Mucho valor, poco precio: el sector de los cuidados en España

Mucho valor, poco precio: el sector de los cuidados en España

Mariuxi Martínez, of Ecuadorian origin, has been caring for the elderly for 12 years.

(Roberto Martín)

Hace tiempo (poco) ser cuidador no se elegía. Era una condición que se decidía en el mismo arranque de la vida: nacer hombre, nacer mujer. Fue así como durante siglos ellas hicieron el trabajo, sin sueldo y sin discusión. Hoy Mariuxi Martínez puede afirmar que ella sí lo eligió o, al menos, lo eligió a medias.

“Al principio no me gustaba”, admite, pero no tuvo otra alternativa. Cuando llegó a España desde Ecuador fue la única opción laboral que encontró. Desde entonces, lleva doce años cuidando a personas mayores y a pesar de la dureza y el cansancio, de lo difícil de manejar a diario el deterioro y la enfermedad, de lo abrumador de compartir los últimos momentos de una vida, admite que ahora sí, le gusta. “No lo cambiaría por nada. Te das cuenta de lo necesario que es”.

La figura del trabajador del cuidado es reciente en España, se formalizó en 2006 en paralelo al desarrollo de la Ley de Atención a la Dependencia que por primera vez establecía el derecho de toda persona a recibir cuidados hasta sus últimos días.

Aunque España siempre ha sido un país con una fuerte tradición de cuidado familiar, el sector profesional ha sumado en estos años más de 600.000 personas, de las cuales 274.000 atienden a los mayores en su propio domicilio y unas 346.000 en residencias.

Un trabajo nacido para ser inagotable –los 9,3 millones de españoles que hoy tienen más de 65 años pasarán a ser 15 millones en 2050–, pero cuyo futuro, curiosamente, es incierto.

La razón es que sus sueldos están a la cola de las tablas salariales, sus tasas de temporalidad y parcialidad superan la media de cualquier otra profesión, sus riesgos físicos y psicológicos, aunque numerosos, no están reconocidos. La suya es una tarea profesional, pero igual de invisible y desequilibrada, donde las mujeres siguen representando casi el 90% de la fuerza laboral. Que hoy elijan cuidar es casi un milagro.

Un sector barato y precario

El sector de los cuidados en España nació débil –nunca contó con suficiente presupuesto, apenas el 0,7% del PIB– y descoordinado –cada una de las 17 comunidades autónomas lo administraba a su manera–. Eso hizo que durante años el cuidado continuase en manos de las familias y de cuidadoras informales.

Con el tiempo el sistema se profesionalizó, con una particularidad: a pesar de ser un servicio público –como la sanidad, la educación–, está gestionado en su mayoría por empresas privadas. “En sanidad casi el 80% de la gestión es pública frente a un 20% privada. En dependencia ocurre al revés, el 77% es gestión privada frente a un 23% de empleo público”, explica Silvia Espinosa, de la Federación de Servicios Sociosanitarios del sindicato CCOO.

Son las empresas quienes compiten por los contratos públicos que se renuevan periódicamente en concursos donde la oferta más barata gana. Ese es, según Espinosa, “el origen de las carencias” que padecen estas trabajadoras. Empezando por los sueldos.

Hoy el cuidado no es gratis, hoy esta tarea se paga, aunque un 40% por debajo de la renta media. Una auxiliar a domicilio cobra, según convenio, 984 euros de salario base al mes, 7,85 euros la hora.

“El trabajo lo profesionalizaron, pero no lo dignificaron”, lamenta Carmen Diego, portavoz de la Plataforma Unitaria de Auxiliares de Atención Domiciliaria. “Los salarios son bajísimos y las condiciones para nada ideales, por eso las jóvenes no lo quieren, no hay recambio generacional”.

Además de peor pagadas, las trabajadoras de cuidados también sufren más precariedad. Según el informe Esenciales y sin derechos publicado por Oxfam en 2021, el 32% de sus contratos son temporales –frente a la media española del 22%– y un 24% parciales, de muy pocas horas –frente al 14,6% general–. Otros estudios elevan la parcialidad al 60%. En todo caso, basta con preguntar a cualquier auxiliar para comprobar que esas jornadas míseras, a menudo fragmentadas en turnos partidos, son lo más frecuente.

“La media está en 20, 25 horas a la semana” cuenta Mariuxi Martínez, “afortunadas somos las que tenemos un poco más de 30”. “La alta parcialidad comporta pobreza presente y futura”, asegura Silvia Espinosa. “Es una herramienta para exprimir a las trabajadoras”.

