“Lucharemos contra el golpe en las calles y desde los puestos de trabajo”

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La actual crisis política brasileña se viene gestando desde el día siguiente a la reelección de la presidenta Dilma Rousseff por más de 54 millones brasileños en octubre de 2014, que supuso la cuarta victoria consecutiva de las fuerzas progresistas del país en unas elecciones presidenciales.

En primer lugar, la derecha nacional, derrotada una vez más, pidió el recuento de los votos. Después puso en tela de juicio las cuentas de la campaña de la Presidenta y patrocinó varias maniobras más, que culminaron con la apertura del proceso de destitución (impeachment).

Durante todo 2015 hasta ahora fueron fabricando escándalos, ampliamente divulgados por los medios, y confiriendo veracidad a cientos de mentiras. La arquitectura del golpe se elaboró, por lo tanto, a partir de la acción diaria del oligopolio de los medios de comunicación (en Brasil, apenas seis familias controlan el 80% de la información —televisiones, periódicos, revistas, radios, agencias de noticias y sitios de internet—), con el apoyo económico del empresariado de los sectores financiero, industrial y agroempresarial.

Esa derecha que conspiró abiertamente contra el mandato de la presidenta es el resultado del secular pasado esclavista y reaccionario que caracteriza la historia de Brasil y es la heredera legítima de los sectores sociales y económicos responsables históricamente de ese régimen.

Al llegar a Brasil, esas élites tomaron por asalto nuestras tierras y riquezas. Los africanos, capturados en sus tierras, fueron traídos por la fuerza a la América portuguesa y convertidos, inicialmente, en la mano de obra básica de las plantaciones de caña de azúcar, tabaco y algodón. Más tarde, este esquema se repitió en pueblos y ciudades, minas y haciendas ganaderas. Una clase socialmente dominante, compuesta por una minoría blanca, justificaba esta situación con ideas pseudoreligiosas y racistas que legitimaban su pretendida superioridad y privilegios.

Las diferencias étnicas funcionaban como barreras sociales. Los seres humanos fueron esclavizados en Brasil durante más de tres siglos. Brasil fue el último país del mundo en abolir la esclavitud, que sirvió como principal mano de obra de la economía nacional.

La esclavitud, además de una actividad económica en la que un individuo es propiedad de otro, fijó un conjunto de concepciones con respecto al trabajo, a las personas y las instituciones. De esta forma, se constituyó una cultura con prejuicios que persiste hasta nuestros días.

Lo que definía y caracterizaba a la élite colonial era aquello que ella no hacía: siempre consideró el trabajo manual como una actividad menor, algo de paganos y de esclavos; lo deseable era vivir de las rentas, beneficios públicos y del rendimiento de los grandes latifundios.

Hoy, la élite brasileña continúa insistiendo en un capitalismo salvaje y no acepta que negros, pobres, mujeres, indígenas, homosexuales y habitantes de las favelas tengan derecho al respeto y a la dignidad. Las raíces del apartheid social quedan de manifiesto en el resentimiento expresado por gran parte de la clase media, que se identifica con parte de la cúpula de la pirámide social y considera sus privilegios como derechos.

Este grupo nutre la segregación y no acepta los cambios ocurridos en los últimos 12 años, desde la victoria de Luiz Inácio ‘Lula’ da Silva en las elecciones presidenciales de 2003. Quieren mantener sus privilegios, juzgan y desean que existan personas disponibles para el subempleo y la explotación; creen que aeropuertos, centros comerciales y universidades son espacios sociales exclusivos de la élite blanca y rica.

La mejora de la vida de 40 millones de brasileños

El proyecto representado por los gobiernos de Lula y Dilma propició la ascensión social de más de 40 millones de brasileños y brasileñas; la creación de más de 20 millones de empleos formales y la implementación de un nuevo modelo de desarrollo social y económico más justo; priorizó el fortalecimiento del mercado interno, al tiempo que intensificaba las relaciones entre los países de América Latina, África y asumía el protagonismo en la creación de los BRICS.

El golpe, en este sentido, intenta sobre todo interrumpir este amplio proceso de ascenso social y desarrollo nacional soberano.

En concreto, podemos destacar tres objetivos específicos de esta intentona:

En primer lugar, impedir que el país aumente su protagonismo en la región y en el mundo, bien a través de su participación en BRICS (la asociación de las cinco principales economías emergentes, Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) o como destacado actor global en la ONU y otros organismos internacionales. Frenar el crecimiento del país en el escenario internacional forma parte de una estrategia de los Estados Unidos, que obviamente prefiere que América Latina continúe siendo su patio trasero.

El segundo objetivo consiste en obligar al país a entregar sus extraordinarias riquezas naturales, especialmente sus reservas de agua y las enormes reservas petrolíferas descubiertas recientemente en la capa presal.

El tercer objetivo consiste en que la derecha retome el gobierno nacional, a través del Parlamento conservador elegido en 2014, ya que no lo consigue mediante el voto popular.

Para lograr este conjunto de objetivos, el golpe involucró y articuló a una amplia coalición de actores nacionales e internacionales. En un primer momento, fue capitaneado por el candidato derrotado de la oposición de la derecha, Aécio Neves. Hoy, sin embargo, las tres piezas clave del golpe parlamentario, jurídico y mediático son: la primera, Eduardo Cunha, apartado de la Presidencia de la Cámara de Diputados por el Tribunal Supremo Federal, acusado de corrupción y blanqueo de dinero, con millones de dólares en cuentas suizas.

