Nueva fiebre del oro en el corazón del Amazonas

Nueva fiebre del oro en el corazón del Amazonas
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A Valdir Ferreira, propietario informal de una mina de oro desde hace 15 años, no parece impresionarle la excavadora de 33 toneladas que remueve metódicamente el suelo de la selva en busca del oro escondido 30 metros por debajo de sus pies. “Para extraer oro actualmente se requiere mucho dinero, porque ya no queda tanto, y ahora, para contar con estas máquinas se necesita una inversión muy alta”, comenta, haciendo cálculos. Cada mes gasta unos 390.000 reales (60.000 euros o 72.000 dólares) para mantener dos zonas de explotación y 19 empleados. “Si merece la pena o no, ya ni siquiera sé, pero es lo único que sé hacer para mantener a mi familia, así que lo único que me queda es permanecer aquí”.

Ferreira es uno de los aproximadamente 40.000 buscadores de oro que trabajan ilegalmente en la región del Alto Tapajós, en el estado brasileño de Pará, meca de la extracción del oro en la Amazonia. La región parece ser una de las mayores reservas de oro del mundo, con 1.000 toneladas de mineral enterradas hasta mil metros de profundidad. Una riqueza que suscita el interés de los buscadores de oro, de las grandes empresas mineras, así como de los poderes financieros y políticos que conllevan. La mina explorada por Ferreira, y otros 800 compañeros de las comunidades de Sao José y Porto Rico, está situada en el bosque nacional de Crepori, una de las 11 unidades de conservación que cubren casi todo el territorio del Alto Tapajós, cuyo nombre proviene de uno de los principales afluentes del Amazonas, el río Tapajós. Las pocas zonas “blancas”, como se conoce a las tierras desprotegidas, se encuentran en los márgenes de las carreteras Transamazónica, Transgarimpeira y la BR-163, brechas rectilíneas heredadas de las ambiciones de desarrollo amazónico de la dictadura militar, en las décadas de los años 1960 y 1970. La mayoría de los hombres y mujeres que trabajaron para abrir estas carreteras venían del interior del noreste huyendo de la pobreza y el hambre, y muchos terminaron quedándose en la región, embarcados en la extracción del oro, actividad que comenzó a combatirse con la creación de zonas protegidas a principios de la década de los años 2000.

Mientras que en las bolsas brasileña y extranjeras el valor del oro bate récords (en agosto de 2020 alcanzó un máximo histórico), respondiendo a la tendencia de buscar inversiones más seguras en medio de la incertidumbre económica causada por la pandemia de covid-19, en las currutelas, poblaciones en las que viven los garimpeiros, el curso del metal precioso alimenta día a día sus esperanzas de enriquecimiento. Una fiebre del oro que presta poca atención a la legalidad o a la protección del medio ambiente en una región donde las reglas de supervivencia prevalecen sobre todas los demás.

 

El uso de maquinaría cada vez más pesada y costosa para la explotación minera es un fenómeno que no deja de aumentar desde hace una década y es motivo de preocupación para los ecologistas.

Foto: Gustavo Basso

Con el fin de evaluar el alcance del fenómeno de los mineros ilegales del oro en la Amazonia, la Fiscalía Nacional ha creado una fuerza especial (el MPF, Ministério Público Federal, en portugués). Paulo Tarso Oliveira es el fiscal federal que participa en la recopilación de información y acciones contra los garimpeiros en el oeste de Pará, y observa que la legislación vigente sigue siendo insuficiente.

“La minería aurífera concebida por el legislador sería una pequeña actividad artesanal, desarrollada manualmente en una zona de hasta 50 hectáreas, pero en la práctica observamos el uso de máquinas enormes, que operan sin estudios preliminares. Si se pasa de la actividad artesanal a la empresa organizada, ¿por qué no someterla a la legislación minera?”, se pregunta.

José Gilmar de Araújo, socio de negocios de Ferreira, es una personalidad local y es “propietario” de varias minas desde 1983. “Durante los últimos tres años, he estado tratando de legalizarlas, pero sin éxito”, se queja este residente de Jacareacanga, ciudad que se ha convertido en la capital de la minería ilegal. Recientemente, una acción de la policía federal contra la explotación minera en tierras indígenas destruyó dos de sus excavadoras: una pérdida que estima en 730.000 reales (112.000 euros o 136.000 dólares). “La pérdida es tan importante que pasas días sin comer y sin dormir bien. Sé que encima me van a poner una multa y voy a perder mucho”.

 

Antônio Filho comenzó a trabajar en la extracción minera a la edad de 13 años; ahora tiene 56 y viene de Mato Grosso, tras pasar 20 años en la industria forestal, para tratar de extraer oro en los márgenes de la Transamazónica.

