Espinacas de Vietnam para la Laponia española

Espinacas de Vietnam para la Laponia española

Carmela (left), from Spain, and Piri (right), from Romania, share a plot on the social allotment in Molina de Aragón, Guadalajara.

(María José Carmona)

Parece un huerto normal, pero en sus bancales germina algo más que lechugas y patatas. Entre surco y surco, varias adolescentes plantan tomates junto a un señor de Bulgaria; una mujer española comparte la regadera con otra de Rumanía, un grupo de coliflores crece frente a una cosecha de Rau Muong, una exótica variedad de espinaca traída desde Vietnam.

“El huerto es como una pequeña ciudad multicultural”, cuenta Carmela, vecina de Molina de Aragón. Este pueblo de la provincia de Guadalajara representa lo que hoy se conoce como la “España vacía”. Esa inmensa región del país –casi la mitad del territorio– que desde hace décadas viene perdiendo habitantes a causa del éxodo rural. Una España de pueblos solitarios y envejecidos cuya densidad de población solo es comparable a los páramos helados de Laponia.

En esta comarca, por ejemplo, hay 80 pueblos pero entre todos ellos no llegan a los nueve mil habitantes. Son dos personas por kilómetro cuadrado. “Para vivir aquí tiene que gustarte. Es un sitio muy tranquilo, no tiene nada que ver con la ciudad”, dice Piri mientras termina de recoger algunas hortalizas. Ella llegó de Rumanía hace diez años y, desde entonces, vive en Molina de Aragón junto a sus dos hijos. La suya es una de las decenas de familias migrantes que desde los años 90 han ocupado parte de este país vacío.

“El paisaje del medio rural ha cambiado. Ahora es más diverso y multicultural. Hoy es fácil encontrar a personas latinoamericanas atendiendo el bar del pueblo, a mujeres con pañuelo recogiendo a sus hijos en el colegio”, explica Rosario Sampedro, profesora de sociología en la Universidad de Valladolid e investigadora principal de un proyecto sobre crisis e inmigración en el medio rural.

“Hay zonas rurales donde la población ha conseguido mantenerse e incluso crecer con la llegada de migrantes, donde han logrado mantener los colegios abiertos. Esta gente está revitalizando los pueblos y no solo demográficamente. Están sosteniendo la vida cultural y económica”, subraya.

Según un estudio del Real Instituto Elcano, la llegada de población extranjera entre 2000 y 2008 “fue crucial para frenar el declive demográfico”. Si en el año 2000 las personas inmigrantes representaban el 1,8% de la España rural, ocho años después el porcentaje subió al 9,3%. Uno de cada diez niños nacidos ese año en los pueblos españoles eran hijos de padre y/o madre inmigrante.

Los nuevos vecinos

El municipio de Aguaviva, en Teruel, fue el primero en darse cuenta de la importancia de estos nuevos pobladores para insuflar oxígeno a un censo menguado por la despoblación. En el año 2000 el Ayuntamiento puso en marcha un plan pionero de repoblación con migrantes. Ofreció trabajo y vivienda a familias procedentes de Latinoamérica, sobre todo de Argentina. Pero, para su sorpresa, no funcionó.

Muchos de estos nuevos vecinos se volvieron a marchar al poco tiempo. Nadie les advirtió de las dificultades de vivir en un lugar sin apenas servicios ni comunicaciones, ni tampoco se hizo nada por integrarles. El Ayuntamiento les invitó a venir sin consultarlo primero con el resto del pueblo y esto generó desconfianza entre los lugareños.

“La integración hay que trabajarla y la acción de los ayuntamientos es muy importante. Tienen que poner las cosas fáciles para que no haya malentendidos ni conflictos. Considerar a los inmigrantes simplemente como mano de obra siempre genera problemas”, sostiene la profesora Rosario Sampedro.