Trabajo de riesgo

De bajos sueldos y exceso de trabajo conocen también en las residencias. “Nuestro mayor problema es el incumplimiento de las ratios, la escasez de personal”, critica Sonia Jalda, presidenta de la asociación de trabajadoras de residencias Trega. “Como no hay personal tienes que correr, nos piden que atiendas a una persona en 10 minutos, como si fuera una cadena de montaje”.

Toda esa sobrecarga se traduce en un rosario de dolencias, tanto físicas –lesiones de espalda, hernias discales, daños en el cuello, los brazos–, como psicológicas –estrés, depresión, ansiedad–. El trabajo de los cuidados se encuentra entre las profesiones con mayor absentismo por baja médica. “Piensa que un usuario pesa como mínimo 75 kilos. Levantarlo, subirlo a una silla de ruedas, volverlo a levantar y sentarlo en el sofá son ya 300 en media hora. Eso no lo hace ni un estibador”, señala Carmen Diego.

Sin embargo, ninguno de esos riesgos está catalogado, no hay planes de prevención y cuando el daño ocurre rara vez se les reconoce como accidente de trabajo o enfermedad profesional. Es así como las cuidadoras van acumulando dolores, amortiguándolos a base de analgésicos, de antidepresivos. Cuerpos enfermos cuidando de otros cuerpos más enfermos todavía. “Una vez en casa de una usuaria me quedé encallada. Me dijeron que tenía un disco intervertebral desplazado”, cuenta María Jesús Saura, auxiliar desde hace 14 años. “A día de hoy estoy operada de la columna, tengo una placa, seis tornillos, no puedo levantar más de quince kilos y sigo trabajando”.

Defender lo público

En 2021 cientos de mujeres vestidas con batas blancas ocuparon las calles españolas. Después de haber vivido en carne propia el drama de la pandemia –sobre todo en residencias donde, solo en 2020, fallecieron 16.000 mayores a causa de la covid–, después de dejarse en ella la piel y la salud –fueron el segundo grupo más contagiado tras los sanitarios–, las cuidadoras empezaron a reclamar para ellas los mismos derechos que para el resto se dieron siempre por sentado: salarios dignos, salud laboral, estabilidad.

“Nosotras tenemos una responsabilidad muy grande”, recuerda Aurora Alonso, auxiliar y delegada de UGT en el área de Dependencia, “tenemos que saber cómo mover a una persona, qué medicación tiene, qué comida necesita, para eso estamos bien formadas. El problema es que no se nos reconoce como profesionales, muchos nos llaman ‘la chica’, ‘la muchacha’, ‘la limpiadora’”, se queja. “Yo creo que ahora hay más hombres trabajando en esto”, añade Mario Moreno, auxiliar, “pero todavía somos pocos –admite–, la mayoría no quiere hacerlo, tiene que ser vocacional”.

Ante el aumento de la demanda de cuidados y con una mano de obra cada vez más difícil de encontrar, el Gobierno español reunió en 2021 a empresas y sindicatos para poner en marcha un Plan de Choque que prometió solucionar la falta histórica de presupuesto, inyectando al sistema de dependencia 3.600 millones de euros hasta 2023.

El plan contó con el apoyo de todas las partes pero de momento, lamentan los sindicatos, ha quedado a medio gas. El presupuesto ha aumentado, pero no así la calidad del empleo.

Tanto CCOO como UGT critican que sus propuestas no se han tenido en cuenta, que no hay un plan para acotar los contratos parciales, piedra angular de la precariedad, o que las breves mejoras anunciadas –como el aumento de las ratios de trabajadores en residencias, incluido en el nuevo Acuerdo de Acreditación de centros– son insuficientes. “El acuerdo no garantiza que mejore la calidad del empleo. Corremos el peligro de que el dinero se inyecte al sistema y acabe en los bolsillos de quien lo gestiona”, señalan desde CCOO.

Por eso, trabajadoras y sindicatos llevan tiempo defendiendo que la gestión de la dependencia –como la salud, la educación– debería ser pública. Así lo reivindican en sus protestas. Afirman que como empleadas públicas mejorarían sus condiciones laborales –según un estudio de la Universidad de Valencia, la diferencia salarial entre una cuidadora pública y una subcontratada es hasta un 15% superior–, pero también el cuidado que prestan.

“Los cuidados no pueden ser un negocio, son un derecho”, reivindica Carmen Diego, y eso implica repensar el sistema, no solo un plan coyuntural. “Si seguimos dando más importancia al precio del servicio que al valor de los cuidados –advierte– acabaremos con cuidados de muy mala calidad”.

This article has been translated from Spanish.

La realización de esta crónica ha sido posible gracias a los fondos de la Friedrich-Ebert-Stiftung.