Los protagonistas de la guerra en Colombia se reúnen con las víctimas para escribir juntos sus recuerdos

Los protagonistas de la guerra en Colombia se reúnen con las víctimas para escribir juntos sus recuerdos

Police officer Jhon (second from left) with activist Nathalia, soldier Jefferson and, in the opposite corner, local farmer Darius with one of his daughters, and former FARC rebel Mario, during one of the workshop sessions.

(José Fajardo)

Darío mira hacia atrás cuando camina. Todavía siente la amenaza. Recuerda los tiempos cuando en esta vereda de Buenavista, a casi dos horas en coche desde Mesetas (en el sureste de Colombia), el fuego cruzado de los combates entre la guerrilla de las FARC y el Ejército ponían en peligro la vida de sus dos hijas pequeñas. Hoy este campesino va a compartir un taller de escritura creativa y edición comunitaria junto a los protagonistas de esa guerra que golpeó durante años la región.

En la mesa a la que acaba de sentarse en la biblioteca –que hay a un par de minutos a pie desde su finca– se encuentran Jhon, un policía del Tolima de apenas 20 años destinado en la zona; Mario, un exguerrillero de las FARC que estuvo tres años en la cárcel; Jefferson, un soldado amable y tímido que viste el uniforme militar, y Nathalia, una activista por los derechos humanos que nació en Bogotá.

“Nuestro objetivo es reivindicar estas bibliotecas públicas que el Gobierno construyó para fortalecer la paz como un centro de reunión, que la comunidad se apodere de ellas”, dice la editora Margarita Valencia, investigadora docente del Instituto Caro y Cuervo que durante tres jornadas será la profesora de Darío, Jhon, Mario, Jefferson, Nathalia y otras 14 personas de la región.

Esta reunión impensable antes del fin de la lucha entre las FARC y el Estado colombiano a finales de 2016, busca que entre todos ellos, antiguos enemigos y ahora personas que comparten un territorio, construyan relatos sobre la memoria colectiva.

“Son vecinos, pero apenas se conocen, quizás jamás se hubieran parado a hablar entre ellos. El proyecto Paz al Bosque quiere ir más allá de lo testimonial: es una forma de invitar al diálogo y generar debate, crear tejido social”, explica Elizabeth Valenzuela, del Fondo Acción –organización que financia esta iniciativa en lugares en medio de la naturaleza que sufrieron la guerra–.

Mesetas fue el bastión de las FARC durante gran parte de los más de 50 años que duró el conflicto armado en Colombia. Con una población de apenas 12.000 habitantes, la zona era naturalmente estratégica: un terreno selvático atravesado por montañas, bosques y ríos donde la guerrilla podía esconderse.

“Sus historias son un libro. Lo que ven cada día son relatos: los caños, las montañas, el potrero, los animales, los cultivos, estos árboles... Ustedes leen sin saberlo, son expertos en el territorio que ocupan y eso tiene un valor”, les espolea el escritor Juan Cárdenas, quien también colabora con el Instituto Caro y Cuervo.

¿Con qué sueñan? ¿Cuáles son sus recuerdos? ¿Cómo se ven en el futuro? Margarita y Juan piden a la veintena de asistentes que escriban sobre sus vivencias y pensamientos. Todos ellos han sido escogidos por convocatoria pública –la matrícula del taller está financiada íntegramente para que las personas con pocos recursos puedan asistir–.

Entre todos tejen un recorrido por la historia reciente de Colombia. Tocan temas como el desplazamiento, la pérdida y el miedo, pero también hablan de los seres queridos, la naturaleza, las tradiciones... Y coinciden en una cualidad que se repite no sólo en esta vereda sino en cada pueblito de Colombia: la resiliencia entendida como la capacidad para superar hechos traumáticos.

“Hasta acá no llegaba el carro de la policía. Si veías a alguien del Ejército había que tirarse al suelo o echar a correr: significaba que iba a estallar un combate”, recuerda Darío. Señala la cordillera montañosa que está detrás de la biblioteca. El helicóptero militar descendía y ametrallaba los montes por donde se escabullía la guerrilla. Su relato personal habla de la separación de su mujer y una de sus hijas. De trasfondo, está la guerra. Es la primera vez que comparte estos recuerdos con alguien.

La espera en aparente calma

Hoy Mesetas vive una aparente calma. Sólo la torre que protege una de las esquinas de la estación de policía recuerda la violencia del pasado. Está rodeada por sacos de tierra y alambradas que les protegían de los ataques de la guerrilla. El edificio todavía conserva los túneles subterráneos por donde los policías escapaban en caso de asalto.

Nathalia lleva tatuajes y luce un logo con la rosa roja del partido político que ha fundado la antigua guerrilla en la legalidad. Estudió en la universidad en Bogotá, no era parte de las FARC durante el conflicto armado, pero ahora es militante de la formación. Trabaja con asociaciones comunitarias y es parte de un proyecto de la Agencia de Reintegración y Normalización (dependiente del Gobierno) para formar a los excombatientes y facilitarles su regreso a la sociedad.

