Medioambiente en Venezuela, el otro damnificado por la crisis y la “fiebre del oro”

Medioambiente en Venezuela, el otro damnificado por la crisis y la “fiebre del oro”

In the small city of El Callao, many shops that exchange gold into cash can be found. (Image May 2018)

(Jean-Baptiste Mouttet)

Vendidos como productos de lujo, los pañales y el café se exponen en vitrinas en los supermercados de Caracas, la capital de Venezuela. Las cestas de los clientes están prácticamente vacías. Algunos alimentos, como los cereales o la salsa de tomate, se extienden a lo largo de los estantes para intentar llenar los huecos. A la vuelta de una callejuela del centro de la ciudad, un grupo de niños de la calle busca en los cubos de basura de un restaurante. Una imagen que había desaparecido bajo la presidencia de Hugo Chávez (1999-2013). La crisis económica que comenzó en 2014 es evidente en todo el país. Uno de los responsables del FMI, Alejandro Werner, prevé incluso “un aumento de la inflación de 1.000.000% de aquí a finales de 2018”.

Sin embargo, a 850 kilómetros al sur, en El Callao, una pequeña ciudad del estado de Bolívar, de unos 22.000 habitantes, la situación es completamente diferente. Mientras que en el resto del país el dinero en efectivo ha desaparecido y los venezolanos pagan con tarjeta, aquí hay sacos llenos de billetes. Los precios en los comercios son dos veces más bajos que en la capital. Un mundo paralelo, libre de crisis.

Desde su fundación en 1853, El Callao siempre ha sido una ciudad minera, pero hoy sus minas de oro atraen como un imán a los venezolanos que buscan ingresos para hacer frente a las dificultades económicas. Las mismas escenas se repiten en todo el denominado Arco Minero del Orinoco (AMO).

Continuando un proyecto del difunto Hugo Chávez, su sucesor Nicolás Maduro decretó, el 24 de febrero de 2016, el 12% del territorio venezolano al sur del río Orinoco, es decir 111.843 km², “zona de desarrollo estratégico nacional”. El Gobierno ve en este subsuelo rebosante de oro –así como de coltán, diamantes, bauxita y otros metales– una oportunidad para compensar la caída de la producción de petróleo, la principal riqueza del país.

Pero el Gobierno no invierte en El Callao. La mayoría de las minas y las plantas (donde se trata la tierra para extraer el oro) de la empresa nacional de explotación, Minerven, están abandonadas. En algunas invierten mineros artesanales y están controladas por bandas armadas. Es el caso de la planta Perú, cerca de El Callao, donde las infraestructuras se oxidan y los edificios se caen a pedazos.

El Gobierno apuesta por que el sector privado desarrolle el Arco Minero. Hace poco, se jactaba de “alianzas” con 150 empresas de 35 países diferentes. El propósito de estas alianzas es crear empresas mixtas en las que el 55% del capital pertenezca al Estado. Pero, en la práctica, hay dificultades para que estas inversiones se materialicen. La crisis y la inseguridad han desanimado a muchas empresas. Más tarde, el ministro de Desarrollo Minero Ecológico, Víctor Cano, admitió vagamente un fracaso e informó en marzo de 2018 que solo “tres empresas mixtas” trabajaban en el Arco Minero y que finalmente solamente habría “70 alianzas estratégicas”. Las aproximadamente 17 toneladas de oro que se han enviado al Banco Central de Venezuela (BCV) desde 2016 son en realidad fruto del trabajo de pequeños mineros artesanales que revenden su producción al gobierno a través de Minerven, transformada en la práctica en central de compra.

Mineros improvisados

Edward Rodriguez es uno de ellos. En un molino de La Ramona, cerca de El Callao, donde los mineros llevan los sacos de tierra de sus minas para extraer el oro, cuenta que ganaba “poco más del salario mínimo” cuando ejercía de ingeniero industrial. “No era suficiente para mantener a mis cuatro hijos”, dice alzando la voz para cubrir el ruido repetitivo de las máquinas imponentes que trituran piedras. Dice que envía 20 millones de bolívares a la semana a su familia, es decir, 20 veces el salario mínimo.

“Hace algunos años el acceso al molino era difícil. Las minas no eran tan visibles. Había bosques”, cuenta el joven responsable del molino, herencia de su padre, que prefiere guardar el anonimato. Actualmente, a ambos lados se pueden apreciar campos de lodo blanquecino sembrados de lonas para proteger los pozos con cabestrantes. Los antiguos hacen sitio a los nuevos sin animosidad: “¡Se puede sacar más tierra!”, relativiza Eduardo Avilés. Tiene 27 años y es minero desde los 14.

