Espías, hackers y gasoductos. La asimétrica ofensiva de Moscú sobre la Unión Europea

Espías, hackers y gasoductos. La asimétrica ofensiva de Moscú sobre la Unión Europea

Sergey Lavrov, Russia’s Foreign Affairs Minister (left) talks to Federica Mogherini (right) vice-president of the European Commission and the EU’s High Representative for Foreign Affairs and Security Policy, during a meeting in Manila in August 2017.

(Audiovisual Services European Commission/Joseph Agcaoili)

Las relaciones entre Rusia y la Unión Europea pasan por una de las etapas más críticas de su historia, dañadas por la injerencia de Moscú en la política de la UE con acciones de inteligencia y desinformación, y por las presiones económicas del Kremlin para hacer valer su estrategia energética en el viejo continente.

La ofensiva mediática lanzada desde Rusia, avivando el viejo fantasma del nacionalismo secesionista, conforma este enfrentamiento de Moscú con la Unión Europea, que también ha desembocado en el empeoramiento de las relaciones de la UE con Estados Unidos. Washington aparece ante Bruselas como un socio poco fiable en estos tiempos en los que su presidente, Donald Trump, es sospechoso de connivencia con el Kremlin en ámbitos que afectan a la seguridad euroatlántica.

El veredicto parece unánime: el objetivo ruso no es tanto impulsar los procesos independentistas y de segregación territorial dentro de Europa, como ahondar las divisiones ya existentes en el seno de la UE y la OTAN para debilitar estas organizaciones.

Para ello, Moscú ha desenterrado prácticas del antiguo KGB que tuvieron un gran éxito en los tiempos más virulentos de la Guerra Fría, en concreto en la década de los años ochenta del siglo pasado, como señala el periodista Luke Harding en su libro Collusion, de reciente publicación. La compra de voluntades políticas y económicas, y la desinformación en las redes son las facetas actuales de esa renovada campaña de los servicios de inteligencia rusos en su pugna con Occidente, explica Harding.

Según este excorresponsal en Moscú de The Guardian, por primera vez en más de setenta años muchos Gobiernos europeos se plantean la pregunta de si la Administración Trump es un aliado. La mayor afinidad del presidente estadounidense con autócratas como los saudíes o el propio jefe de Estado ruso, Vladímir Putin, parece susurrar una respuesta negativa. Reforzaron esta visión la desastrosa gira europea de Trump en mayo pasado y la posterior cumbre en julio del G-20 en Hamburgo, donde, obviando a sus aliados de la UE, el mandatario estadounidense no ocultó una desaforada simpatía hacia Putin, a pesar de que se supone que es éste quien anda detrás de sus mayores problemas, dentro y fuera de EEUU.

La canciller alemana, Angela Merkel, resumía la situación en el discurso con el que se postulaba para las elecciones que acabaría ganando en septiembre pasado. Entonces, afirmó que la desconfianza en Estados Unidos y en la Gran Bretaña del Brexit dejaba a la UE sola en unos momentos muy complicados. “Los europeos sin duda hemos de asumir nuestro destino por nosotros mismos”, dijo Merkel.

Tal y como señala Harding en su libro, este análisis incluye la certeza de la canciller sobre la existencia de una relación anómala entre el círculo interior del presidente estadounidense y los rusos. La agencia de inteligencia germana, el BND, ya se lo había advertido a la Administración de Barack Obama en 2016, cuando Trump ya aceleraba como un tren sin frenos hacia la Presidencia.

Nuevos escenarios viejas estrategias

Pero mientras Trump sigue mirando hacia otro lado respecto a las acciones rusas, los Gobiernos europeos sí ven la huella de Moscú en muchos de los recientes problemas que afronta la UE. Especialmente después de lo ocurrido con el referéndum ilegal independentista en la región autonómica española de Cataluña el pasado 1 de octubre, en las elecciones presidenciales de mayo en Francia o en los comicios generales de marzo en Holanda. En los tres países, las respectivas autoridades nacionales denunciaron los intentos de influir en esos procesos con el apoyo a partidos radicales, el hackeo y la desinformación masiva.

De ahí que, el presidente francés, Emmanuel Macron, anunciara a comienzos de este mes la redacción de una ley para luchar contra las informaciones falsas y la propaganda de Estados extranjeros durante los periodos electorales.

En el proceso secesionista catalán quedó demostrada la capacidad de propagar las informaciones falsas o distorsionadas de dos medios de prensa ligados al Kremlin, la agencia Sputnik y el canal RT (Russia Today), y distribuidas por miríadas de “cuentas zombies” de internet.

