue de militares y policías. “Bukele se siente por encima de las convenciones de su cargo y libre de los formalismos de la ley”, escribía el director del periódico digital El Faro, José Luis Sáenz.

La fuerza de Bukele “no es sino publicidad engañosa, fake news, troleo”, afirma de León, añadiendo que se trata de “una figura que ganó mucha popularidad entre la juventud, para ellos es un ‘presidente cool’”. Quijano está de acuerdo con ella. “La persona que piense diferente de él, que cuestione su trabajo, es el enemigo”, señala.

Para las mujeres sindicalistas, la discriminación de género añade una capa suplementaria. “Sigue habiendo discriminación por culpa del machismo. El empoderamiento de la mujer es difícil porque se espera que sean amas de casa, así que tenemos que trabajar el doble si queremos conquistar espacio”, manifiesta de León. “Ha habido algunos avances, pero no son suficiente”.

Lo mismo ocurre en Honduras, según María Gloria García, secretaria de finanzas de la Federación de Sindicatos de Trabajadores de la Agroindustria (Festagro). “Las mujeres somos marginadas por los patronos porque sufrimos acoso sexual, desigualdad salarial, porque nos pagan menos que a los hombres”, declaró a la publicación hondureña Pasos de Animal Grande. “Y el Estado de Honduras no tiene una política en cuanto a resolver las condiciones laborales”.

Los trabajadores consideran que los problemas comunes a toda la región –incluyendo las limitaciones de los derechos laborales– constituyen una clara motivación en la actual crisis de refugiados. Denuncian las draconianas políticas de inmigración en países como Estados unidos, que expulsan a quienes están intentando salvar sus vidas, pero además afirman que los centroamericanos deberían tener derecho a no emigrar, a vivir desde que nacen hasta que mueren en su patria. Para miles de personas en la región, eso resulta imposible. Se ven obligados a salir por motivos fuertemente enraizados en la injusticia económica.

“Estamos peleando el derecho de migrar pero también el de no-migrar”, asevera Quijano. “El modelo de desarrollo tiene que ser otro que el modelo neoliberal en nuestra Latinoamérica”.