Las empresas de frutos rojos radicadas en España y Portugal acaban con los recursos hídricos y explotan a los trabajadores migrantes

Las empresas de frutos rojos radicadas en España y Portugal acaban con los recursos hídricos y explotan a los trabajadores migrantes

Vista aérea de una plantación de fresas en la provincia española de Huelva, fotografiada el 19 de julio de 2022. Todo el sur de España y Portugal, una de las regiones más secas de Europa, se ha convertido en el principal centro de producción de frutos rojos del continente, los cuales requieren de un uso intensivo del agua.

(Kira Walker)

Una bochornosa mañana de verano en El Rocío, un pueblo español junto al Parque Nacional de Doñana, Juan Romero señala un mapa de la zona. “Aquí están las plataciones de frutos rojos”, explica, mientras analiza cómo se van acercando al parque nacional desde el norte y el oeste. “Está todo lleno de plástico”. Este profesor jubilado que se dedica al activismo lleva años documentando las repercusiones cada vez más graves derivadas del cultivo intensivo de frutos rojos en Doñana para la ONG Ecologistas en Acción. “Los intereses agrícolas son la prioridad y lo que menos importa… es la conservación de Doñana”, denuncia Romero. “Esto es insostenible e inviable”.

Por todo el sur de España y Portugal, donde tradicionalmente se cultivaban aceitunas, uvas y trigo de secano, se extienden ahora hasta el horizonte interminables hileras de invernaderos de plástico. Juntos, ambos países ibéricos son los principales productores europeos de frutos rojos, un cultivo que consume un gran volumen de agua. Mucha gente defiende a las empresas de frutos rojos de la península como vitales para estas zonas empobrecidas con escasas oportunidades económicas. Sin embargo, otras personas cuestionan por qué una de las regiones más secas del continente y más vulnerables ante el cambio climático, propensa a la escasez de agua y la desertificación, está produciendo para saciar el creciente apetito europeo por los frutos rojos.

Impulsado por la demanda del mercado y los lucrativos beneficios, el cultivo intensivo de frutos rojos en el sur de la península ibérica está incentivando la explotación insostenible de los recursos hídricos y de la tierra. A ambos lados de la frontera, científicos, investigadores, activistas y lugareños advierten de la necesidad de tomar medidas urgentes para frenar una mayor degradación del medio ambiente. “Un modelo agrícola que es incompatible con la biodiversidad no tiene ningún sentido”, asegura Romero.

Un refugio para la biodiversidad a punto de colapsar

Esta región no siempre fue así. En la década de 1980, los agricultores de la provincia de Huelva empezaron a abandonar sus cultivos de secano para producir frutos rojos, que ofrecían una mayor rentabilidad. España se convirtió rápidamente en uno de los principales productores y exportadores mundiales de fresas, moras, arándanos y frambuesas; sus exportaciones de 2021 generaron más de 1.700 millones de euros. Cada año, hasta el 90% de los frutos rojos que se producen en España –la mayoría cultivados en 11.000 hectáreas en Huelva– se exportan a Alemania, Francia, los Países Bajos, Reino Unido y otros países europeos.

Situados en la zona de la desembocadura del río Guadalquivir en el oceáno Atlántico, los diversos ecosistemas de Doñana, como las marismas, las charcas, las dunas y los bosques, sustentan una abundante variedad de biodiversidad. Debido a su ubicación estratégica, cientos de miles de aves utilizan Doñana –uno de los humedales más importantes de Europa, declarado Patrimonio Mundial por la UNESCO e incluido en la lista Ramsar– para reproducirse, invernar y descansar en su ruta migratoria hacia y desde África.

Como se ha forzado al límite de sus posibilidades, este refugio para la biodiversidad está a punto de colapsar. Desde hace décadas, el acuífero que sustenta el parque de Doñana está sometido a la presión derivada de la captación de aguas para irrigar los cultivos de frutos rojos en expansión.

Durante casi el mismo tiempo, los científicos han estado dando la voz de alarma sobre los riesgos que supone para Doñana la extracción insostenible de las aguas subterráneas. Sin embargo, hasta ahora no se ha hecho caso a sus advertencias.

En 2020, el acuífero se declaró oficialmente sobreexplotado. Su agotamiento se ha visto acelerado por la extracción de agua de los más de 1.000 pozos que carecen de permisos y autorizaciones legales y por la histórica permisividad de la administración pública. Hasta la fecha, tan solo se han clausurado una cuarta parte de los pozos ilegales.

