Las FARC se preparan para la paz entre esperanzas y temores

Artículos

Varias prendas coloridas rompen el infinito verde de la selva antioqueña, en el centro de Colombia. Ese improvisado tendedero hubiese provocado antaño un bombardeo del Ejército en el campamento central del Bloque Magdalena Medio. El cese al fuego bilateral entre el Gobierno y las FARC, pactado el pasado 23 de junio, trajo la calma a estos guerrilleros, que todavía mantienen los hábitos de un pasado nómada marcado por 52 años de guerra.

“Montábamos las carpas con hojas, siempre moviéndonos a diario. A veces pasábamos varios días sin agua”, recuerda César Augusto Sandino –todos los nombres son alias– sobre las difíciles condiciones de una lucha que considera justa: “No hay arrepentimiento porque nunca fuimos contra la población civil”, aunque concede que “hubo errores no premeditados que causaron muertes injustas” en un conflicto que dejó cerca de 220.000 víctimas mortales, un 81% de las cuales eran civiles.

La férrea convicción de los combatientes lleva a varios de los líderes farianos (integrantes de las FARC) a justificar algunas de las acusaciones que pesan en su contra, como su vinculación con el narcotráfico. “La persona que no está preparada se desvía con un poco de plata (dinero), pero no la organización en su conjunto”, afirma el veterano de 56 años (27 en las FARC).

El negocio de las drogas fue una de las principales fuentes de financiación, junto a la extorsión y los secuestros (siendo esta última una de las pocas prácticas por las que las FARC han emitido un perdón público –a mediados de setiembre la cúpula guerrillera pidió disculpas a las víctimas por “el gran dolor” y las “laceraciones familiares” provocadas–).

Sobre el reclutamiento de menores –una práctica denunciada durante décadas por varios organismos internacionales, como Unicef, por suponer una grave violación de los derechos de la infancia– Sandino argumenta que “sirvió para dar protección y alejar a los menores de la violencia”. Las FARC establecen la mayoría de edad a partir de los 15 años, pero acataron la exigencia del Gobierno de liberar a esos menores –21 según la guerrilla y 170 según el Ejecutivo–, un proceso que se puso en marcha a mediados de septiembre.

Es el caso de Alejandra y Johairo, que, como la mayoría de integrantes, ingresaron siendo menores de edad. La pareja descansa bajo una de las lonas de camuflaje de un cambuche, las tiendas donde duermen. “Los campesinos no teníamos más remedio que alistarnos por la represión que sufríamos”, afirma la joven de 19 años (4 en las FARC). La pareja sueña con formar una familia, pero, avanza el muchacho: “habrá que ver las tareas que nos encomienda el nuevo partido”.

Pese a la desmovilización de los cerca de 8.000 combatientes, que se iniciará tras la firma de la paz hoy, 26 de septiembre –en Cartagena de Indias, con fuertes medidas de seguridad y un nutrido grupo de presidentes latinoamericanos y representantes de organismos internacionales–, la causa insurgente seguirá por encima de las aspiraciones personales.

 

De la guerrilla al encuadramiento político

La transformación del grupo guerrillero en un nuevo partido político supone un reto para la organización. “No tenemos miedo a hacer política, porque siempre hemos estado al lado del pueblo ayudando a organizarse. Tampoco a volver a la vida civil, porque todos volveremos al campo de donde venimos”, afronta optimista Ramiro, de 23 años (4 en las FARC). Entre las tareas diarias, los insurgentes cultivan caña de azúcar, yuca y algunos vegetales. “Esas plantaciones no son suficientes para nuestro consumo, pero nos ayudan a mantener el aprendizaje sobre el campo”, señala el joven.

La reintegración se presenta, sin embargo, como uno de los mayores retos del posconflicto.

“A muchos exguerrilleros les cuesta considerarse victimarios, no renuncian a su pasado y todavía creen que hacían el bien”, asegura el investigador Juan Esteban Ugarriza sobre los síntomas de estrés postraumático por sus vivencias en el campo de batalla que sufren la mayoría de los cerca de 20.000 integrantes de las FARC desmovilizados en la última década. Ante el rechazo de sus vecinos e incluso familiares, algunos de los excombatientes consultados optaron por mudarse a Bogotá y vivir bajo el anonimato, un desplazamiento que para Ugarriza complica la reinserción, por encontrarse sin vínculos afectivos.

