Khashoggi como baza de negociación turca

Hace ya tiempo que la brutalidad y el desprecio a las normas más elementales del derecho se han convertido en comportamientos normalizados en la comunidad internacional. Así, por solo mencionar algunos casos sobresalientes, Washington nos ha acostumbrado a las ejecuciones extrajudiciales, Moscú a los asesinatos de disidentes y críticos, Pekín a la purga de los desafectos y a la reeducación forzada de minorías molestas y la Unión Europea, sin agotar con ella el listado de los infractores, a desatender a los desesperados que se ahogan en el Mediterráneo intentando llegar hasta su territorio. Por eso, desgraciadamente, poco puede sorprender a estas alturas un caso como la eliminación de Jamal Khashoggi, sobre todo viniendo de la mano de un régimen como el saudí, responsable de la ejecución anual de más de 150 condenados a muerte en juicios escasamente homologables, de la promoción del radicalismo islámico y de la violencia yihadista en diversas partes del mundo, de la negación de derechos a su propia población (con las mujeres en cabeza) y de los crímenes de guerra que comete a diario en Yemen.

No deja por ello de resultar hasta chocante que en esta ocasión se haya armado un revuelo internacional, como si el asesinato de Khashoggi descubriera algo desconocido hasta hoy sobre la naturaleza de la casa de los Saud. Un régimen sátrapa tan acostumbrado a hacer su real gana sin consecuencias significativas –más allá de los lamentos formalistas “deeply concerned” de rigor– que no es extraño que haya perdido la noción de que existen límites a su forma de ejercer el poder. Y en realidad, si no llega a ser porque Recep Tayyip Erdogan ha visto en este deleznable episodio una oportunidad inesperada para tratar de revertir una dinámica doblemente perniciosa –tanto en relación con Riad como con Washington–, seguramente la desaparición del periodista crítico saudí apenas habría merecido mayor atención que la de tantos otros que le precedieron.

Erdogan, como si no fuese el gobernante responsable de que Turquía sea el país donde hay más periodistas encarcelados, pretende ahora presentarse como un ferviente defensor de la libertad de expresión y, con una muy estudiada filtración de datos sobre lo que pudo ocurrir en el consulado saudí de Estambul el pasado 2 de octubre y sobre las responsabilidades últimas en la eliminación de Khashoggi, ha decidido jugar fuerte.

Toda su estrategia se apoya en hacer creer a los demás que, sin nombrarlo directamente en ningún momento, posee datos suficientes como para incriminar al propio Mohamed bin Salman (MbS), príncipe heredero saudí.

Erdogan aspira al liderazgo del islam suní, en clara competencia con Riad. Una competencia que se remonta siglos atrás y en la que Riad parecía haber logrado ventaja en estas últimas décadas (sobre todo desde que estableció hace 75 años el fuerte vínculo con Washington que aún hoy perdura), aunque no quepa olvidar que anteriormente, al menos por dos veces en el siglo XIX, el monarca saudí tuvo que inclinar la rodilla ante los turcos (e incluso perder la cabeza). Todo parece indicar que, al menos de momento, Erdogan no desea romper lazos con Riad (de ahí su sutil juego alabando al rey Salman mientras se desmarca de su hijo), dado que los saudíes son unos clientes e inversores de mucha importancia para la atribulada economía turca. Pero es inmediato entender que ahora mismo está utilizando la información que posee para lograr que Riad no solo pierda puntos a los ojos del mundo en la pugna por liderar el islam suní, sino también para que termine pagando –sea en forma de inversiones, donaciones o cualquier otra modalidad de apoyo que ayude a Ankara a salir de la crisis– a cambio de evitar la difusión de una información que podría arruinar los planes sucesorios de MbS y sumir a la monarquía saudí en una crisis de proporciones descomunales.

¿Baza o farol?

Al mismo tiempo, parece igualmente obvio que Erdogan pretende recuperar puntos ante Washington utilizando la misma clave. En la medida en que la caída de MbS supondría un importante revés para los planes de la administración Trump de asentar a un socio designado para mantener la estabilidad de Oriente Medio (y facilitar los fondos con los que se pretende “comprar” la aceptación palestina a su todavía desconocido plan de paz con Israel), Ankara cuenta con sacar réditos a cambio de su discreción sobre lo que se supone que sabe de la muerte de Khashoggi.

La lista de peticiones que Ankara aspira a plantear ahora a Washington puede ir desde recabar un apoyo más sólido del FMI para aliviar sus problemas económicos, hasta la entrega de Fetulah Gülen, calificado por Ankara como el inspirador principal del fallido golpe de Estado de junio de 2016, sin olvidar la eliminación o al menos la reducción del apoyo estadounidense a las milicias kurdas sirias e iraquíes que Turquía califica de grupos terroristas.

Pero esa misma baza puede volverse dolorosamente en su contra si Erdogan se excede en sus demandas y, sobre todo, si finalmente se descubriera que todo es un farol y que no tiene en sus manos más datos que los difundidos hasta ahora para responsabilizar directamente al heredero saudí. Porque, en ese caso, ni Riad ni Washington van a dudar en hacer todo lo posible por hacerle pagar con creces a Erdogan el amargo trance por el que ahora están pasando. Cabe suponer que precisamente a despejar esa incógnita es a lo que acaba de ir la directora de la CIA, Gina Haspel, a Turquía. Y de lo que haya concluido dependerá en gran medida si finalmente Washington y Riad se ajustan a lo que Erdogan les demande, o si todo queda en lo ya visto: las consabidas condenas formales tan altisonantes como inocuas y algunos ceses “obligados” decretados por Riad que dejen a MbS a salvo.

Por lo que respecta al propio régimen saudí, basta con señalar que el monarca ha decidido llevar a cabo una reforma en los servicios de inteligencia y seguridad del reino, creando una comisión a cuyo frente ha colocado… a MbS. Indicio suficiente de que la Casa de los Saud sigue íntimamente convencida de que los cimientos de su poder no están peligro y de que, una vez apaciguada la tormenta mediática y política actual, todo volverá a su cauce habitual. Veremos.

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