Un departamento de la Universidad George Washington analizó cinco millones de mensajes de Facebook, Twitter y otras redes sociales relacionados con el problema catalán. La conclusión fue que Sputnik y RT “inspiraron” con sus contenidos a decenas de miles de cuentas para difundir una imagen negativa de España antes y después del 1 de octubre.

Como explica el creador del software utilizado en esta investigación, Javier Lesaca, existen indicios que apuntan a que se repitió en Cataluña el mismo “patrón de disrupción digital” empleado en las elecciones que llevaron a Trump al poder y en el proceso del Brexit, en Gran Bretaña, por poner solo dos ejemplos. “Los actores de la disrupción son los mismos”, subraya Lesaca.

Esta renovada actividad de la inteligencia rusa tiene también como objetivos el silenciamiento de las críticas de la UE a las vulneraciones de derechos humanos en Rusia, entre ellos la libertad de expresión, y, en el orden geopolítico, la legitimación –por comparación con Cataluña– de los movimientos secesionistas prorrusos apoyados por el Kremlin en el este de Ucrania, así como la anexión de la península de Crimea en 2014.

Según denuncia Harding en su libro, basado en el meticuloso informe del exespía británico Christopher Steele sobre la captación por agentes rusos de parte del entorno de Trump, el Kremlin ha puesto en marcha una estrategia ya desarrollada hace décadas por Vladímir Kriuchkov.

El que fuera presidente del KGB y uno de los promotores de la invasión soviética de Afganistán (además de artífice del intento de golpe de Estado contra Mijail Gorbachov de 1991) apostaba ya en los años ochenta por profundizar los desacuerdos existentes en la OTAN.

“Creo que (esa estrategia) consiste cada vez más en crear el caos”, remarca Janis Sart, director del Centro de Excelencia de Comunicaciones Estratégicas de la OTAN, una de las instituciones que dieron la voz de alarma sobre la ofensiva rusa en torno al secesionismo catalán.

Como argumenta Harding, Moscú retoma sus mejores instrumentos de la Guerra Fría para teatros geopolíticos actuales, las “respuestas asimétricas”. “Yo no hablaría de nuevas amenazas, sino de las mismas en un nuevo entorno”, agrega en una reciente intervención televisiva Alberto Fernández, director general del Instituto Nacional de Ciberseguridad de España (UNCIBE). Fernández se muestra partidario de que la carencia de medios de la UE para afrontar la “ciberamenaza” sea compensada con una “gestión de la vulnerabilidad” por cada Estado, mientras se avanza en esa acción común.

Las diferencias en el seno de la UE están siendo utilizadas con especial eficacia por Rusia en el ámbito energético, dada la dependencia que algunos de sus miembros, como Alemania, tienen con respecto al suministro del gas ruso. El macroproyecto Nord Stream 2, del gigante energético Gazprom, para tender un gasoducto submarino por el Báltico que lleve el gas ruso directamente a Alemania ha recibido la oposición de aquellos países del Este de Europa, especialmente Polonia, que consideran una amenaza tal dependencia, a la vez que ven peligrar las sustanciosas tasas que reciben por dejar pasar el hidrocarburo ruso por sus territorios.

Las voces que denuncian la vulnerabilidad energética ante Rusia recuerdan que un tercio del gas que se recibe en Europa tiene ese origen, con lo que el gasoducto incrementaría mucho más esa dependencia. Además, el proyecto viola algunas de las directrices básicas sobre energía de la UE, en especial la que apuesta por la diversificación, y levanta varias sospechas sobre su adecuación a las normas medioambientales de la Unión. Sin embargo, la propia normativa empresarial europea, basada en el ultraliberalismo comercial, protege el proyecto.

Y no hay que olvidar lo que puede ocurrir en Ucrania si ésta deja de percibir los cientos de millones de euros en peajes por el gas ruso que ahora apuntalan su deteriorada economía. La presión rusa, económica y militar, sobre el Gobierno ucraniano no se limita ya a la región separatista del Donbas ni a la anexionada Crimea. Incluso en la propia Kiev crece el número de opositores al presidente ucraniano, Petro Poroshenko. Esa oposición, muy activa, empieza a buscar otras alternativas al fracaso económico de Poroshenko y a la mucha palabrería que plaga el proyecto europeísta, especialmente cuando el dinero puede llegar antes desde Rusia. De nuevo, Moscú corta a placer la baraja del Gran Juego de influencias e inteligencia en Europa, mientras Bruselas, atada a sus contradicciones internas, solo puede constatar que las cartas de esta partida están marcadas.

This article has been translated from Spanish.