Los migrantes del barco Aquarius se erigen en portavoces de su propia historia

Los migrantes del barco Aquarius se erigen en portavoces de su propia historia

Muk, Ousmane y Moses (de izquierda a derecha) conversan sobre el programa de actividades de la asociación.

(Claudio Moreno)
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Moses libera una carcajada y piensa en cómo se ve dentro de cinco años: “Es una pregunta muy grande, ¿verdad?”. Tan grande que sin un futuro nítido y con un presente convulso a causa de la pandemia de coronavirus, de momento elige focalizarse en su ocupación como presidente de Supervivientes del Aquarius, una asociación que reúne apoyo legal y ayuda a otros migrantes en la situación de quienes desembarcaron en Valencia tras ser auxiliados por el famoso buque.

Fue en junio de 2018 cuando tres barcos con migrantes rescatados por el buque Aquarius en el Mediterráneo central llegaron al puerto español, después de que Italia y Malta les negaran la entrada y en medio de un fuerte debate sobre su acogida en España. La crisis humanitaria se discutió mediáticamente desde posiciones ideológicas y geopolíticas, casi nunca éticas, mientras que los migrantes fueron representados como sujetos pasivos –sin voz– que esperaban a ser salvados por el gobierno de turno.

Se discutió sobre ellos durante la resolución de la crisis, porque después poco o nada se supo de sus vidas. En total llegaron 629 personas de 25 países. A todos se les concedió un permiso de estancia extraordinario de 45 días y se les garantizó la posibilidad de solicitar asilo, pero casi la mitad manifestaron su voluntad de pedirlo en Francia. Sin embargo, un número indeterminado de pasajeros, como los sierraleoneses Moses Von Kallon y Mok Kamara, ambos estudiantes de Economía, decidieron quedarse en Valencia.

Desde el momento en el que los dos pisaron tierra española entraron en un circuito de organizaciones transnacionales habilitadas para la primera acogida, cuyos programas progresivos proporcionaron de inicio alojamiento y formación lingüística, para, a los pocos meses, retirar el apoyo y empujarlos a ser completamente autónomos. Terminaron siéndolo, hasta el punto de que crearon una asociación que les ha permitido emanciparse de las ONG de acogida y erigirse en portavoces de su propia historia.

Así suenan sus vidas sin intermediarios: “Durante todo este tiempo hemos necesitamos salir cada día a buscarnos el pan. En Valencia yo he sido profesor de inglés, he trabajado en la construcción, he recogido trastos y actualmente trabajo para la empresa MLV en la cadena de montaje de Ford”, narra Moses reposado en el espacio Sankofa, sede de la asociación.

“No obstante, todos esos trabajos apenas me dan para pagar la vivienda, pues Valencia es muy competitiva en el tema piso. Yo pago 600 euros de alquiler [unos 662 dólares USD] y no encuentro nada barato”, dice el sierraleonés de 26 años.

Moses y Muk afrontan las estrecheces económicas propias de la población autóctona con responsabilidad tributaria, pues, según remarcan, trabajan en España “para contribuir a la economía del país”. También asumen con la asociación, en paralelo, una labor de sensibilización social: “Nosotros tuvimos que emigrar en busca de un futuro, pero en realidad no queríamos salir de nuestro país”, dice Muk, cocinero de 33 años, para quien la asociación es un vehículo con el que divulgar la realidad de Sierra Leona, donde la mitad de la población vive bajo el umbral de la pobreza –según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo– y la economía intenta remontar tras la epidemia de ébola y el colapso de los precios del hierro.

Dicha sensibilización aporta contexto y trasciende etiquetas. Según Ousmane Diaby, migrante de Costa Marfil asociado a Supervivientes del Aquarius –ya vivía en Valencia cuando desembarcó el buque–, la etiqueta de inmigrantes no se la quitará nadie. “En el futuro se referirán a nuestros hijos como ‘hijos de inmigrante’”, profetiza.

Contra eso, los asociados rompen la bidimensionalidad del estereotipo exhibiendo emociones que les asemejan a quienes utilizan el sobrenombre. Ríen, se apasionan y enseñan que la vida en África es menos primaria de lo imaginado. “En las escuelas españolas todos los alumnos creen que los niños africanos trabajan en el campo, pero los niños africanos estudian igual que ellos. Yo jamás fui al campo”, sentencia Ousmane.

Al mismo tiempo, la asociación no se agota en las charlas de colegio, pues también participa en un cómic sobre su viaje, un coro multicultural, un intercambio lingüístico y un programa cultural llamado Una noche de países. Finalmente los asociados ofrecen intermediación cultural a cualquier extranjero residente en Valencia (102.704 en una población total de 795.736): “Hay inmigrantes en problemas porque no saben cómo funciona España y nadie les ha dicho cómo comportarse. El Aquarius es un símbolo de apoyo humanitario y nosotros queremos ofrecer ese asesoramiento cultural para hacerles la vida sencilla. Nadie sale de su país para terminar viviendo en una cárcel”, afirma Moses.

