Encajando las piezas: la consolidación de la unidad y el poder de los trabajadores/as

Opinions

A finales de la década de 1970, me uní al joven movimiento sindical sudafricano como voluntario. Esperaba fuera de las fábricas y hostales donde se alojaban los trabajadores/as migrantes para debatir asuntos importantes con hombres y mujeres agotados que salían de sus turnos.

La espina dorsal de la federación de sindicatos que ayudé a fundar, el COSATU, se construyó gracias a las luchas de estos y estas migrantes. Teníamos que estar alertas para protegernos de la policía, los informantes de los empleadores y los agentes del Estado del apartheid.

Aprendí lo que significaban los términos disciplina y solidaridad. Nuestra filosofía era: “un daño causado a uno es un daño causado a todos”.

A medida que el COSATU crecía, nunca retrocedimos ante la brutal represión del Estado o de los jefes. No solo nos organizamos en las fábricas; también creamos una fuerza que se oponía a la represión y la violencia del apartheid en alianza con organizaciones cívicas, de mujeres, de jóvenes, de estudiantes y de la sociedad civil.

El COSATU siempre fue independiente y se negó a ser la marioneta de ningún partido político. Como estábamos tan unidos, nuestros miembros fueron capaces de doblegar al régimen del apartheid a través de huelgas y paros laborales.

Nuestro mandato procedía de las plantas de producción de las fábricas. Dicha independencia está entrelazada en el mismísimo ADN de la organización.

Sabíamos que nuestra lucha estaba interrelacionada con otras luchas y que era mundial. A lo largo de la década de 1980, nos reunimos con otros líderes de todo el mundo. Aunque tuviéramos nuestras diferencias, lo que importaba era nuestra profunda solidaridad en lo relacionado con los asuntos principales: los derechos humanos y de los trabajadores/as.

Dicho apoyo político, moral y material fue el alma de la campaña mundial de solidaridad contra el apartheid y a menudo significó la diferencia entre la vida y la muerte para los activistas en las trincheras.

Éramos una fuerza unida. Éramos imparables. El apartheid se tambaleó y desmoronó. Avancemos 25 años.

En Sudáfrica, el 16 de agosto de 2012, la policía disparó a 34 mineros en lo que ya se conoce como la [masacre de Marikana. Los titulares denunciaban ‘los campos de la muerte de Rustenburg’. La operación de seguridad más sangrienta desde el fin del apartheid nos escandalizó e hizo que nos preguntáramos: “¿Qué ha fallado?”.

A miles de kilómetros de distancia, en Dacca (Bangladesh), el 24 de abril de 2013 se derrumbó un edificio comercial de ocho plantas llamado Rana Plaza, provocando la muerte de 1.127 trabajadores y trabajadoras. Cuando visité el escenario de la tragedia (la fábrica de textiles con más víctimas mortales de la historia), en el suelo se podía apreciar un enorme agujero. Las paredes desmoronadas de los edificios vecinos parecían extremidades rotas. Una vez más, nos preguntamos: “¿Qué ha fallado?”.

 

“Un enemigo sin nombre ni rostro”

Para resumirlo de un modo sencillo, tras los decisivos acontecimientos de las últimas décadas del siglo XX, el sindicalismo ha perdido de vista a su enemigo, su enfoque y su impulso.

Hoy en día, casi 21 millones de personas trabajan en condiciones de trabajo forzoso. Tres de cada 1.000 personas son ‘esclavos modernos’. En el 28% de los países del mundo hay sindicalistas que han denunciado ante la Confederación Sindical Internacional (CSI) que han sufrido maltratos físicos. En los últimos 27 años, 2.942 sindicalistas han sido asesinados en Colombia. En Guatemala, 73 sindicalistas han sido asesinados desde 2007.

En el 53% de todas las naciones hay sindicalistas que han denunciado ante la CSI que sufren de discriminación antisindical y no pueden recurrir a los tribunales de manera efectiva.

