No solo de pan vive el populismo

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El auge del populismo en todos los continentes se ha convertido con toda lógica en la principal preocupación de los demócratas. Entre otras cosas, porque no saben muy bien cómo combatirlo, seguramente por falta de experiencia.

Tras la derrota del fascismo (en resumidas cuentas, una suerte brutal de populismo) en la Segunda Guerra Mundial, Occidente entró en una larga fase de moderación política y social que garantizó la reconstrucción económica y la extensión y consolidación de la democracia como sistema de gobierno.

Desde la Democracia Cristiana alemana hasta los socialistas, incluyendo en Estados Unidos a los dos grandes partidos, se puso en marcha un enorme esfuerzo destinado a construir un Estado del bienestar en el que la calidad de vida de cualquier ciudadano estuviera asegurada en el presente y en el futuro.

Pleno empleo, educación gratuita y de calidad, sanidad universal y prestaciones sociales se convirtieron en las señas de identidad europea, japonesa y, a su manera, norteamericana.

En esas circunstancias, la reaparición de los populismos de entreguerras perdió todo viso de realidad, porque habían desaparecido sus dos principales causas: la depauperación económica de amplias clases sociales y la confrontación ideológica extrema.

A ello contribuyó, por otra parte, que los dirigentes del socialismo real abandonaran cualquier impulso revolucionario y convirtieran a sus sociedades en ejemplos de su particular moderación, en la que no cabían revoluciones propias o ajenas, más allá de los choques interpuestos con el Oeste en países del Tercer Mundo, pero nunca en el Primero.

Dejando aparte hechos como el mayo francés –en el que los partidos mayoritarios de la izquierda actuaron como parte del Estado–, ninguna crisis en Occidente fue lo suficientemente aguda como para reactivar el fantasma del populismo.

 

Hasta que llegó la de 2008

Ese año, el mundo –que ya forma parte de un único modo de producción, distribución y consumo como consecuencia de la Globalización– sufrió un movimiento sísmico de extraordinaria magnitud en su economía.

El incremento del desempleo y la precariedad laboral, el aumento de la desigualdad, la jibarización de los Estados del bienestar y la progresiva retirada de lo público en las inversiones vinieron a coincidir con la salida a la luz, prácticamente en todos los países desarrollados, de numerosos escándalos políticos y financieros de la clase dirigente.

La sensación y la convicción de que había ganadores y perdedores de la crisis crecieron de forma exponencial con el paso de los meses y los años.

De ahí han surgido los actuales populismos, pero no solo. También del combate ideológico.

Por primera vez desde hace décadas tenemos que reconocer que las viejas ideas que dieron lugar al fascismo ni habían desaparecido por arte de magia ni habían sido erradicadas. Y que bastaba una crisis de suficiente profundidad y geografía planetaria para reactivarlas.

Suele ser común la interpretación según la cual los fallos e ineficiencias de la globalización económica han producido el auge del populismo.

Indudablemente, se trata de una base objetiva innegable, aunque no única.

Por ejemplo, en países con índices de desempleo que recuerdan a la Gran Depresión de los años 20, como España, no ha surgido un populismo con raíces contrarias a la democracia o tintes racistas o xenófobos.

Sin embargo, en otros Estados con un elevado nivel de vida sí se ha registrado ese fenómeno: Francia, Austria, Holanda, Alemania y los países nórdicos son casos evidentes.

Incluso en el Reino Unido, en el que buena parte de los argumentos a favor del abandono de la UE durante la campaña del referéndum del 23 de junio presentaron un perfil inaceptable en términos democráticos, que luego ha derivado en una cadena de agresiones a ciudadanos polacos y de otros países comunitarios.

E igualmente en los Estados Unidos, con un Donald Trump cuya guía de campaña está basada en la exageración y en la xenofobia.

 

El error de pactar con panteras

Los seguidores del populismo de extrema derecha en todos esos lugares no son, pues, ni en su totalidad ni principalmente, los perdedores de la Globalización, sino ciudadanos temerosos de perder o tener que repartir sus “privilegios” con otros que no consideran iguales por nacimiento, clase o formación, como los emigrantes o los refugiados.

Las democracias occidentales y sus grandes constructores deben hacer frente a ese tipo de populismo, el de extrema derecha –que es el que realmente amenaza la convivencia ciudadana y la paz social–, cercenando sus bases económicas y respondiendo con convicción a su ideología.

Por un lado, poniendo en marcha políticas de crecimiento que creen empleo, permitan desarrollar y ampliar el Estado del bienestar y, al tiempo, reducir las desigualdades. La austeridad a ultranza, considerada como un fin en sí mismo, está objetivamente agotada y su continuidad es gasolina de alto octanaje para los populistas.

Por otro, teniendo el valor y la determinación de recuperar un código ético intachable y llamar alto y claro al pan, pan, y al vino, vino: que hay discursos incompatibles con el Estado de derecho que ponen en riesgo las libertades de todos.

Lo peor que podrían hacer los demócratas es tratar de enfrentarse a los populistas con el apaciguamiento, el appaessement que nos condujo a la catástrofe en los años 30. Entonces se trató de pactar con las panteras haciéndoles continuas concesiones.

La forma del appaessement hoy es asumir en el discurso de los demócratas parte de las consignas de los populistas, convirtiéndolas incluso en decisiones de gobierno, pensando que así se frenará su crecimiento. El resultado es todo lo contrario, como se está comprobando en la UE con motivo de la Crisis de los Refugiados.

Occidente está llamado a una confrontación ideológica democrática con los populismos de extrema derecha. De no ganarse, las consecuencias serían incalculables. Pero incluso podría perderse por incomparecencia si las grandes familias políticas –conservadores y socialistas– terminan incorporando a sus programas algunas propuestas de quienes no creen en la igualdad de derechos.

Imaginen a Trump y a Marine Le Pen en la Casa Blanca y en el Palacio del Elíseo. Tremendo. A ellos o a los demócratas tratando de aplicar algunas de sus políticas.

This article has been translated from Spanish.