Sentado a la sombra de un campamento rudimentario con una hamaca como cama, cuenta que “algunos nuevos mueren. No saben manejar la pica, hay derrumbes...”. Quien sueña con abrir una tienda de comestibles sale de un pozo donde trabaja en el calor sofocante desde las 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde. El “pozo” no es más que un simple agujero de un metro de diámetro y 25 metros de profundidad. En el interior, en los estrechos pasillos, hay pocas vigas para consolidar las galerías.

Es difícil cuantificar la envergadura de la avalancha en la región. El gobierno está realizando un censo de la población minera, aunque es visible. A la salida de Ciudad Guayana, situada 170 kilómetros al norte de El Callao, un centenar de personas, hombres con bateas en la espalda y picas en la mano, esperan que un vehículo los lleve a su destino.

El Arco Minero no solo atrae a los buscadores de minerales preciosos. Muchos venezolanos llegan para aprovechar la bendición económica de la región montando su propio pequeño negocio.

Los cuatro pasajeros de este taxi colectivo que vuelve a Caracas han estado en El Callao. La mujer que se maquilla es una antigua productora de grupos de música. La crisis destruyó todos los contratos. Se fue a El Callao porque allí “hay dinero”. Sentada a su lado, una cuadragenaria cuenta que tiene una pequeña tienda ambulante donde vende golosinas. Multiplica sus beneficios revendiendo el dinero en efectivo que gana en la capital, donde tanto escasea.

El aflujo de mineros se cuantifica a través del prisma de la deforestación acelerada. El biólogo venezolano Gustavo Montes afirma que, entre 2001 y 2015, cada año desapareció una media de 19.258 hectáreas en el estado de Bolívar, donde se encuentra el Arco Minero. Solo en 2016, la deforestación afectó a más de 34.000 hectáreas. El gobierno asegura que el decreto de 2016 permite un mayor control de las actividades e incluso que las minas pueden convertirse en “ecológicas”, según Nicolás Maduro.

Este último punto manifiesta “cinismo”, señala la politóloga de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) de Ciudad Guayana, Aiskel Andrade. “El gobierno no tiene la capacidad de controlar toda esta zona, pero se la ha reservado totalmente por decreto mediante control militar y en ausencia de sindicatos”, sostiene.

Las imágenes por satélite de la universidad de Maryland demuestran que la deforestación prosiguió en 2017. En el Arco Minero del Orinoco hay áreas protegidas, como la mayor parte de la reserva forestal de Imataca o una parte de la reserva forestal de El Caura. Linda con el parque nacional de Canaima, clasificado como patrimonio mundial de la humanidad. Gustavo Montes explica que la deforestación “perturba también el ciclo hidrológico. Disminuye la capacidad de la naturaleza de retener el agua de lluvia”. Como consecuencia, los períodos de sequía se sienten más y pueden ralentizar la actividad de la presa de Guri que proporciona la mayor parte de la electricidad venezolana.

Armados con “arcos y flechas” contra los mineros

El modo de vida de las poblaciones locales, y en particular las indígenas, se ve igualmente afectado por las minas. Cerca de la Troncal 10, la carretera que va hacia Brasil, a unos cien kilómetros al sur de El Callao, Coremoto Francis, de la etnia kali’na, habla de este avance desde la escalinata de su casa de madera: “Siempre ha habido minas, pero ahora solo se encuentran a una hora y media a pie de aquí”. Este avance acaba con los campos en los que pasta el ganado de los aldeanos. Es decir, cada vez es más difícil vivir de la tierra, explica de forma enérgica. El año pasado, los miembros de la comunidad se pusieron sus trajes tradicionales y se armaron con “arcos y flechas”, decididos a enfrentarse a los mineros. “Alguien les había alertado, ya no estaban ahí. Después volvieron”, relata.

Los pueblos indígenas no tienen una única voz. Ante las denuncias de los opositores a la explotación minera y de organizaciones de defensa de los pueblos indígenas que afirman que estos proyectos se imponen a las comunidades sin consulta previa –tal y como lo estipula la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas (LOPCI) y el Convenio núm. 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) –, el gobierno responde destacando el apoyo de ciertos dirigentes indígenas.

Un poco más lejos, en la Troncal 10, Francisco Dion de Souza, también indígena y “capitán” de la comunidad de San Flaviano, que cuenta con unos 300 habitantes, no culpa a algunos de sus vecinos que han sucumbido a la tentación del oro.

“La mina genera muchas desgracias, pero es lo único que nos permite tener ingresos aquí”, dice mientras vende fruta en la carretera. Por “desgracias” para la comunidad, Francisco Dion de Souza entiende la proliferación de enfermedades.

