Migración irregular hacia EEUU: drama en la ida y en el retorno

Migración irregular hacia EEUU: drama en la ida y en el retorno

Si el viaje de ida ya era por sí mismo peligroso y a menudo dramático, la deportación es a menudo otro evento traumático. Los migrantes que la sufren se ven afectados por la vergüenza y estigma y, cuando retornan a su antiguo hogar, dificultades para reincorporarse a la familia y al mundo del trabajo. En esta imagen de 2021, varios migrantes centroamericanos esperan para subir al tren apodado “La Bestia”.

(AFP/Pedro Pardo)

Para los centroamericanos del Triángulo Norte –El Salvador, Guatemala y Honduras–, la migración irregular hacia los EEUU es un drama con múltiples facetas. Para quienes toman esa decisión desesperada, de entrada, emprender el viaje de ida incluye el pago a un porteador o traficante de personas (“pollero” en México, “coyote” en Guatemala), que puede llegar hasta los 10.000 dólares estadounidenses desde Guatemala. También supone viajar en medios cada vez más letales, como el convoy ferroviario de carga conocido como “La Bestia” o el “Tren de la Muerte” de México, así como, últimamente, la posibilidad de desplazarse hacinados en contenedores de mercadería por carretera. El trayecto, además, implica atravesar entornos muy duros, como el cruce del río Grande y los desiertos del sur de los EEUU. Y todo ello en constante exposición a robos, asaltos y extorsiones –frecuentes por parte de delincuentes y de autoridades– y con posibles agresiones sexuales de por medio.

Miles de guatemaltecos se exponen a semejante travesía cada año en busca de una vida mejor. El Instituto de Política Migratoria estadounidense (MPI) estima que en 2020 había 1,3 millones de migrantes guatemaltecos en los EEUU, de los cuales más de la mitad estaban en situación irregular, un condicionante que a menudo les obliga a aceptar condiciones laborales muy precarias, mientras sobreviven en permanente zozobra por el temor a la captura, la deportación y la pérdida del patrimonio acumulado.

Las causas de la migración desde Guatemala a los EEUU, a diferencia de otros países de origen, donde la violencia es el factor principal, son fundamentalmente económicas. En Guatemala el salario mínimo mensual para actividades no agrícolas equivale a 353 dólares, mientras que ya sólo el costo de la canasta básica de alimentos se estima en 375, y únicamente el 17% de los asalariados privados tiene un ingreso superior a dicho costo. La cobertura de la seguridad social, entretanto, es muy baja: sólo llega al 35% de los asalariados, lo que supone apenas un 18% del total de la población empleada en el país.

Esta situación se ve agravada por la virtual ausencia de organización sindical y de negociación colectiva en la empresa privada.

En otros países con mayor nivel de desarrollo social el Estado garantiza el acceso a la educación y a la atención sanitaria. En Guatemala la situación es difícil para ambas cosas. En educación, sólo uno de cada cuatro adolescentes (de 15 a 18 años) tiene acceso a estudios secundarios, y el 82% de los que sí están inscritos estudia en centros privados. Entretanto, el 26% de los jóvenes de entre 15 y 29 años no estudia ni trabaja. En salud la situación es similar: el gasto público sanitario es el tercero más bajo de América Latina (apenas un 2% del PIB), y en la práctica el 62% del gasto total que se hace en el país en salud sale de manera directa de los bolsillos de la población. Para complicar las cosas, las transferencias monetarias por parte de allegados desde el extranjero, un factor que en otros países de América Latina y el Caribe tiende a reducir o a aliviar la pobreza, en el caso guatemalteco apenas alcanzó a unas 126.000 familias en 2021.

En contraste con la realidad del país, la diferencia entre los ingresos que se obtienen en Guatemala y lo que es posible ganar en los EEUU es abismal. Un reportaje del diario Prensa Libre recoge el testimonio de un residente guatemalteco en Chicago: “en Guatemala se vive para trabajar, mientras que en Estados Unidos se trabaja para vivir”, asegura.