La segunda, sectores de la judicatura, que a través de investigaciones, filtraciones selectivas y acciones espectaculares y mediáticas contribuyeron a una ruptura del orden democrático e institucional.

Y, por último, pero no menos importante, el capital nacional e internacional que, a través de sus representantes —confederaciones y federaciones patronales, grandes medios de comunicación, partidos políticos conservadores—, apoyados de manera entusiasta por la parcela más crítica de la sociedad brasileña y alineados con los intereses geopolíticos de los países ricos, buscan reducir el costo de la mano de obra en la economía brasileña y, como ya destacamos, entregar nuestras riquezas nacionales.

Una democracia (no) representativa

El golpista Michel Temer (que se presentó con Rousseff a las elecciones de 2010), en su primer acto al frente del gobierno interino durante el proceso de destitución de Rousself, extinguió, entre otros, el Ministerio de las Mujeres, Igualdad Racial y Derechos Humanos; el Ministerio de Desarrollo Agrario —responsable de la agricultura familiar y la reforma agraria—; el Ministerio de Cultura, recreado por un amplio movimiento de artistas nacionales; el Ministerio de Ciencia y Tecnología, y el Control General de la Unión —responsable de la transparencia y de la lucha contra la corrupción—.

Es importante destacar que el gobierno interino está compuesto por siete ministros que están siendo investigados en el marco de la Operación Lava Jato —una investigación de la policía federal sobre la corrupción en la compañía petrolera estatal Petrobas—.

Además, por primera vez desde la dictadura militar, el Gobierno no cuenta con ninguna mujer, ni con ningún joven, negro, representantes de minorías, de movimientos sociales o sindicatos.

Hasta el momento, en apenas un mes, tres ministros del gobierno golpista se han visto obligados a dimitir debido a graves y reiterados casos de corrupción.

El propio Michel Temer está acusado por uno de los delatores de la Operación Lava Jato de negociar o recibir 1,5 millones de reales (aproximadamente 460.000 USD) en donaciones ilegales para un aliado político que se presentó a las elecciones municipales de 2012.

El gobierno golpista, en cuestión de pocos días, anunció una serie de retrocesos gravísimos de políticas sociales, como una reforma de las pensiones que dificulta aún más el acceso de los trabajadores a la jubilación y reduce sus prestaciones; una reforma laboral que convierte los derechos garantizados por la consolidación de las leyes del trabajo, Consolidação das Leis do Trabalho (CLT), en objeto de negociación, prevaleciendo lo negociado sobre lo legislado; una reducción de tamaño del Sistema Único de Salud; el cobro de mensualidades en los cursos de extensión y posgrado en las universidades públicas; recortes en el programa Bolsa Familia, que podrían afectar hasta el 30 % de sus beneficiarios; el fin de programas habitacionales para la población de rentas bajas, gestionados conjuntamente con movimientos sociales; ataques al derecho democrático de manifestación, y una política exterior sometida a los intereses de los grandes imperios, de hostilidad con los gobiernos latinoamericanos democráticamente elegidos que no reconocen la legitimidad de este gobierno golpista.

El gobierno golpista, mediante el ataque más grave a los derechos sociales desde la promulgación de la Constitución de 1988, pretende corregir las inversiones en salud y educación, durante un plazo de 10 años, tan solo con la variación del índice de inflación del año previo.

De haber estado en vigor esta regla desde 2006, el presupuesto federal de sanidad sería hoy un 30% menor y el de educación sufriría un recorte brutal del orden del 70%. Vale la pena recordar que esta regla, propuesta por el gobierno interino, también incidiría en los presupuestos de los gobiernos estatales y municipales. Supondría la destrucción de nuestros sistemas públicos de salud y educación.

Así pues, podemos afirmar que el impeachment de la presidenta Dilma Rousseff supuso un intento desesperado de implementar un programa más duro y antipopular que el que, sistemáticamente, viene siendo derrotado en las últimas cuatro elecciones presidenciales.

Los electores y, sobre todo, los más pobres, no cuentan en los cálculos de la junta golpista. Sólo un gobierno fruto de un golpe podría proponer medidas tan desconectadas de los intereses manifestados por la inmensa mayoría de la población.

El pueblo brasileño espera mayores inversiones en áreas sociales, especialmente en salud y educación, y rechaza los cambios en la legislación laboral y la seguridad social que impliquen una reducción de derechos.

La CUT (Central Única dos Trabalhadores, la mayor federación sindical del país) no reconoce al Gobierno de Temer y lo condena por ilegítimo, por ser el resultado de un proceso ilegal y golpista de impeachment y por no respetar la voluntad expresa de la mayoría de los ciudadanos brasileños, que en 2014 eligió a la presidenta Dilma.

Este es el único gobierno elegido y, por lo tanto, legítimo. No aceptaremos que la clase trabajadora y los sectores más pobres de la población tengan que sufrir más sacrificios.

Luchamos hasta ahora contra el golpe y continuaremos luchando, en las calles y en los puestos de trabajo, para reconducir el país hacia el Estado de derecho y la democracia, contra la reducción de los derechos de los trabajadores y contra iniciativas que busquen la inserción subordinada de Brasil en la economía internacional.