No lleguéis a las manos… ¡ni a las armas!

No lleguéis a las manos… ¡ni a las armas!

Salwa Saad speaks with schoolteachers about ways to reduce sectarianism in the classroom.

(Alicia Medina)

Salwa Saad tardó un año en estrecharle la mano a Assaad Chaftari. Durante la guerra civil libanesa (1975-1990) se deseaban la muerte. Ella luchaba con los comunistas, él con una milicia cristiana de derechas. Su generación es responsable de la muerte de 200.000 personas. Hoy, desde Fighters for Peace (FFP, luchadores por la paz) –la única organización que une a excombatientes de ambos bandos–, intentan evitar que los jóvenes libaneses cojan las armas.

Cuando Salwa se unió a FFP, a finales de 2015, se resistía a aproximarse a Assaad. En abril de 2016, junto con otros excombatientes, viajaron a un encuentro con exmiembros del IRA en Irlanda del Norte. Allí Salwa se dio cuenta de que tenía que hacer el esfuerzo de acercarse a antiguos enemigos. En el autobús le dijo a Assad: “Estoy empezando a aceptarte”. Él le contestó: “Está bien, incluso yo me odio, todavía hoy hay noches en las que no puedo dormir”.

Ese viaje a Irlanda rompió una barrera entre dos antiguos rivales. Más allá de su lucha por convencer a los jóvenes del peligro sectario, estos excombatientes se han embarcado en una travesía para perdonar al antiguo enemigo y a sí mismos.

Alimentando el odio al ‘otro’

De adolescente, Assaad coleccionaba artículos de periódico sobre sus héroes: miembros del Mossad –los servicios de inteligencia israelíes–. Salwa, por su parte, se subía a los pinos en la ladera de su pueblo para avistar los entrenamientos de la Organización por la Liberación de Palestina. Las guerrilleras eran sus heroínas. A Assaad le fascinaban los estadounidenses en la guerra de Vietnam; a Salwa, el Vietcong (Frente Nacional de Liberación de Vietnam, comunistas).

En la universidad, Salwa se unió al partido comunista soñando con cambiar el statu quo político, reducir la diferencia entre ricos y pobres y defender a los palestinos. A sus 20 años, Salwa estaba convencida de que tenía razón. Cuando estalló la guerra en Líbano en abril de 1975, “en cierta manera, estábamos preparados”, recuerda Salwa.

Assaad, entonces un veinteañero, también estaba preparado. Como cristiano sentía que musulmanes, palestinos e izquierdistas les “estaban echando del país”. Les veía a todos como “malos, sucios, perezosos, fanáticos y traidores”. Hoy maldice la ignorancia, el miedo y el sentimiento de superioridad que le llevó al odio. “Nosotros [cristianos] tendríamos que haber tratado a los musulmanes como a iguales, pero no lo hicimos”, dice. En 1975 Assaad se unió a la milicia cristiana Fuerzas Libanesas y compró su primera arma, una pistola metálica checa, en la localidad de Sabra.

Seis años más tarde, Sabra junto a Chatila se convirtió en el escenario de la masacre de cientos de palestinos a manos de las Fuerzas Libanesas. Su pistola checa dio paso a una kaláshnikov para “proteger nuestra calle”, dice.

Salwa fue la primera persona armada en su pueblo. “Vine con rango, la gente me miraba con orgullo”, cuenta. Se convirtió en líder regional del partido comunista donde reclutaba y enseñaba a las mujeres a usar armas. Luchó varias veces en el frente, pero dice que nunca mató a nadie.

Assaad perdió la cuenta de todos a los que ordenó matar. Como segundo en los servicios de inteligencia de las Fuerzas Libanesas tenía a miles de subordinados a su mando. Organizaba interrogatorios y “todo lo que ves en [la guerra de] Siria”, cuenta.

Él decidía sobre el destino de los secuestrados. Las fichas de los prisioneros se acumulaban en su escritorio. Su ayudante le resumía el caso porque no tenía tiempo de leer el informe completo. “Si el tipo era demasiado valioso para ser asesinado, lo conservábamos para extraer más información”. Si no, le vendían, intercambiaban o eliminaban.

Para algunos era un héroe. “Yo era uno de los protectores de los cristianos”, dice. La gente les llevaba comida y dinero. Una vez, un cura le preabsolvió de las siguientes 500 muertes. Cuanto más bombardeaban, más lejos quedaba su humanidad. “Cuando bombardeas un área, bombardeas números”, explica Assaad. Salwa coincide y culpa a la ideología por ser una herramienta que convierte a los enemigos en números. “Desde el principio, estás convencido de que posees la verdad, dudar es clave para aprender, y la ideología detiene las dudas”, explica. “Odio la ideología”, añade.

En el ocaso del conflicto, ambos salieron de su burbuja ideológica: ella en Canadá, entre capitalistas; y él en Zahle (Líbano), entre musulmanes.

Cuando su visión de túnel se quiebra

En 1985, la lucha interna en la milicia de las Fuerzas Libanesas expulsó a Assaad y a su mujer a Zahle, una localidad en el interior del país rodeada de poblaciones musulmanas. La asociación Rearmamento Moral invitó a su esposa a una sesión de diálogo con musulmanes, cristianos, palestinos e izquierdistas. Dos años después, Assaad acudió a una de esas reuniones. “Así es cómo descubrí ‘el otro’, el verdadero ‘ellos’”. Su idea de musulmán al que había odiado empezó a resquebrajarse. Allí empezó un proceso de “enfrentarme al espejo y darme cuenta de lo que había hecho”, cuenta.

