Los mineros clandestinos de Sudáfrica reivindican su trabajo (y quieren que sea legal)

Los mineros clandestinos de Sudáfrica reivindican su trabajo (y quieren que sea legal)

Trabajadores de una planta clandestina de procesamiento separan el oro de la arena junto a la mina abandonada del oeste de Johannesburgo de la que extraen el material.

(Oratile Mokgatla)

Protegidos de la lluvia y el sol por plásticos atados a unos palos, decenas de jóvenes musculados hacen rodar pesados cilindros metálicos. Son fragmentos de tuberías cerrados con soldadura, o alargadas bombonas de gas que acaban en punta y a primera vista parecen misiles. Están unidas a manivelas de hierro y se apoyan sobre dos gruesas ramas clavadas en la tierra. Su giro constante genera un rumor intenso, de grava fina y mojada moviéndose, ruido que se superpone al bullicio del poblado chabolista y le da un aire surrealista, como de ciudad encantada.

Cientos de mineros clandestinos traen cada día el material que sacan a este asentamiento del oeste de Johannesburgo, donde se criba el oro de la piedra y se prepara el metal para su venta. Los mineros descargan en grandes cuencos de hierro sus sacos llenos de roca picada, y operarios armados con grandes mazos verticales la trituran hasta convertirla en una especie de arena, que luego se introduce en los cilindros, junto con agua y unas pesadas bolas metálicas que acabarán de machacar la gravilla que alberga el oro. En un nuevo paso, se añade mercurio, y, tras el filtrado de arena, se elimina el mercurio con un soplete, lo que libera el oro de la amalgama.

“Se llama división del trabajo”, dice Smiley, uno de los migrantes zimbabuenses que participan en este sistema de producción artesanal en Sudáfrica. También él trabaja sin descanso, todos los días del año, en una actividad que sirve de sustento –si bien modesto– para las miles de personas que habitan el poblado, y que son originarias, en su mayoría, de los países vecinos.

“Cada uno se lleva su parte”, agrega sobre todos los que participan en el sistema, en torno al que surgen colmados informales y puestos callejeros que venden comida.

“No hay empleos, ni en nuestros países ni en Sudáfrica”, afirma a Equal Times Smiley sobre los motivos que les empujan a la minería clandestina. “Aquí impera la ley de la selva, solo sobrevive el más fuerte”, agrega al recordar las penalidades a las que se enfrentan, bajo tierra, pero también en la superficie, donde son víctimas de robos por parte de mafias y de la extorsión policial. Smiley señala también los bajos precios a los que han de vender su valioso producto, pero a pesar de todo defiende la continuidad de las actividades. “Si se cierran [las minas], toda esta gente recurrirá al crimen, a robos a mano armada de coches, de casas, para poder comer”.

El camino a la regularización, aún en ciernes

De la misma opinión es David van Wyk, que trabaja para la Fundación Bench Marks y creció viviendo en torno a las minas de todo el sur de África a las que era destinado su padre, un prestigioso ingeniero de minas. La fundación, asociada a las iglesias cristianas sudafricanas, expone y combate las injusticias sociales en el sector de la minería. Van Wyk ha acudido al poblado con dos de sus compañeros. Ofrecen a los mineros y a quienes procesan el oro asistencia en el camino a la regularización, un anhelo compartido por la mayoría de trabajadores de esta suerte de cooperativas informales tan eficientes como desprotegidas –debido a su situación de irregularidad– ante los chantajes, los robos y los abusos de los compradores a la hora de establecer los precios.

Van Wyk y sus dos compañeros reparten papeles con sus propuestas. Quienes machacan con los mazos la mezcla de piedra y oro les miran con atención apoyados a la herramienta. Los encargados de hacer rodar los cilindros paran de darle a la manivela, pero el rumor continúa presente: los molinillos siguen dando vueltas en otras zonas del poblado.

En los papeles se señala la búsqueda de apoyo para una iniciativa puesta en marcha por la fundación, que trabaja con las autoridades para conseguir la regularización. Proponen crear un registro oficial de todos los mineros clandestinos y de las minas abandonadas en las que operan. Legalizar a los inmigrantes sin papeles que trabajan en esta industria, organizar las redes existentes en “entidades de negocio legales como cooperativas y dotar las operaciones de supervisiones” periódicas que minimicen los accidentes por derrumbes o por falta de oxígeno en los que a menudo mueren estos mineros.

La regularización ya es una realidad en la histórica ciudad minera de Kimberley, donde cientos de mineros de diamantes hasta ahora clandestinos recibieron en 2018 sus permisos gracias al trabajo conjunto de agentes sociales, empresas mineras dueñas de explotaciones abandonadas y los Gobiernos nacional y regional.

