Para acabar con la esclavitud debemos entender su dimensión de género

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En el fondo, la esclavitud es una cuestión de poder o, para ser precisos, de privar de poder a colectivos de personas, para poder esclavizarlas.
Lo constatamos una y otra vez en las distintas manifestaciones de la esclavitud que encontramos en el mundo. La reiterada incapacidad de los Estados de proteger los derechos humanos de su ciudadanía y de los inmigrantes de su país es prueba de ello.

Hace apenas una semana, el periódico The Guardian puso al descubierto que miles de migrantes rumanas son obligadas a realizar trabajos forzosos en Sicilia y padecen abusos sexuales atroces, mientras las autoridades miran hacia otro lado.

Si los europeos no logramos proteger a nuestros conciudadanos de la esclavitud ¿qué esperanza les queda a quienes carecen de los derechos de la ciudadanía?

La nefasta experiencia de las empleadas de hogar víctimas de la explotación en el Reino Unido o de las mujeres de Asia del sur, esclavizadas con la connivencia del Estado, en empleos de la construcción y de servicio doméstico, en la península arábiga, es desalentadora.

Por ello, gran parte de la labor de la organización contra la esclavitud Anti-Slavery International consiste en instar a los gobiernos a cambiar su forma de gobernar, a eliminar las consecuencias negativas de políticas que a veces propician las condiciones en las que los empleadores sin escrúpulos explotan y esclavizan a las trabajadoras y trabajadores vulnerables.

Por ejemplo, somos abiertamente críticos con los sucesivos gobiernos británicos y, sin embargo, suelen financiar nuestra labor. Sirva este punto decisivo como tributo al gobierno británico. Para que la lucha contra la esclavitud sea efectiva se precisa una coalición amplia de gobiernos, empresas y sociedad civil —en concreto de organizaciones de mujeres y niñas que son o han sido directamente víctimas de la esclavitud— que entablen una serie de conversaciones complejas y difíciles, sobre todo respecto a las ideas preconcebidas y los prejuicios de género.

Animo desde aquí a otros gobiernos a alimentar de manera similar a su sociedad civil y sugiero que, cuando seamos testigos de lo contrario, como sucede en países de Oriente Medio y del sur de Asia, recordemos que se trata de un indicador claro de que el gobierno en cuestión no se toma en serio los problemas básicos que cimentan la esclavitud en su sociedad.

La esclavitud con otros nombres

La esclavitud florece especialmente cuando se camufla bajo otros nombres. Por ejemplo, enmascarada bajo la apariencia del matrimonio. Esta forma de esclavitud afecta de forma abrumadora a niñas y mujeres jóvenes, de ahí que apenas se la reconozca como tal.

Pero cuando se niega a las niñas el derecho a rechazar o a abandonar su matrimonio, cuando se las priva de la libertad para decidir dentro del matrimonio o cuando explotan su trabajo infantil dentro del matrimonio, no estamos ante un auténtico matrimonio, sino ante un contrato de esclavitud sancionado socialmente.

La tolerancia hacia el matrimonio infantil forzoso supone la negación de los derechos fundamentales de millones de niñas, además de un campo abonado para que surjan abusos más terribles, como las depravaciones misóginas de Boko Haram y el Estado islámico.

Acabar con el matrimonio infantil forzoso es decisivo para avanzar en la promoción de los derechos de las mujeres y las niñas y, por ende, para acabar con la esclavitud.

Naturalmente, el corolario de afirmar que la esclavitud es una cuestión de poder y de desposesión es que las estrategias que más probabilidades tienen de reducir la esclavitud son aquellas que empoderan a las personas más vulnerables a la misma.

La educación resulta clave. Una de las razones por las que hay tanto trabajo infantil, por ejemplo, en el sector agrícola de los países del Sur es la escasez de escuelas. Pero, además, necesitamos cambiar el paradigma de lo que se enseña, sobre todo a las comunidades vulnerables a la esclavitud, como los dalits (intocables) del Sur de Asia.

Los derechos de las niñas deben erigirse en un eje que vertebre la política educativa, como jamás antes lo han sido, desde el diseño de las infraestructuras, que incorporen aseos seguros para las niñas, a los programas de enseñanza impartidos. La educación en derechos humanos debe ser la piedra de toque para romper los prejuicios que contribuyen a la explotación y la violencia que padecen cada día las mujeres y las niñas.

Las niñas y niños deberían recibir formación profesional y emprendedora que multiplique sus oportunidades de empoderamiento económico una vez que abandonan la escolarización formal.

Los aspectos de género de la esclavitud, en concreto cómo afecta a las mujeres y niñas, nos hablan de la necesidad imperiosa de aplicar estrategias vertebradas en los derechos humanos, si queremos aspirar a lograr una reducción de la esclavitud, por no hablar su erradicación. Se trata de un asunto del que deben ocuparse con urgencia gobiernos, empresas y sociedad civil y, en especial, las organizaciones de ayuda al desarrollo.

Este artículo es una versión resumida del publicado en la web de Anti-Slavery.