La “reaparición” de desaparecidos argentinos abre el debate sobre los derechos humanos

En Argentina, las desapariciones forzadas de personas durante la última dictadura (1976-1983) vuelven al centro del debate público a medida que desde el nuevo Gobierno se cuestionan las cifras de desaparecidos, se denuncia a referentes de los derechos humanos y se busca mejorar la situación de ex represores.

Ya en 2014, Mauricio Macri, hoy presidente, anunció que acabaría “los curros en derechos humanos”. “Curro”, en Argentina, significa “robo”. Organizaciones aludidas alertan de propósitos negacionistas.

En enero pasado, Darío Lopérfido, entonces ministro de Cultura de la Capital Federal (gobernada por el macrismo), afirmó que el número de desaparecidos –estimado en 30.000– está “inflado” por las organizaciones de derechos humanos. ¿La motivación? “La cifra de 30.000 se arregló en una mesa para cobrar subsidios”, aseguró.

Tras el clamor popular y las presiones derivadas de la polémica declaración, Lopérfido renunció a su cartera, aunque aún dirige el estatal Teatro Colón.

Semanas después, el presidente argentino sondeó el sentimiento popular con un discurso en la misma línea. “No tengo idea [si fueron 30.000]. Es un debate en el que no voy a entrar, si son 9.000 o 30.000, si son los que están anotados en un muro o si son mucho más”, dijo a BuzzFeed Latinoamérica. También llamó –aunque sus voceros lo matizaron luego– “guerra sucia” a los años de plomo –expresión, la primera, acuñada por los represores para justificar el terrorismo de Estado–.

Marcos Peña, su jefe de gabinete, agregó: “la cifra de 30.000 es un valor simbólico (…). La única lista oficial es la de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) que da un número inferior”. En los años 80, esa lista registró 8.961 desapariciones denunciadas. Algunos ex referentes de los derechos humanos –hoy cercanos al Gobierno– lo avalaron. En términos de registros oficiales, sin embargo, hasta 2003 la Secretaría de Derechos Humanos contabilizaba 13.000 denuncias.

Los activistas respondieron con ofuscación. Estela de Carlotto, de la asociación de Abuelas de Plaza de Mayo, defendió la estimación de 30.000: “Todavía recibimos denuncias (...). Hubo familias que quedaron diezmadas y nadie hizo (las denuncias correspondientes)”. Para Nora Cortiñas, titular de la organización no gubernamental Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, “al presidente nunca le importaron los derechos humanos”. E ironizó: “Igual, estuvo mejor que Lopérfido”.

En 1978, cinco años antes de concluir la dictadura y las desapariciones, la Inteligencia chilena obtuvo registros militares argentinos de 22.000 desapariciones. Para el especialista en derechos humanos Marcos Tolentino, no parece descabellado que para 1983 la cifra llegase a 30.000 e incluso más.

 

Los derechos humanos del siglo XXI

Durante la corta gestión de Macri, que dice priorizar los derechos humanos del siglo XXI (acceso a la educación, salud y empleo, entre otros), se han realizado denuncias y hasta un encarcelamiento de activistas ligados al Gobierno anterior.

En enero se arrestó a Milagro Sala, activista social, indigenista y kirchnerista. Su caso fue cuestionado por la ONU y la Organización de los Estados Americanos (OEA). Amnistía Internacional denunció “un claro intento de criminalizar el ejercicio del derecho a la protesta” y exigió su liberación.

Otra notoria kirchnerista, Hebe de Bonafini, presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, fue citada a indagatoria por un caso de corrupción. Bonafini, de 87 años, quien comparó al Gobierno con “la dictadura de Mussolini” y, en respuesta, fue tildada de “desquiciada” por Macri, rehusó comparecer en los tribunales alegando una operación periodístico-judicial previa a su marcha semanal por los desaparecidos (marcha número 2.000).

El intento de allanar la asociación y detenerla –con una puesta en escena que incluyó tropas de choque, camiones hidrantes y helicópteros– fracasó por la protección de los manifestantes en torno a la activista.

El intelectual Dante Palma interpretó este episodio como un “test” para medir a la opinión pública, una opinión pública que, en el caso de Sala, no se mostró igual de contundente. Palma aventura que el objetivo último del “test social” sería la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner (y más concretamente el grado de aceptación social a su eventual encarcelación), investigada actualmente por presuntos hechos de corrupción.

Entretanto, causa polémica la concesión de prisión domiciliaria a genocidas condenados. El Gobierno alega que es una cuestión de derechos humanos. Las organizaciones señalan que sólo procede ante problemas de salud que no pueden ser atendidos en instalaciones penitenciarias. Y critican la decisión oficial de no apelar las sentencias. Según el jefe de gabinete, el kirchnerismo “tampoco apelaba, salvo en casos emblemáticos”.

Así como hubo presos y muertos sin juicio, cuerpos sin sepultura, hijos robados y privados de su identidad, algunos temen la instalación de un genocidio sin cifra y con denunciantes sospechados. Según Tolentino, “se introducen sospechas sin pruebas, desmereciendo el todo. Puesto en duda el número de desaparecidos y descalificado el liderazgo de las organizaciones de derechos humanos, se termina cuestionando los consensos alcanzados tras 40 años de lucha contra el olvido”.