En 1990, un mes antes de que la guerra terminara, Salwa huyó con su familia a Montreal (Canadá). Le sorprendió descubrir que un país capitalista pudiera ofrecer educación y sanidad gratuita. “Me di cuenta de que el capitalismo podía en cierta manera ser bueno… empecé a reflexionar”, dice. Allí estudió cuatro años y después volvió a Beirut donde lideró un sindicato de profesores. En el sindicato tuvo que trabajar codo con codo con antiguos enemigos. “No hablábamos del pasado, pero nos caímos bien”, cuenta. Empezó a verles como personas.

Durante más de una década, el estrés de trabajar en tres escuelas para sacar adelante a sus dos hijos y lidiar con un marido que la engañaba la consumió. “Durante la guerra, yo era una mujer importante, durante mi matrimonio no era nadie”, dice. En 2003 dejó a su marido y comenzó a reexaminar su pasado. Un ‘excamarada’ la convenció entonces para que se uniera a la asociación FFP en 2016; asistió a una sesión de psicoterapia y poco a poco empezó a reconciliarse consigo misma. Hoy es una de las 40 excombatientes de FFP que ayudan a otros exguerrilleros a romper su silencio.

También rompen el tabú de la guerra civil en las aulas. Los libros escolares de historia omiten la guerra civil libanesa. Cuando Salwa da una charla les lanza un mensaje claro:

“Miradnos, nuestras almas están rotas, destruimos nuestro país, tantos asesinados, ¿para qué?”. Assaad les invita a ser críticos con lo que la emisora de radio de su elección, su líder político o religioso les cuenten sobre ‘el enemigo’.

Una tarde de sábado, Assaad se sienta entre el público de una obra de teatro en la que no hay guion. La FFP y la ONG March organizan Playback theatre, una puesta en escena en la que las historias del público son las que dictan la actuación de los actores. En el escenario: quince jóvenes beirutíes de dos barrios entre los que hay tensiones sectarias –uno de mayoría suní y el otro chií–; entre el público: un hombre se levanta y cuenta cómo le secuestraron. Otro relata la paliza que le dio su propia milicia.

El teatro se convierte un lugar en el que los jóvenes empujados a odiarse ven las consecuencias de ese odio, y en el que víctimas o exguerrilleros rompen su silencio. Un silencio que se impuso con la ley de Amnistía de 1991 y que dejó impunes los crímenes cometidos durante la guerra.

Según Nour El Bejjani, experta del centro de justicia transicional International Center of Transitional Justice, el hecho de que los perpetradores no rindieran cuentas ante la justicia es un “fracaso” que llevó a una “cultura de la impunidad”. Muchos de los exlíderes de las milicias se sientan hoy en el parlamento. “No puedes hablar de lidiar con el pasado, cuando los que causaron el daño todavía ocupan el poder”, dice El Bejjani. Las heridas de ayer se nutren del sectarismo de hoy. “Los jóvenes sólo aprenden de la guerra a través de sus familias”, añade. Además, muchos profesores prefieren no hablar de la guerra “para no crear tensiones”, asegura.

Una mañana de domingo Salwa acude a un encuentro con veinte profesores de instituto. Discuten iniciativas para reducir tensiones entre sectas o entre jóvenes libaneses y sirios. Una docente explica al resto que uno de sus alumnos cristianos rehusaba estudiar en la Universidad Americana de Beirut por estar situada ésta en la parte musulmana de la ciudad. Nadie se sorprende.

Desde el fin del conflicto, la sociedad civil ha liderado los esfuerzos de reconciliación. La ONG Lebanon Support identificó 156 iniciativas para lidiar con el pasado, de las cuáles el ejecutivo libanés sólo participó en ocho. Pero el pasado noviembre la aprobación de la Ley 105 de las personas desaparecidas dio esperanza a las familias de los 17.000 desaparecidos. Ahora están ultimando la formación de una comisión que investigará la suerte de los libaneses que desaparecieron durante la guerra.

En el contexto libanés, con masacres cometidas por ambos bandos durante 15 años, se descarta que los perpetradores se enfrenten a la justicia. Según El Beijjani, aun cuando algunas víctimas desean responsabilidades criminales, “el principal objetivo de las familias es saber el paradero de sus desaparecidos”.

El ICTJ cree que la “justicia transicional”, centrada en la preservación de la memoria histórica y el reconocimiento del sufrimiento de las víctimas, puede funcionar como reparación.

A Assaad lo único que le aporta noches tranquilas es sentir que está ayudando a su “país, a los jóvenes y a otros excombatientes”. Su pasado le pesa, “y no soy el único”, asegura. Pero sí es el único alto rango que públicamente ha pedido perdón.

Salwa y Assaad insisten en compartir sus heridas y errores del pasado con la esperanza de que los jóvenes aprendan la lección. Les asusta el sectarismo de hoy. Librar a la nueva generación de la pesadilla de la guerra, permite a estos excombatientes tener noches más tranquilas.

This article has been translated from Spanish.