Foto: Gustavo Basso

Sin embargo, los garimpeiros desconfían de la imposición de una verdadera normativa legal. “Dicen que hay mucho oro aquí en esta tierra, pero que todo está cartografiado por las grandes compañías mineras; si llegan, no quedará nada para nosotros”, se preocupa Antônio Filho.

No hay datos precisos sobre la producción aurífera, ya que en los registros oficiales solo figura una parte. Los datos conocidos son los que proporcionan los vendedores mediante una autodeclaración. Alrededor del 90% del oro que transita por Jacareacanga proviene de tierras indígenas protegidas, por lo que es preciso que los intermediarios falsifiquen su origen al registrar sus ventas.

 

El oro se extrae en llanuras cerca de los arroyos, en donde se acumula el mineral que lava la lluvia. Este tipo de explotación minera es criticada por provocar la sedimentación de los ríos.

Foto: Gustavo Basso

Los defensores de la explotación aurífera afirman que la superficie deforestada para este fin es inferior a la deforestación que producen actividades como la cría de ganado o el cultivo de la soja. “La extracción del oro limpia una pequeña zona, extrae el oro y luego deja que la naturaleza se renueve sola, mientras pasa a explotar el siguiente barranco; el ganado y la soja deforestan la selva y esta tierra permanece desbrozada para siempre”, argumenta Edson Elis, gerente de una explotación que ya ha pasado 15 años de su vida entre el barro y la malaria.

Sin embargo, sus argumentos pasan por alto la sedimentación de arroyos y ríos, que la policía federal considera un problema ecológico mayor. “Si hablamos de zona destruida, es porque realmente se destruye. La extracción del oro, al igual que la tala, es solamente una primera acción en la eliminación de la cubierta forestal; luego viene el ganado y la soja, cada uno tiene su propio impacto, ni peor ni mejor. Este argumento esconde otros efectos de la minería informal, como la contaminación por mercurio, las repercusiones sociales e incluso la formación de cadenas para el lavado de dinero”, advierte el fiscal Oliveira.

 

Valdir Ferreira observa el terraplén en busca de oro escondido en el subsuelo de la región del Alto Tapajós. Sus equipos tienen que excavar hasta 30 metros bajo tierra para extraer una media de 300 gramos en dos semanas.

Foto: Gustavo Basso

En cuanto a los indios mundurukus, usuarios legales de las tierras Munduruku y Sai Cinza, de donde proviene gran parte del mineral, es poca la riqueza que les llega. De acuerdo con la información recogida sobre el terreno por Equal Times, se estima que el 20% de los 2.000 mineros de oro que trabajan en estas zonas son indígenas. Otros mineros no indígenas pagan una tasa del 10% de lo que extraen a los jefes tribales.

En la región, el flujo de dinero y las actividades de exploración industrial han acabado por dividir a los nativos del Alto Tapajós entre los que rechazan cualquier actividad extractivista y aquellos que no quisieran perder un recurso financiero. Sin embargo, según la Constitución federal, las tierras tradicionalmente ocupadas por los indios pertenecen a la república federativa, y el uso de la riqueza mineral está sujeto a la autorización del Congreso Nacional.

 

Cada día, salen de Jacareacanga decenas de embarcaciones transportando personas y mercancías hacia las minas situadas en la otra orilla del río Tapajós, pasando, por ejemplo, por la comunidad de São José do Pacu.

Foto: Gustavo Basso

Con una mano de obra dedicada casi exclusivamente a la extracción aurífera, no existe una producción local de alimentos, bebidas ni madera en los poblados creados por la explotación minera: al final, todo se trae del exterior, con precios inflados por la excesiva circulación de dinero y los elevados costos de transporte. Por consiguiente, la carne es hasta un 20% más cara que en las principales ciudades del país.

Los poblados atrapados en medio de la selva repiten un patrón observado en Brasil desde la época colonial: la dedicación completa de las fuerzas vivas a una economía de monocultivo.

 

Las cocineras representan la escasa presencia femenina. A diferencia de los garimpeiros, que reciben un porcentaje del oro extraído, estas trabajadoras reciben un salario de 20 gramos de oro al mes, que representan unos 5.000 reales (770 euros o 934 dólares), más del triple del salario medio en el norte y noreste del país.

Foto: Gustavo Basso

En las tiendas de comestibles y dormitorios de las currutelas, la electricidad sigue siendo producida por motores diésel, cuyo ruido solo logran cubrir los ventiladores, elementos indispensables para disipar el calor del Amazonas y de los bares. Abiertos de lunes a domingo, los bares sirven una cerveza carísima, mientras que las niñas que vienen de otras regiones venden su cuerpo por unos gramos de oro de los obtenidos por los hombres después de una jornada de trabajo.

Testigo de este escenario intemporal durante 15 años, Edson Souza es categórico: “Solo quiero que mis hijos estudien y tengan un buen trabajo para que no se conviertan en buscadores de oro, es malo vivir en este riesgo permanente y con este durísimo trabajo”.

Este artículo ha sido traducido del francés.