Porqué una jornada mundial contra la pena de muerte

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Ante todo, porque la batalla contra la pena de muerte continúa la estirpe de las grandes luchas por los derechos humanos, como la abolición de la esclavitud o de la tortura.

Además porque, en esta contienda, el bando de los abolicionistas va imponiéndose cada año un poco más al de los retencionistas (término utilizado para designar a los países que mantienen y aplican la pena de muerte).

Un tercio de los países representados en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) han abolido la pena de muerte legalmente o de hecho. Sólo 58 países mantienen la pena de muerte y la ejecutan. Hace 30 años, la situación era exactamente la inversa en contra de la abolición.

La pena de muerte simboliza, hoy más que nunca, la lucha de la razón contra la ignorancia, de la fuerza del derecho contra el derecho a la fuerza, del combate contra todas las desigualdades e injusticias, de índole racial, étnica, religiosa y, en todo caso, siempre social.

Además, es un arma de opresión del pueblo, al que se le hace creer que reinará la justicia cuando, con mucha frecuencia, solo sirve como espada de la tiranía.

“Pero hay democracias” me dirán ustedes, “que también condenan y ejecutan”.

Estoy de acuerdo, pero les asombraría saber que cada vez son menos las que aplican la pena capital.

En efecto, los procesos democráticos van irremediablemente acompañados de un abandono progresivo y con frecuencia radical de las prácticas del pasado, de los tiempos de la dictadura y la opresión. Así ocurrió, en concreto, en América del Sur en los años 90, tras la caída de los regímenes militares (hoy, toda América Latina ha abolido la pena de muerte) o en Europa, después de la desaparición de la Unión Soviética (Belarús es el último Estado europeo retencionista).

Es significativo que los pueblos que han padecido un genocidio —Armenia, Israel, Camboya y Ruanda— tuvieron todos la fuerza y el deber imperioso de abolir la pena de muerte. Así sucede también en los máximos órganos judiciales internacionales —la Corte Penal Internacional (CPI) o los distintos tribunales penales internacionales (TPI)— a pesar de que se encargan de juzgar los crímenes más graves perpetrados en el mundo: los crímenes de guerra, contra la humanidad o de genocidio.

Sólo algunas democracias continúan aplicando el castigo supremo: los Estados Unidos, Japón y la India, entre otras. No obstante, la mayoría de ellas rara vez la ejecutan.

Incluso en los Estados Unidos las cosas están cambiando. En 1999, se produjeron 98 ejecuciones, que se redujeron a 35 ejecuciones en 2014 (en ocho Estados) y a 22 ejecuciones en 2015, en seis Estados (a fecha del 1 de octubre).

Esta disminución de las ejecuciones, de las condenas a muerte y del número de Estados retencionistas abocará en los próximos años a una extinción lenta de la pena de muerte en este país y, probablemente, a su abolición oficial.

 

Tráfico de drogas y pena de muerte

El combate por la abolición de la pena capital se libra hoy sobre todo en Oriente Medio (especialmente en Arabia Saudita y en Irán) y en Asia.

En Arabia Saudita se produjeron 150 ejecuciones en 2015, muy por encima de las estadísticas de años precedentes. En Irán, desde la ascensión al poder del presidente Hassan Rohani, el número de ejecuciones se multiplicó por dos.

Las injusticias son frecuentes y distintivas. Me viene a la mente el joven condenado a muerte en Riad, Ali Mohamed Al-Nimr, en la pantomima de su juicio, siendo aún menor de edad, por haberse manifestado contra la monarquía y formar parte de la minoría chiíta del país.

Pienso asimismo en Mahmood Barati, el maestro de escuela de la ciudad de Taybad (Irán), ejecutado el 8 de septiembre por tráfico de drogas, tras un juicio inicuo, basado solo en el testimonio de una persona, también acusada de tráfico de drogas, que más tarde fue también ejecutada por traficar con droga y que se desdijo de su testimonio en dos ocasiones ante el juez.

El vínculo entre el tráfico de drogas y la pena de muerte es el eje temático de la Jornada mundial contra la pena de muerte de 2015, que se celebra este 10 de octubre. Es importante tomar conciencia de las numerosas implicaciones de esta temática en el plano de los derechos humanos y de las políticas públicas e internacionales.

En los países donde más ejecuciones se producen —32 países (además de Gaza)— la principal causa de condena a muerte es el tráfico de estupefacientes (ya sean drogas llamadas “blandas” o “duras”).

Además observamos un acusado aumento de las ejecuciones por delitos relacionados con la droga, sobre todo en siete países: China, Irán, Arabia Saudita, Vietnam, Malasia, Singapur e Indonesia.

Estas ejecuciones se ordenan contraviniendo de plano las normas internacionales en materia de derechos humanos, que ordenan restringir la aplicación de la pena capital a los delitos más graves, como los homicidios voluntarios —lo cual, evidentemente, no es el caso de la mayoría de las ejecuciones—.

Además, asistimos a la utilización de la pena de muerte como argumento electoral y diplomático. En efecto, desde los años 80 hay en marcha una campaña internacional, totalmente legítima, conocida como “la guerra contra la droga”, librada principalmente a escala internacional por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen (UNODC), que promueve programas de alcance para luchar contra la droga.

La aplicación de la pena de muerte es para algunos “la única forma visible” de demostrar que los gobiernos toman medidas.

Los Estados retencionistas utilizan esta movilización internacional (y los millones de dólares que conlleva) para ejecutar con toda virulencia a pequeños traficantes, porteadores de maletas o mulas, que constituyen la gran mayoría de los prisioneros ejecutados. Con mucha frecuencia se trata de personas extranjeras en situación vulnerable. En particular mujeres (a veces embarazadas), utilizadas con frecuencia para pasar las fronteras porque levantan menos sospechas entre los aduaneros.

Esta colaboración suele conducir a las diplomacias europeas a aberraciones y situaciones surrealistas. Por ejemplo, Australia, Gran Bretaña o Francia ayudan, por un lado, a los servicios de policía de Vietnam o Indonesia a arrestar a personas sospechosas de tráfico de drogas y, por otro lado, se enfrentan contra viento y marea a la ejecución de sus nacionales, que con frecuencia han ayudado a arrestar.

Los ejemplos de Serge Atlaoui, de nacionalidad francesa, a punto de ser ejecutado en Indonesia, y de otros extranjeros fusilados el 29 de abril de 2015, hablan por sí solos. Estas políticas se utilizan localmente para justificar la falta de una política nacional de salud y su falta de visión a largo plazo.

Parece importante que los gobiernos europeos interactúen en el seno de UNODC para frenar cuanto antes esta expansión inquietante de las ejecuciones ligadas a la droga y, a la postre, lograr el objetivo de la abolición universal de la pena de muerte para todos los delitos.