Olivier de Schutter: “Un impuesto al carbono no es la solución total a la crisis climática, pero sí en parte”

Olivier de Schutter: “Un impuesto al carbono no es la solución total a la crisis climática, pero sí en parte”

“Countries like Yemen, Egypt, Eritrea, Ethiopia, Somalia that depend heavily on wheat imports, that don’t sell oil and have a population severely impacted by energy and food price inflation, have a very significant social crisis developing. We are seeing the crisis unfold as we watch it,” says Olivier De Schutter, the UN special rapporteur on extreme poverty and human rights.

(dpa picture alliance/Alamy)

La guerra en Ucrania ha puesto el foco sobre la seguridad alimentaria. Desde la prensa, el mundo académico y la política se advierte que la escasez acecha a la vuelta de la esquina. Según Olivier de Schutter, relator especial de la ONU sobre la extrema pobreza y los derechos humanos y copresidente del Panel Internacional de Expertos en Sistemas Alimentarios Sostenibles, un grupo independiente de especialistas en diversas materias, la crisis “ya ha llegado” para muchos países en desarrollo.

En una entrevista con Equal Times afirma que el calentamiento global unido al vínculo que liga la producción de alimentos a los combustibles fósiles y al crecimiento de la población nos obligan a embarcarnos en “una nueva revolución agrícola”.

Casi 250 millones de personas se encuentran al borde de la hambruna y 1.600 millones, en situación de inseguridad alimentaria. La sensación de inevitabilidad de una crisis alimentaria parece cada vez mayor. ¿Está de acuerdo?

Esto no empezó el 24 de febrero, con la invasión rusa de Ucrania. Los precios de los principales productos alimentarios –trigo, maíz, soja– empezaron a subir ya en 2021, estrechamente ligados al aumento de los precios del petróleo y del gas. Producir alimentos consume una enorme cantidad de energía de origen fósil –sobre todo la producción de fertilizantes a partir del gas natural, así como la producción para el transporte de alimentos y el envasado y procesamiento de las materias primas–. Cuando aumentaron los precios de la energía el año pasado también lo hicieron los costes de producción de esos productos básicos.

La escalada de los precios de la energía estimula la producción de biocombustibles –etanol y biodiésel– a partir de la colza, el maíz y la remolacha azucarera, porque se vuelven más rentables. Mientras no regulemos los volúmenes de biocombustibles producidos, continuará esta competición entre combustibles y alimentos. En los mercados financieros, los fondos indexados de materias primas también agrupan productos agrícolas, minerales y energía –gasolina y gas– y, cuando suben los precios de la energía, también lo hace el valor de las acciones.

Teniendo en cuenta los acontecimientos en Ucrania, ¿ve inevitable una crisis alimentaria?

Ya está sucediendo. Muchos países llevan años produciendo para la exportación porque resultaba rentable y les permitía pagar su deuda externa. Estos países han desarrollado una agricultura orientada a la exportación y aumentado enormemente su dependencia de las importaciones para alimentar a sus poblaciones. Veintiséis países dependen hoy de Ucrania y Rusia para satisfacer más del 50% de su consumo de trigo, un porcentaje enorme. Corren un gran riesgo, sobre todo porque están muy endeudados y no pueden pedir dinero prestado a Estados Unidos o Canadá de la noche a la mañana para compensar la interrupción de las importaciones.

En países como Yemen, Egipto, Eritrea, Etiopía y Somalia, que dependen en gran medida de las importaciones de trigo, que no venden petróleo y con una población muy afectada por la inflación de los precios de la energía y los alimentos, está ganando terreno una crisis social muy grave. Esta crisis se está extendiendo ante nuestros ojos y la única medida a corto plazo que podemos adoptar es la humanitaria. Debemos suministrársela, pero sin olvidar que la solución a largo plazo consiste en desvincular la producción agrícola de la energía procedente de los combustibles fósiles y animar a los países a producir más para sí mismos.

¿Y cómo abordamos los problemas más sistémicos, como el cambio climático?