Las cifras no tienen comparación. En 2018, en los EEUU un jornalero agrícola ganaba alrededor de 12 dólares por hora. De esta manera, si trabajara ocho horas diarias durante 25 días, percibiría 2.400 dólares al mes. Otro reporte de 2022 indica que una camarera de hotel puede tener un salario de 15,25 dólares por hora. En ambos casos se trata de salarios impensables en el país centroamericano.

Con todo, una vez consiguen llegar, entrar y trabajar en EEUU, los guatemaltecos que residen allí están en una situación de desventaja con respecto a sus pares hispanos. De hecho, su ingreso promedio (23.000 dólares anuales) es menor que el del resto de hispanos. Lo demuestran sus inversiones: solamente el 32% de los guatemaltecos en el país norteamericano han comprado vivienda, contra el 47% de los otros hispanos. También es cierto que apenas el 48% de los originarios de Guatemala domina el inglés, mientras que, por ejemplo, entre los panameños lo habla el 87%, lo que sin duda facilita su integración en el país.

A pesar de esas desventajas, las remesas enviadas desde allí suponen el principal soporte de la economía guatemalteca. En 2021 llegaron a 11.000 millones de dólares, muy cerca del total de las exportaciones nacionales de ese mismo año (13.600 millones de dólares). De media, estas remesas rondan los 490 dólares cada una, lo que supone un apoyo inmenso para las familias, ya que, convertida en quetzales, esa cantidad, por sí sola, suma ya un monto un 15% superior al salario mínimo actual en el país centroamericano.

El trauma de la deportación

Con todo, la expedición no siempre sale tan bien para los emigrados. De hecho, sobre todo a partir de 2010, en plena crisis financiera mundial, se ha ido registrando un fuerte incremento en el número de migrantes retornados, tanto por vía terrestre (los que no logran llegar a EEUU y son deportados desde México) como por vía área (expulsados desde los EEUU). Desde 2010 fueron deportados 488.550 ciudadanos guatemaltecos desde México y otros 453.961 desde territorio estadounidense, lo que suma casi un millón de personas contabilizadas hasta julio de este mismo año.

Si el viaje de ida, exitoso o frustrado, ya era por sí mismo peligroso y a menudo dramático, la deportación es a menudo otro evento traumático. En un reciente estudio sobre su impacto indiqué que los migrantes que la sufren se ven afectados por una multitud de consecuencias a la vez: vergüenza, trauma y estigma, separación familiar, daño económico y, cuando retornan a su antiguo hogar, dificultades para reincorporarse a la familia y al mundo del trabajo.

Los migrantes retornados, en realidad, son un grupo heterogéneo. Los que provienen de México se encuentran, al regresar, en condiciones similares o peores que los residentes en Guatemala, con características parecidas en cuanto a educación y experiencia laboral, y sumergidos en un precario mercado laboral y una sociedad que no ofrece compensadores.

Algo diferente es la situación de los deportados desde los EEUU, quienes, de acuerdo con el tiempo que residieron en ese país y la actividad en la que se desempeñaron, vienen con una serie de fortalezas en cuanto a competencias profesionales, alta productividad, manejo de herramientas y máquinas avanzadas, dominio del inglés y disciplina laboral. Aun así, los retornados se enfrentan a una oferta de empleos escasa, ante la que sufren barreras discriminatorias por motivos tan arbitrarios como tener tatuajes, residir en áreas impropiamente denominadas “rojas” por los especialistas en seguridad, no contar con referencias de anteriores empleadores o, sencillamente, por el prejuicio de sospechar que en cualquier momento abandonarán el trabajo para el que están intentando ser empleados para volver a intentar emigrar a los EEUU.