En Molina de Aragón también tienen un programa para atraer a nuevos pobladores, pero la estrategia es otra. “Primero hacemos un diagnóstico para saber qué necesita el pueblo y qué empleos no están siendo ocupados por la población local”, cuenta Marta Tercero, coordinadora local de la ONG Cepaim. A través del proyecto Nuevos Senderos, ofrecen esos empleos a familias migrantes que vivan en la ciudad y quieran mudarse al mundo rural.

“Pero no vale todo. Buscamos trabajo en condiciones dignas y en lugares que dispongan de una vivienda adecuada. Por otro lado, necesitamos familias que de verdad quieran involucrarse”.

Hoy, alrededor de un 20% de los habitantes de Molina de Aragón son de origen extranjero. La acción comunitaria y las actividades de integración son imprescindibles para que la fórmula funcione. Un lugar a priori intrascendente como un huerto se convierte en un espacio de intercambio y convivencia entre viejos y nuevos vecinos, para que unos y otros se pongan nombre sin importar la nacionalidad.

No basta con espinacas vietnamitas

“Se necesita un pastor para la localidad de Pareja. Preferiblemente una familia con hijos”.

Es la última oferta de empleo que acaba de publicar Cepaim, pero la ONG reconoce que cada vez hay menos como ésta. Hoy, con un 23% de paro extranjero registrado –frente a un 17% nacional–, ellos también han empezado a marcharse.

Más que atraer a nuevos pobladores, el objetivo ahora es evitar que los que ya hay no abandonen. “Llevo años buscando trabajo y nada. Hasta ahora estoy aguantando, pero ya he decidido que si no surge nada me voy”, lamenta Olga, vecina ecuatoriana de Molina de Aragón.

Lo cierto es que el sector agrícola y ganadero apenas da trabajo y solo de manera estacional. Con la construcción aún parada por la crisis (financiera y económica de 2008) y las reducidas opciones de empleo público, la única alternativa es el sector servicios en un lugar que cada vez tiene menos clientes.

Desde la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) apuestan por promover el autoempleo. “Ofrecemos formación a personas inmigrantes que vivan en zonas rurales para ayudarles a hacer un plan de negocio. Estamos asesorando, por ejemplo, proyectos para montar una tienda online de artesanía o para abrir una repostería”, relata Silvia Bellomo, coordinadora de proyectos de integración de la OIM en España.

Pero sigue sin ser suficiente. “Hace falta empleo, pero sobre todo empleo estable. Es imprescindible para un colectivo que no tiene ninguna red familiar”, indica Ana María Corral, responsable de migraciones del sindicato UGT.

Recuerda también que ayuntamientos e inspección laboral deberían perseguir más la economía sumergida y los abusos que con frecuencia se esconden en el mundo rural, tanto en explotaciones agrícolas como en la ayuda a domicilio.

Todos los sectores coinciden: para volver a dar vida a la Laponia española no basta con plantar espinacas del Vietnam. “Se trata de un problema político y solo políticamente se va a solucionar”, defiende Miguel del Yukon, miembro de La otra Guadalajara, una plataforma ciudadana contra la despoblación.

Por eso piden medidas para reactivar el empleo como establecer una fiscalidad especial para que los emprendedores rurales no tengan que afrontar los mismos costes que en la ciudad. También proponen al Gobierno que desempolve la Ley de Desarrollo Rural aprobada en 2007 y que hoy sigue sin presupuesto. Así se evitaría que los pueblos sigan jugando en desventaja: con peores comunicaciones, menos oferta de vivienda o escasos servicios. Ayudaría a convertir estas regiones en un territorio más atractivo para vivir. Para los migrantes y para todos.

Ahora que incluso Naciones Unidas estudia la posibilidad de integrar a familias refugiadas en entornos rurales despoblados, sindicatos y oenegés recuerdan: no podemos pedirle a estas personas que vivan donde los españoles no quieren vivir solo por mantener la “España llena”.

This article has been translated from Spanish.