Tenemos que construir un sistema agrícola mucho más resiliente, mejor equipado para soportar perturbaciones climáticas como las sequías, las inundaciones o los corrimientos de tierra. Los datos revelan que cuanto más diversificado es el sistema de cosechas, cuanto más árboles se plantan junto a los cultivos, más equipados están los agricultores, al tiempo que se mitiga el cambio climático al reducir las emisiones. Los suelos sanos capturan mucho más contenido orgánico, almacenan carbono y funcionan como sumideros de carbono. Si los suelos no funcionan como sumideros de carbono, no alcanzaremos los objetivos climáticos; en los últimos 50 años hemos hecho justo lo contrario, hemos continuado desarrollando monocultivos que roban a los suelos sus nutrientes y su biodiversidad.

Sabemos que la producción ganadera utiliza un 80% de la tierra para generar sólo un 20% de las calorías mundiales; por eso debería ser prioritario reducir el consumo de carne en los países ricos –donde supera con creces lo recomendado por los nutricionistas–. La FAO [Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación] calcula que las emisiones totales de gases de efecto invernadero provocadas por el hombre para la producción ganadera aumentan hasta un 30% cuando tomamos en consideración el uso de la tierra para la producción de piensos y el procesamiento y transporte de esos piensos para los animales. En un mundo de recursos escasos, esto se está volviendo inasequible.

Para 2050 se prevé que la población mundial aumente hasta los 10.000 millones de habitantes y sea más rica, lo que podría conllevar un aumento del consumo de carne; pero no hay tierra suficiente para producir esos volúmenes de carne y no se sabe si la carne cultivada en laboratorio despegará algún día. ¿Necesitamos una nueva revolución agrícola?

Tiene razón en que a medida que emerge una clase media mundial aumenta el consumo de carne, porque el estatus adquirido con el mayor poder adquisitivo lleva a diversificar la dieta y a comer más carne. Lo hemos visto en China, en los últimos años, de forma espectacular. La carne cultivada o de laboratorio está atrayendo ingentes inversiones y creo que debemos tomar con mucha cautela las afirmaciones que hacen los propietarios de esas tecnologías sobre sus beneficios. Su impacto en los gases de efecto invernadero depende de si la fuente de energía que utilizan es renovable.

Hay otros sustitutos de la carne procedentes de grandes monocultivos que destruyen la salud del suelo y reducen la biodiversidad, lo que repercute en la capacidad de los suelos para funcionar como sumideros de carbono. El aceite de coco y el de palma desempeñan un papel muy importante en la producción de muchos sustitutos de la carne que encontramos en las estanterías de los supermercados, pero su producción destruye los bosques del sudeste asiático. Una revolución agroecológica implica alejarse de un enfoque lineal de la producción de alimentos, según el cual hay insumos –para la producción en la granja– y luego productos que se venden en el mercado, y se generan residuos que hay que verter de alguna manera. La agroecología es más cíclica: trata de reutilizar los residuos agrícolas como insumos, de producir insumos localmente, de reducir el uso de pesticidas y fertilizantes químicos.

La clave está en considerar la naturaleza como una aliada y trabajar con ella, en lugar de tratarla como un animal al que tenemos que domesticar, dominar, controlar o simplificar para producir más. La agroecología es más intensiva en mano de obra y, por ello, no es lo suficientemente competitiva en las condiciones económicas actuales. El problema es que la mayoría de las medidas de productividad sólo tienen en cuenta la producción total de un determinado cultivo y pasan por alto las externalidades negativas y el ingente uso de energía utilizado para la producción de alimentos.

La agroecología es lo adecuado para el siglo XXI, pero requiere apoyar a los trabajadores agrícolas para que tengan unos ingresos decentes. Este es el principal escollo. Podríamos salvarlo gravando las externalidades negativas a la agricultura industrial, cuyos costes sociales, sanitarios y medioambientales no se contabilizan. Si el sistema fiscal funcionara correctamente, las externalidades negativas de la agricultura industrial se internalizarían, es decir, se les impondría un impuesto para que reflejen el precio [real] que conllevan sus prácticas agrícolas poco adecuadas. Los ingresos obtenidos [a través de esos impuestos] podrían utilizarse para apoyar los ingresos de una agricultura más sostenible. Un impuesto sobre el carbono no es la solución total a la crisis climática, pero forma parte de esta revolución que debemos poner en marcha.