A medida que ha desaparecido el agua, también lo ha hecho la biodiversidad. El último invierno, el número de aves censadas en el parque nacional se redujo hasta las 87.500 –menos de una quinta parte de las 470.000 del año pasado–. “Doñana está perdiendo su potencial para albergar aves porque está perdiendo sus condiciones ecológicas. Las estructuras del ecosistema están dejando de ser funcionales”, asegura Carlos Dávila, coordinador del departamento técnico para Doñana de la ONG ecologista SEO/Birdlife.

Aunque las especies mediterráneas pueden afrontar períodos de sequía, tienen sus propios límites, afirma Carmen Díaz Paniagua, una investigadora de la Estación Biológica de Doñana. “La flora y la fauna están adaptadas para resistir períodos secos alternos, pero cuando dicho período es muy prolongado, no pueden resistir. Y esta es la situación en la que nos encontramos ahora”, nos explica. Combinada con las extracciones antropogénicas del agua subterránea, la falta de precipitaciones ha provocado la desaparición de cientos de charcas que dependen directamente del nivel del acuífero. Sin agua, las especies acuáticas de aves, anfibios, insectos, reptiles y plantas tienen dificultades para sobrevivir y no pueden acabar sus ciclos de germinación y reproducción.

Donde antes había charcas que eran un hervidero de vida, ahora los arbustos y árboles están colonizando la tierra seca, un cambio en los ecosistemas que, según Díaz Paniagua, es difícil de revertir. “Aunque se retiren los arbustos y vuelva a haber agua en un futuro, no volverán las especies de antes porque habrán desaparecido”.

El cultivo de frutos rojos también repercute en las aguas superficiales que fluyen hacia el parque nacional. Las investigaciones demuestran que la expansión de este tipo de cultivos, que se han quintuplicado, y el uso de productos agroquímicos en los alrededores de Doñana han contribuido a la contaminación de los arroyos de abastecimiento y las orillas de las marismas a través de los nutrientes que se utilizan en los fertilizantes. En las últimas décadas se ha acelerado la eutrofización (un proceso en el que el agua se enriquece excesivamente con nutrientes) en Doñana y a menudo ha alcanzado unos niveles que, según los científicos, son incompatibles con la conservación de la biodiversidad. “No se pueden gestionar las zonas protegidas de un modo y las no protegidas de otro diferente, porque todo está interrelacionado”, advierte Dávila. “La única posibilidad que le queda a Doñana… es cambiar el modelo socioeconómico de la zona que rodea el área protegida y dejar de tratar al parque como si fuera una isla”.

“Están poniendo en riesgo nuestro futuro y anteponiendo sus beneficios”

Al otro lado de la frontera, los invernaderos se extienden a lo largo de la costa atlántica, con sus lonas de plástico brillando al sol. En vez de rodear un área protegida como ocurre en Doñana, los invernaderos portugueses se han montado en el interior del Parque Natural del Sudoeste Alentejano y Costa Vicentina, un lugar clave para la biodiversidad.

‎‏El clima suave de la región, que permite unas temporadas de cultivo más prolongadas que en España, comenzó a atraer a las multinacionales del agronegocio en 2004, cuando Driscoll’s, la mayor empresa de frutos rojos del mundo (que tiene su sede en California), empezó a producir fresas dentro de este parque natural. Esta región se convirtió en un centro para la agricultura intensiva gracias a los cientos de millones de euros en subvenciones agrícolas y beneficios fiscales de la UE. Hoy en día, los invernaderos tipo túnel abarcan más de 1.700 hectáreas del parque protegido y la mayoría producen frutos rojos para exportar. En 2020, las exportaciones de frutos rojos al centro y norte de Europa generaron casi 250 millones de euros.

Hace poco que Portugal empezó a desarrollar la agricultura intensiva en invernaderos, pero ya se está notando el impacto medioambiental de este boom de la producción. Este ávido sector está consumiendo los escasos recursos hídricos, contaminando la zona con productos agroquímicos y agotando los nutrientes del suelo. La agricultura intensiva ha destruido más de la mitad de las peculiares charcas temporales mediterráneas de la región, unos hábitats prioritarios protegidos por la legislación nacional y europea que albergan especies únicas y en peligro de extinción.