Ese pasado militar se vuelve a poner de relieve con la formación de filas diaria de los 35 farianos, fusil en mano. También cuando acatan las órdenes de un comunicado enviado desde La Habana por su jefe supremo, Timoleón Jiménez: “Les pido que no se paseen armados o uniformados por la vereda y que no entren en provocaciones”, reza un fragmento del texto. La delicada hoja de ruta en estos días obliga a guardar la máxima precaución. La firma de la paz marcará el inicio de la reubicación hacia las 23 zonas veredales, donde se iniciará la dejación de armas, no sin antes aplicar la amnistía a los insurgentes para garantizar su seguridad.

El proceso culminará con la refrendación de los acuerdos por parte de los colombianos a través del plebiscito del 2 de octubre. “No importa el resultado, nosotros seguimos adelante. Eso es una maniobra política del Gobierno”, apunta Ramiro sobre una cita ante las urnas que ha polarizado a la sociedad colombiana, aunque en el último mes los favorables al ‘sí’ han desbancado con un 72% a los partidarios del ‘no’, un 28%, según la última encuesta de Ipsos –de mediados de septiembre–.

Los guerrilleros preparan su propia propaganda en defensa de la paz. “Para la guerra NADA, para la paz TODO” o “La esperanza nunca se pierde”, son algunos de los carteles que escriben con spray y plantillas de letras en uno de los cuatro barracones de madera. “Es lamentable que todavía algunos sigan pensando en guerra después de tanto atropello y derramamiento de sangre”, apunta Cornelio, uno de los veteranos.

“Los contrarios a la paz es porque de pronto nunca han vivido la guerra o se han beneficiado de ella”, añade sobre la virulenta oposición encabezada por el expresidente derechista Álvaro Uribe, quien, bajo su mandato (2002-2010), aplicó la máxima presión militar sobre la guerrilla a través de ataques aéreos. Y, bajo cuyo mandato, nuevos grupos de paramilitares causaron estragos entre la población civil.

 

El temor al paramilitarismo

“Tenemos miedo a que los ‘paracos’ (término despectivo para referirse a quienes buscaban exterminarlos: los paramilitares) tomen el control. Esperemos que el Gobierno les dé duro”, afirma Adrián, de 19 años (3 en las FARC), sobre una de las mayores preocupaciones de la guerrilla tras la firma de la paz. Los paramilitares, grupos de extrema derecha nacidos inicialmente para combatir a los rebeldes, se han reorganizado en los últimos dos años en torno a clanes ligados al narcotráfico, intensificando desde entonces sus ataques.

Los paramilitares asesinaron a Andrés, de 15 años, presumiblemente arrojando su cuerpo al río Magdalena, en Puerto Boyacá, feudo del paramilitarismo. “¿A quién voy a perdonar si no sé quién lo mató? (…) Sólo quiero que me devuelvan sus huesitos para poderlo enterrar”, se lamenta Flor Hurtado madre de uno de los 25.000 desaparecidos, quien todavía hoy, catorce año después, debe cruzarse por la calle con los verdugos de su hijo sin poder identificar a los responsables directos de su muerte.

La mayoría de víctimas reclaman un perdón colectivo, también de las FARC –por todos sus crímenes, no solo por los secuestros–, para alcanzar la reconciliación, otro de los grandes desafíos tras la paz. “Vamos a pedir perdón de forma individual, como se ha hecho en La Habana y aquí, pero no haremos un espectáculo”, señala Cornelio.

En las mismas aguas donde desapareció Andrés, termina la rutina de los farianos con un baño en el riachuelo que hombres y mujeres toman juntos en ropa interior y donde aprovechan para lavar sus prendas. Esa noche de domingo, único día para actividades festivas, Adrián se quita el uniforme y el brazalete para entonar algunas rimas en forma de rap. Otros bailan vallenatos y cumbias alrededor de la misma hoguera, donde antaño se contabilizaban las bajas y se planeaban los combates.

“Somos una familia, lo difícil será abandonarla”, asegura nostálgico Sandino, mientras contempla la alegría de los más jóvenes, y subraya que “dentro de unos días este campamento dejará de existir”.

El destino para estos guerrilleros que pasaron la mayor parte de sus vidas aislados en la selva se funde entre las esperanzas y la incertidumbre de retornar a una sociedad que sufrió por medio siglo el conflicto armado más dilatado de América Latina, con cerca de 6 millones de colombianos desplazados internamente, amén de los fallecidos, y toda una población de periodistas, sindicalistas y defensores de derechos humanos operando en el miedo.

Las cicatrices de Sandino en su mano y muñeca muestran esas secuelas, tanto como sus palabras. Para levantar a sus compañeros, el mando de guardia pasará entre los cambuches imitando el canto de un pájaro, una antigua práctica ocultarse del enemigo. Muy pronto, este ritual para comenzar el día será sustituido por el aséptico sonido de un despertador.