Ayuda incompleta

Nadie sale tampoco para vivir irregularmente en otro país, pero España sitúa a los migrantes en un laberinto legal del que resulta difícil escapar. Por ejemplo, Ousmane lleva cinco años en Valencia y podría haberse acogido a la Ley de Extranjería que permite –a los tres años– tener permiso de trabajo y residencia, pero sin un contrato de trabajo estable no puede solicitar la regularización, y como no puede regularizar su situación nadie le hace contrato estable. Vive atrapado en la burocracia. Por su parte, Moses y Muk llevan esperando más de un año a que el Gobierno oficialice su situación legal. De momento residen en España con un una tarjeta roja temporal.

“Sería desagradecido decir que lo de acoger al Aquarius fue un golpe político, pero lo parece”, opina Ousmane. “Cuando decides ayudar a alguien tienes que completar esa ayuda. Si puedes delimitar un país, también puedes legalizar a las personas que se quedan a ambos lados”, opina el marfileño de 36 años ante la mirada cómplice de Moses, que asiente con la cabeza e incorpora cierto resentimiento cultural: “Mira lo que ha pasado en el Reino Unido. Yo en Sierra Leona he aprendido su cultura, su bandera, su lengua; les hemos recibido en nuestro país con respeto y admiración. Lo hemos aprendido todo de ellos y ellos se encierran con un Brexit. ¿Para qué nos enseñaron su idioma?”.

Ousmane recoge la pregunta y lamenta que en África se ensalce tanto a Europa como para lanzarse en una patera.

“Hasta nuestro Gobierno nos vende Europa, qué pena. Yo cuando veía a un blanco de pequeño le seguía curioso para ver a dónde iba y le gritaba tubabu, que en bambara quiere decir ‘blanco’. Pero aquí [a diferencia de mi mezcla de curiosidad y fascinación, lo que observo es rechazo] alguna gente me mira mal y se palpa sus pertenencias cuando paso cerca. ¿Por qué? Esto amarga mis días”, cuenta Ousmane soliviantado. A su lado, Moses dice tomarse el desaire con más humor: “A veces en el metro alguien se levanta de su asiento y me mira con superioridad, pero debería ser al contrario, porque la gente solo se levanta si tiene que dejar su sitio al presidente”, dice entre risas.

En el recuento de los desmanes, propiciado por el periodista, no falta tampoco el acercamiento interesado de una parte de la prensa, que les revoloteó durante los momentos más crudos del debate –con los consiguientes picos de audiencia– y desapareció cuando los migrantes perdieron el brillo de la última hora. ¿Se sintieron utilizados? Ousmane cree que si en algún momento han sido utilizados por las televisiones, eso les ha dado publicidad, les ha permitido alzar su propia voz, de modo que la cobertura debe agradecerse. Moses, en cambio, tiene una visión más crítica: “A veces ocurre que cuando los periodistas quieren vender tu historia te persiguen y te sacan lo que necesitan, pero luego cuando tú los necesitas ellos nunca están”.

Vivencias y expectativas

Aunque algo parecido les ocurrió en la presentación de la asociación Supervivientes del Aquarius, en realidad, aclaran, el objetivo no es aparecer en los medios sino impulsar actividades y vivir colectivamente la ciudad. Entonces hablan de sus experiencias en las Fallas, una macrofiesta cancelada por la crisis sanitaria del coronavirus y que durante días ha dispuesto la mascletá –disparo masivo de petardos potentes–. Los tres cuentan que el derroche de pólvora (que coincide con su entrevista para este medio) les retrotrae a sus países, donde no hace demasiado se vivieron guerras civiles cruentas. “Pero también me recuerda a los rituales paganos que se celebran tradicionalmente en África. ¿De dónde viene vuestra fiesta?”, se interesa Moses.

Y tras repasar brevemente la historia local, devolvemos la conversación al ejercicio en el que se situaban a cinco años vista. El plan es muy grande, decía Moses, y pasa por normalizar la situación legal, amén de sortear con su acostumbrada resiliencia la crisis sanitaria y previsiblemente económica asociada al coronavirus –de momento han hecho un vídeo en diversos idiomas en el que enseñan a protegerse del virus–.

“Yo solo quiero vivir a mi aire y sin problemas”, pide el presidente de la asociación. “A mí me gustaría retomar los estudios de Economía”, demanda Moses, que no encuentra tiempo ni facilidades para acceder a la Universidad. “Nosotros tenemos un libro de expectativas”, añade Ousmane, “pero la vida aquí es cara y exigente en circunstancias en las que ni siquiera podemos dedicarnos a nuestras aficiones: yo juego al fútbol y no puedo federarme por falta de papeles, de modo que el deseo es claro y sencillo: queremos tener el derecho de vivir en paz”.