“Las repercusiones negativas de este sector son bien conocidas, pero Portugal está copiando el modelo español y facilitando su expansión”, denuncia Afonso do Ó, un experto en gestión del agua y las sequías. “Suelen ser las mismas grandes empresas que están explotando los recursos de la región. El capital no conoce fronteras”, afirma.

Las investigaciones sobre el cambio climático describen a la península ibérica como un territorio críticamente vulnerable, con un riesgo cada vez mayor de sufrir de escasez de agua y desertificación. Pero en lugar de ajustar las demandas del agua para prepararse ante la reducción de las precipitaciones y el aumento de las temperaturas, la expansión de la agricultura intensiva está empeorando aún más la situación. “No nos estamos adaptando. Al contrario, estamos aumentando el riesgo de quedarnos sin agua”, se lamenta Do Ó.

Tras varios años de sequía ha aumentado la presión que se ejerce sobre los escasos recursos hídricos de la región y, de hecho, algunos ya se han secado. Como el agronegocio extrae cada vez más agua de esta árida región, los acuíferos se agotan más rápido de lo que pueden reponerse y los pozos se están secando. El año pasado, la empresa privada que gestiona el embalse de Santa Clara, que abastece al sudoeste del Alentejo, envió cartas a más de 100 pequeños productores agrícolas para advertirles de que tendrán que buscar fuentes alternativas de riego.

“Esta empresa la gestionan los propietarios de grandes empresas agrícolas y su prioridad es el beneficio, no la sostenibilidad ni la distribución equitativa”, nos cuenta Diogo Coutinho, que vive cerca del embalse y ha visto cómo en los últimos años ha bajado hasta niveles peligrosamente bajos. Las empresas agrícolas consumen alrededor del 90% del agua del embalse, que se gestiona de forma privada a pesar de haberse construido con fondos públicos.

Preocupado por la creciente tendencia de menos precipitaciones y un mayor consumo del agua, Coutinho se reunió con otros vecinos para organizar protestas contra las grandes empresas agrícolas y exigir una forma sostenible de gestionar los recursos locales. “Esta industria extractivista no beneficia a la región. Es insostenible y se basa en la explotación de los trabajadores migrantes”, denuncia.

El modelo de agricultura intensiva basado en los invernaderos agota el agua y la tierra tanto como a sus trabajadores. Para satisfacer el creciente apetito europeo por los frutos rojos, el agronegocio en Portugal y España depende de los trabajadores migrantes que recogen los frutos a mano y viven en la precariedad. Muchos de ellos perciben sueldos por debajo del salario mínimo, tienen largas jornadas laborales sin descansos y con frecuencia les exponen a productos agroquímicos sin ningún tipo de protección.

“Nos tratan como a esclavos. Solo quieren explotarnos lo máximo posible, para poder sacar mayores beneficios”, nos explica Kishor Subba Limbu, un trabajador nepalí, durante un bochornoso día de verano en la región portuguesa de Odemira, donde comparte una pequeña casa con otros 20 trabajadores de Nepal e India.

“Tenía que trabajar mientras estaban fumigando con productos químicos”, nos cuenta Rabin Singh, también de nacionalidad nepalí. Además, tuvo que sufrir turnos de 10 horas con tan solo media hora de descanso y nunca le pagaron más por trabajar en días festivos o fines de semana. Al final renunció a su puesto después de cuatro años trabajando para la empresa. “Me escocían los ojos y no podía respirar mientras echaban los fertilizantes. Pero aun así teníamos que trabajar, porque si no lo hacíamos nos mandaban a casa y no nos pagaban la jornada”.

Para Alberto Matos, que dirige la oficina alentejana de Solim, una ONG que lucha por los derechos de los migrantes, las multinacionales están destruyendo la fuente de riqueza de la península ibérica mediante la extracción de sus recursos locales y la explotación de los trabajadores migrantes, convirtiendo sus zonas rurales en desiertos cubiertos de plástico.

“Estas empresas funcionan de acuerdo a la lógica de maximizar los beneficios, sin que les importen lo más mínimo las repercusiones a largo plazo de los productos agroquímicos que utilizan, la degradación del medio ambiente o incluso la salud de las personas”, explica a Equal Times. Mientras niega con la cabeza, concluye: “Están sacando cada vez más agua... y están poniendo en riesgo nuestro futuro y anteponiendo sus beneficios”.

Este artículo ha sido traducido del inglés por Iñigo Rodríguez-Villa

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