¿Qué opina de la idea de un impuesto sobre la carne?

Durante muchos años hemos tratado la comida barata como sustituto de las políticas sociales, para no tener que aumentar demasiado el salario mínimo o la protección social. Hemos estado vertiendo comida barata en los platos de la gente para que incluso los hogares con bajos ingresos puedan alimentarse. Deberíamos darnos cuenta de que hoy en día, en los países ricos, es la clase trabajadora la que más padece los elevados índices de obesidad, diabetes y cánceres asociados a la comida basura. Debemos garantizar que todos los hogares tengan acceso no sólo a alimentos baratos, sino a dietas saludables, diversificadas y nutritivas. Eso también significa aumentar los ingresos de las familias de escasos ingresos. Por eso la política alimentaria debe incluir una dimensión social.

El sector agroalimentario es tristemente famoso por sus bajos salarios, largas jornadas de trabajo y contratos precarios. ¿Le parece esperanzador que los trabajadores empiecen a organizarse en establecimientos de comida rápida como McDonalds y Starbucks?

Es alentador. Tradicionalmente, el interés de los consumidores por la comida barata se ha opuesto al de los agricultores por vender sus cosechas a un precio elevado; pero ahora vemos que todos estos actores tienen razones para quejarse de las ineficiencias, los absurdos y la naturaleza extractiva del sistema alimentario. Es alentador que surjan nuevas alianzas. En Europa dependemos mucho de la mano de obra agrícola barata, a menudo compuesta por trabajadores migrantes que carecen de un salario mínimo garantizado, de contratos de larga duración o de acceso a la protección social. En España, los Países Bajos y Alemania, sería imposible producir como lo hacemos hoy sin ellos, y genera extraños patrones migratorios –de trabajadores ucranianos importados a campos polacos y trabajadores polacos que viajan para trabajar en los campos alemanes–. Es muy extraño. Un efecto interesante de la pandemia de covid es que, cuando se cerraron las fronteras y se interrumpieron los viajes internacionales entre seis y nueve meses, Alemania tuvo que abrir nuevas rutas migratorias para poder contratar trabajadores.

Pero las agencias contrataban a inmigrantes sin mascarillas y metían a ocho personas en un coche para llevarlas a trabajar en mataderos sin ventilación, donde la propagación del virus estaba casi garantizada. ¿Son los sindicatos la respuesta en esas situaciones?

Se puede afirmar que existe un dumping social interno. Las cadenas de suministro que importan trabajadores que son explotados con bajos salarios en condiciones duras e insalubres son una forma de dumping social interno que resulta problemática. Los sindicatos locales de trabajadores agrícolas tienen razones para estar preocupados por esto y creo que se podría convencer a la Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación para que hiciera algo más al respecto, tal vez en colaboración con los principales sindicatos de agricultores. A ningún agricultor le interesa que se perpetúe este sistema; pero los agricultores, a veces, no tienen más remedio que explotar así a los trabajadores si su vecino –el agricultor competidor– también lo hace. Todos nos vemos abocados a esta carrera hacia el fondo. Tal vez la responsabilidad de los Gobiernos en esas situaciones debería ser sentar a la mesa a los sindicatos de braceros y de agricultores para encontrar un terreno común desde el que abordar este problema.

¿Ejercen los lobbies agrícolas en Europa un veto de hecho a ese tipo de cambios?

Muchas ONG y pequeños sindicatos de agricultores se están uniendo en torno a la idea de la democracia alimentaria, que aboga por que las políticas del sector alimentario y agrícola no se decidan a puerta cerrada, bajo la presión de los lobbies, sino abiertamente, con procedimientos mucho más transparentes e inclusivos.