En agosto del año pasado llegó a Mesetas por primera vez y en febrero decidió dejar a su familia en la capital y mudarse a este lugar. En su relato cuenta esa despedida y lo que supuso para ella. Desde entonces vive en el campamento Mariana Páez, a 10 minutos andando desde la biblioteca, una de las zonas por todo el país donde se quedaron algunos de los 12.000 guerrilleros que dejaron las armas a mediados de 2017.

Al principio, en este campamento vivían 450 excombatientes, ahora hay poco más de 200. El Gobierno les prometió tierra, vivienda, educación y proyectos productivos a cambio de dejar las armas. Esos beneficios están tardando más de lo que creían. El estado del campamento es precario, viven en barracones construidos por ellos mismos con maderas y plásticos. Los recursos no llegan.

“Muchos probaron suerte en las grandes ciudades, pero ahora están volviendo, no encontraron trabajo. Aquí las condiciones son infrahumanas, pero al menos tienen un lugar donde meter la cabeza”, dice Nathalia.

Cree en el poder transformador de las iniciativas comunitarias porque es la única forma de que estas personas que sólo conocieron la guerra y la vida en las selvas aprendan a valerse por sí mismas en la sociedad.

Lo que preocupa es la incertidumbre. Tras una visita este año al Hogar de Paz de Cajicá, un edificio dependiente del Ministerio de Defensa donde los desmovilizados individuales (aquellos que no se apuntaron al proceso de paz y desertaron por su cuenta, a los que la guerrilla suele considerar traidores) arreglan su situación legal, los testimonios de las personas que están allí coinciden en una cosa: el miedo al futuro.

Piensan que tanto el Estado como los altos mandos guerrilleros les han olvidado, sienten zozobra e inseguridad ante el futuro, se quejan de la falta de oportunidades en la sociedad y del miedo a que les maten; sufren traumas psicológicos por lo que hicieron y vieron en la guerra, muchos no pueden volver a su tierra junto a sus familias por temor a represalias.

Mario estuvo en la cárcel por el delito de rebelión contra el Estado. Salió tras la amnistía acordada en el acuerdo de paz. Hoy pertenece al partido de las FARC y vive en el campamento Simón Trinidad, situado en esta misma zona rural de Mesetas. Allí llegaron más de 600 presos políticos de las FARC al dejar la prisión, hoy apenas quedan 50. Se apuntó al taller literario Paz al Bosque para aprender cosas nuevas y conocer a gente diferente. Aunque no lo diga también era una forma de escapar de la rutina.

“Estoy orgulloso de poder hablar con el que fue nuestro enemigo y darle la mano sin rencor. Ahora la pelea es con la lengua, le toca a uno volver a adquirir la educación que dejamos olvidada durante la guerra”, dice.

En el campamento los exguerrilleros cultivan aguacate, patatas, café, yuca, maracuyá, maíz y plátanos. También crían cerdos. Por la noche algunos se reúnen en el Mariana Páez para escuchar vallenatos, cumbias, salsas, rancheras y reggaetón. Hay un billar y una gallera, los días que consiguen unos cuantos pesos compran unas cervezas o comparten una botella de aguardiente. Más que una forma de vida, parece un estado de espera de algo que no llega. Que no saben qué es.

Un espacio de paz

En la entrada de la biblioteca un cartel con una pistola tachada prohíbe la entrada de armas. “Es un espacio de paz. ¡Contamos con su valiosa colaboración!”, reza el aviso.

El soldado Jefferson se quita las botas militares para no llenar el lugar de barro y llega sin su fusil, desarmado. Jhon y sus otros tres compañeros de la policía sí entran con la pistola al cinto y sus botas altas de cuero con hebillas. Mario tan sólo lleva un machete (herramienta básica para los campesinos de Colombia), una gorra del Che Guevara y una camiseta revolucionaria con el lema “¡Queremos la paz!”.

El encuentro entre ellos es respetuoso, tras la tensión del primer día van llegando las confidencias, las sonrisas, el interés por la vida del otro. Las historias que salen de forma espontánea son poéticas y profundas, algunas tristes y duras, todas tienen una belleza especial: se nota que sus protagonistas nunca antes las habían compartido con nadie.

El último día, el grupo posa con sus trabajos y con el diploma que han obtenido por terminar el taller con éxito. Todos se dan la mano y sonríen. Sin darse cuenta, han roto una barrera que se fue haciendo robusta e infranqueable durante tantos años de guerra. “Sólo queremos que todo siga así, en calma”, dice Darío, que no quiere que sus hijas tengan que mirar jamás hacia atrás por miedo cuando anden por estos caminos, como todavía le sucede a él.

This article has been translated from Spanish.