De vuelta al poblado de Smiley, la apariencia general de pobreza se rompe con la llegada de los compradores. Estos conducen los pocos vehículos que entran al asentamiento. Aparcan en un extremo y negocian los pagos con los residentes designados. Son precisamente esos hombres, mejor alimentados y vestidos con ropas más lustrosas, los más reticentes a los planes de regularización.

Los compradores hacen de intermediarios entre los mineros clandestinos y los tratantes de metales preciosos con licencia que son la puerta de entrada al mercado legal. Si el oro que se ofrece en el poblado fuera legal, sus habitantes podrían prescindir del intermediario, y la misma gente de la comunidad que arriesga su vida bajo tierra y exprime su ingenio y esfuerzo para procesar los metales podría vender directamente el oro en el mercado legal, a precios más altos que los que cobra ahora. El negocio de los intermediarios quedaría por tanto desbaratado.

Pese a las ventajas de la regularización, en el poblado no bajan la guardia y mantienen cierta desconfianza hacia Van Wyk y su equipo. Los mineros se ganan la vida con una actividad ilegal. Muchos están en el país sin papeles y temen ser detenidos o deportados si se identifican.

La oposición de los compradores es otro de los obstáculos para que los mineros cooperen. Los mineros dependen de estos intermediarios hasta que se materialice la regularización y consigan dotarse de los contactos y medios de transporte para vender por ellos mismos el oro que extraen.

Sin que sorprenda a propios ni extraños, los intermediarios no quieren quedarse excluidos del negocio, cueste lo que cueste. Durante la visita de la Fundación Bench Marks, uno de los compradores se dirige en tono amenazante a los interlocutores de Van Wyk, exigiéndoles que detengan cualquier negociación en la que no estén incluidos también estos intermediarios.

Según estimaciones de la Comisión Sudafricana de Derechos Humanos (SAHRC), el sector de la minería ilegal da trabajo a unas 30.000 personas en Sudáfrica. Los mineros clandestinos operan con distintos grados de organización y de maneras distintas. Algunos de estos grupos faenan en explotaciones en funcionamiento, de las que extraen los minerales con la complicidad de agentes de seguridad corruptos. Otros grupos, como el que visita Equal Times obtienen el oro de minas abandonadas. “Nosotros no trabajamos en minas operativas, solo extraemos oro de minas cerradas”, dice Smiley para apuntalar su argumentación a favor de legalizar una cooperativa que ya funciona y es viable en la clandestinidad.

Buena parte del oro que llega a este asentamiento viene de lo que queda de Crown Mine. Esta mina, situada junto al centro de la ciudad, fue en su día una de las explotaciones de oro más ricas del mundo. Comenzó a explotarse en 1886, y fue la primera mina industrial de Johannesburgo, fundada ese mismo año en torno a la fiebre del oro sudafricana.

Junto a la entrada a la galería se preparan para comenzar uno de sus turnos de hasta cinco días bajo tierra tres chicos de Zimbabue. Llevan a la espalda mochilas que han hecho ellos mismos con sacos de rafia sintética, llenas de agua y comida para sobrevivir en las profundidades. No pasan de la treintena, pero tienen experiencia de sobra y el conocimiento del oficio indispensable para bajar a la mina sin más apoyo que un casco, una linterna, un pico y un martillo. Han trabajado desde adolescentes en minas de Zimbabue y otros países del sur de África. “Minería artesanal, como aquí”, dice Lindo Sabata, y se adentra con sus compañeros en el agujero, que está apuntalado con unos hierros.

A pocos metros del comienzo del túnel permanecen haciendo guardia Alex Shange y tres de sus compañeros. “Estoy aquí para proteger a los chicos que bajan a la mina”, nos dice este sudafricano de 30, de etnia zulú como los demás guardias. “Los mineros son de países como Zimbabue, Mozambique o Malaui. Ellos saben trabajar bajo tierra, y cuando los gánsteres saben que hacen dinero vienen con pistolas y les dan palizas o les roban lo que sacan. Por eso vienen y buscan la protección de los zulús”, explica Shange.

Conocidos por su tradición guerrera, los zulús son la tribu mayoritaria de Sudáfrica. Como explica Van Wyk, el régimen del apartheid ya les encargaba la seguridad de las minas. Shange y los demás guardias viven también en el poblado, e integran el esquema de “división del trabajo” que esboza Smiley. “La policía viene y nos roba lo que tenemos para vender. Si queremos recuperarlo tenemos que pagar a los agentes”, dice uno de los encargados de la seguridad, que denuncia también que a veces abren fuego con sus armas. “No podemos denunciarlos en ningún lugar, porque lo que hacemos es ilegal”.