Cada año, casi 360.000 trabajadores y trabajadoras mueren en accidentes laborales y dos millones por enfermedades relacionadas con el trabajo.

En toda la economía mundial podemos ver cómo los gobiernos y las empresas se esfuerzan al máximo para usar la crisis económica mundial (en sí misma el resultado de la codicia humana y de los excesos de una élite depredadora) como una excusa para recortar los derechos de los trabajadores y trabajadoras ganados con tanto esfuerzo.

El santo grial de nuestras élites políticas y económicas es la austeridad; no para los ricos, sino para los pobres y la gente trabajadora.

Las políticas económicas predominantes han agravado la pobreza y la desigualdad, mientras que los métodos insostenibles de producción, consumo y extracción de recursos naturales han dañado al planeta de un modo alarmante.

Numerosas zonas del planeta están asoladas por violentos conflictos, lo cual ha provocado mucho sufrimiento y abusos de los derechos a gran escala.

A esto es a lo que se enfrenta hoy en día el movimiento sindical. Es un enemigo de un orden totalmente diferente. No tiene nombre ni rostro; o al menos ninguno que hayamos definido.

Sin embargo, no se confundan: ésta es una guerra contra los pobres. El enemigo de nuestra época es la desigualdad.

 

“The impossible is possible”

Tenemos que sindicalizar y movilizar a nivel mundial para combatirla. Los sindicatos pueden marcar el camino.

El movimiento sindical posee una arraigada comprensión del liderazgo apoyado en las bases. Comprendemos lo que es consolidar la unidad y lo que es negociar. Comprendemos que, mediante la organización, lo imposible puede convertirse muy rápidamente en lo posible.

Los retos intelectuales a los que se enfrentan los movimientos sindicales y de la sociedad civil son enormes. Debemos replantearnos la naturaleza del crecimiento económico, nuestros modelos de consumo e incluso la naturaleza del trabajo, los medios de vida y la distribución de ingresos.

Durante muchos años, he tenido el privilegio de trabajar en estrecha colaboración con Nelson Mandela. Él era un símbolo de nuestras mayores esperanzas.

Su vida y sus valores encarnaban la solidaridad social que conocemos como gente trabajadora que somos. Él declaró que “erradicar la pobreza (el desempleo y la desigualdad) no es un gesto de caridad; es un acto de justicia. Como la esclavitud y el apartheid, la pobreza no es natural. Es creada por el hombre y puede superarse y erradicarse mediante acciones de los seres humanos”.

No estamos buscando un nuevo mesías.

En esta época en que buscamos desesperadamente héroes y heroínas, quizá hayamos estado buscando en los lugares equivocados.

Es hora de volver a centrar nuestra mirada y fijarnos en nuestra propia gente. Así encontraremos a una legión de Mandelas que trabajan desinteresadamente en un mundo que parece haber dejado de preocuparse por los demás.
Sin embargo, tenemos que crear una narrativa convincente sobre cómo debemos pensar en el futuro para encajar las piezas de la justicia y la imparcialidad al enfrentarnos a los retos de toda la gama de los derechos humanos, socioeconómicos, medioambientales, de los trabajadores/as y de género.

Los sindicatos deben unirse a las luchas de las ONG de los habitantes de los barrios marginales, las medioambientales y las del desarrollo y reclamar los derechos inherentes que juramos proteger hace tanto tiempo.

Sean cuales sean nuestras respuestas, no deben tener su origen en torres de marfil. Necesitan una orientación de primera línea basada en las experiencias vitales de la gente.

La desigualdad es el mal de esta época que nos ha tocado vivir. La gente en nuestros guetos y pueblos, así como los jóvenes formados o no cualificados que hoy en día carecen de trabajo y no tienen la esperanza de encontrar un trabajo decente en su vida, piden a gritos un liderazgo firme.

Ustedes en la CSI no pueden defraudarles. Es hora de marchar una vez más a luchar por la justicia, la dignidad humana y la solidaridad social.