Deberes pendientes

¿Qué tipo de apoyo necesitan los migrantes retornados? Para comenzar, como expresó una guatemalteca que tuvo que regresar, una bienvenida digna, que traduzca en hechos el discurso oficial sobre el heroísmo de los migrantes y el aporte de sus remesas a la economía. “Ya superamos los mil millones al mes”, dijo en una ocasión el actual presidente, pleno de júbilo, como si tuviera algo de mérito en el asunto. Tanto los testimonios que recogí para mi estudio sobre la reincorporación social y laboral de los migrantes como los informes del Procurador de los Derechos Humanos revelan que el gobierno está lejos de ofrecer la recepción digna e integral que señalan los protocolos de atención.

Es más: cuando en los centros de detención norteamericanos, antes de ser deportados, los futuros retornados reciben la visita de personal consultar, los diplomáticos de su país les indican que al llegar a Guatemala el gobierno se hará cargo de llevarlos hasta su lugar de destino. Sin embargo, en realidad se limita a trasladarlos a los puntos de salida del servicio de transporte, incluso a altas horas de la noche.

Además de esa “bienvenida digna” que no reciben –toda una muestra de lo que pueden esperar cuando regresan a su país–, los retornados requieren casi siempre de atención psicosocial, un servicio, con el acompañamiento que sea necesario, que debe prestar el sistema de salud pública. También les ayudaría mucho que existiera una certificación de competencias para los que regresan de EEUU, que debería ser un servicio público gratuito, y sería inmensamente útil que se ofrecieran, además, una formación profesional, para quienes llegan deportados desde México, y una formación en habilidades blandas para unos y otros, así como la existencia de un servicio de intermediación laboral (componente esencial de las políticas activas de empleo en cualquier país), que permita a los retornados entrar en contacto con posibles empleadores a través del Servicio Nacional de Empleo del Ministerio de Trabajo, el cual debería también realizar estudios de demanda y oferta del mercado laboral nacional.

Si se pregunta cuáles de las mencionadas necesidades son atendidas de manera satisfactoria por el Estado, la respuesta es ninguna, o en muy escasa medida.

El apoyo a los migrantes retornados proviene, casi exclusivamente –como en El Salvador– de proyectos de la cooperación internacional y de organizaciones no gubernamentales. Las acciones que ejecutan estas entidades incluyen prácticamente todos los temas señalados en el párrafo anterior, pero su cobertura y período de ejecución son limitados, por lo que es el Estado quien debería asumir sus responsabilidades.

Pero no lo está haciendo: aunque existe un Consejo Nacional de Atención al Migrante Guatemalteco (CONAMIGUA), establecido en 2008 para coordinar la atención a los migrantes y canalizar sus demandas, hasta ahora este ha tenido un deficiente desempeño. Por su parte, el Instituto Guatemalteco de Migración, creado en 2016 y en operación desde 2019, no cumple con la política migratoria contemplada en la ley orgánica que le dio existencia, lo que debería ser tan sólo el primer paso para atender los problemas de los migrantes. Por último, al Ministerio de Relaciones Exteriores le corresponde la protección consular, que también tiene grandes fallas. Un guatemalteco residente en Atlanta (EEUU) me compartió que el consulado en esa ciudad sólo atiende, previa cita, por teléfono, por lo que estuvo llamando durante casi todo 2021 sin obtener respuesta. Para agravar esta desatención a su propia ciudadanía, el Ministerio de Trabajo no presta eficientes servicios de intermediación laboral ni atiende las necesidades de capacitación para el empleo que enfrentan ni los retornados desde México ni la población laboral en general. En definitiva, aunque las tareas pendientes están definidas, aún queda mucho camino por andar.

Como dijo hace unos meses el misionero católico Mauro Verzeletti, quien durante muchos años dirigió la Casa del Migrante de Guatemala, desde donde fue su más elocuente defensor, sigue dando la impresión de que mientras la política oficial es “váyanse, necesitamos las remesas”, en realidad los sucesivos gobiernos, hundidos en la corrupción y la impunidad, continúan sin cumplir con sus responsabilidades.