Efectivamente, la deforestación y la utilización masiva de agua favorecen la multiplicación de mosquitos que propagan el paludismo, una enfermedad que, según el “capitán”, afecta al “80% de la comunidad”.

Las minas artesanales contaminan también el subsuelo y los cursos de agua debido a la utilización masiva de mercurio en los molinos para facilitar la extracción de oro de la tierra. Los molinos de La Ramona utilizan este proceso a pesar de una prohibición por decreto presidencial. Sin embargo, como el gobierno no dispone de medios para hacer cumplir la ley y continúa comprando oro sin hacer mucho examen, se hace caso omiso a dicha legislación.

Una vez se trituran la tierra y la roca, un líquido fangoso y tóxico se escapa por una tubería a un estanque donde permanece todavía más del 60% de oro. Este mercurio pone en peligro las mayores reservas de agua dulce del país, como la cuenca del Caroni. “Nuestra comunidad pierde constantemente vacas que beben agua contaminada”, cuenta Coremoto Francis. Según un estudio de la Universidad Central de Venezuela (UCV) publicado en 2010, el 74% de los establecimientos escolares inspeccionados en El Callao presentaba una tasa de mercurio superior a las normas. Desde entonces, el número de mineros artesanales, y al mismo tiempo el uso de mercurio, no ha cesado de aumentar.

El gobierno desea cambiar este modo de tratamiento y reemplazar el mercurio por el cianuro, que se considera menos contaminante. Después del proceso de lixiviación (extracción con disolventes), mediante el cual la disolución química permite extraer el oro, los lodos tóxicos se almacenan en grandes embalses. La geógrafa Florencia Cordero, de la universidad de Ciudad Guyana, coincide en señalar que el cianuro es menos nocivo que el mercurio, “pero es posible que los diques se rompan si el control no es suficiente”, añade. Esto ha ocurrido en varias ocasiones, como en Argentina en 2015.

Para introducir este cambio, el Gobierno debe convencer a los mineros artesanales. Espera conseguirlo legalizando su actividad y, entretanto, les compra el oro a tipos ventajosos del mercado negro (en Venezuela coexisten varios tipos de cambio). El joven gerente de la mina en La Ramona vende los residuos del estanque a Minerven, pero no tiene planeado cambiar su modo de tratamiento. El proceso con cianuro exige inversiones importantes y se emplea a una escala mucho mayor. Pasar al cianuro supondría, en su caso particular, el fin de su molino.

El reino violento de los pranatos

El gobierno no es el único que quiere aprovecharse económicamente del oro extraído por los mineros artesanales. Bandas armadas controlan vastos territorios; se trata de los pranatos, término que designa habitualmente a las organizaciones criminales de las cárceles venezolanas. Los mineros bajo su yugo deben darles parte de la producción, una especie de “alquiler” a cambio de su “protección”.

Estos pranatos se disputan territorios en luchas fratricidas, cuando no se enfrentan al mismo ejército. El Callao registra el récord nacional de muertes violentas con 816 víctimas por 100.000 personas en 2017, según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV).

Al mencionar a los pranatos, los rostros de los mineros se oscurecen. Uno de ellos, de 44 años, con la cara ya repleta de arrugas, suspira: “Me pueden matar por hablar contigo”.

Después de la masacre en los alrededores de Tumeremo, el 4 de marzo de 2016, en la que falleció una veintena de mineros, Nicolás Maduro decretó el Arco Minero del Orinoco “zona militar especial” con el despliegue de “más de 1.000 agentes de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana”. Los mineros tampoco confían en el ejército. En varias ocasiones señalan “la impotencia” de los militares, que negocian con las bandas, cuando “no exigen ellos mismos algo”.

Unos meses antes de ser entrevistado por Equal Times, José Gregorio, de 26 años, presenció un enfrentamiento sangriento. Desde entonces, trabaja en una mina con menos oro pero al margen de la violencia. Mientras observa la progresión de su amigo en el fondo del pozo, explica que es consciente de los daños provocados por el mercurio y que reza por no contraer el paludismo, y admite tener miedo de los delincuentes. Sin embargo, este antiguo estudiante de administración de empresa, que no tiene planeado “ser minero toda la vida”, no se plantea rendirse: “¡No podría ganar tanto en otro lugar!”.

This article has been translated from French.

Esta crónica se realizó entre el 28 de mayo y el 1 de junio de 2018. Los precios y los salarios indicados han evolucionado a causa de la inflación y de la devaluación de la moneda –en un 96% en agosto–.