Precariedad, salarios más bajos y exposición a químicos: la brecha de género en la industria del aceite de palma

Precariedad, salarios más bajos y exposición a químicos: la brecha de género en la industria del aceite de palma

Una mujer prepara los químicos que tiene que rociar en una plantación de aceite de palma en el distrito de South Labuhan Batu, en Indonesia.

(Laura Villadiego)

Cada día, Nila, después de su jornada de trabajo rociando fertilizantes en una plantación de aceite de palma, vuelve a casa mareada y, a veces, con náuseas. “Ahora estoy mejor que cuando rociaba también pesticidas”, explica la menuda mujer de 25 años (cuyo nombre, como el de los otros trabajadores, ha sido modificado en esta crónica para proteger su identidad). Su trabajo vale además menos que el de su marido, un recolector en la misma plantación, a pesar de tener ambos jornadas similares. Nila cobra menos y le niegan un contrato estable.

Aunque la literatura académica sobre las diferencias de género en la industria del aceite de palma es aún escasa, investigadores, activistas y trabajadoras consultados coinciden en que hay un sesgo de género: las mujeres reciben salarios más bajos, son casi siempre contratadas como jornaleras y se encargan normalmente de las tareas de mantenimiento, por lo que sufren más problemas de salud por la continua exposición a pesticidas y fertilizantes. “Las mujeres en las plantaciones no tienen derechos, muchas veces ni siquiera un salario”, asegura Herwin Nasution, presidente de Serbundo, un sindicato centrado en el sector agrícola en Indonesia –principal productor mundial de aceite de palma–. “Viven en una sociedad paternalista donde no se les escucha”.

La brecha de género es una de las caras menos visibles del polémico aceite de palma, el aceite más consumido en el mundo, cuyos impactos medioambientales, sociales y en la salud han llevado al Parlamento Europeo a aprobar una petición de propuesta no legislativa a la Comisión Europea (CE) para que lo regule.

“Es un toque de atención muy fuerte hacia la Comisión Europea y es el altavoz del sentir ciudadano en Europa sobre el aceite de palma”, asegura Florent Marcellesi, diputado de EQUO (Grupo de los Verdes/Alianza Libre Europea) en el Parlamento Europeo. Para Marcellesi, aunque la petición no supone una obligación de regular, “el grito es tan fuerte” que la Comisión y la industria deben tomar medidas. La Comisión Europea respondió con un comunicado en el que aseguraba que el asunto se discutirá en una conferencia sobre deforestación y tala ilegal a finales del mes de junio y que “la UE ha liderado de forma consistente las acciones en esta área, a través de iniciativas tanto internacionales como domésticas”.

Nila empieza su jornada a las 8 de la mañana con una reunión diaria en la que sabrá si tendrá trabajo ese día. “Si no me necesitan, me mandan a casa y ese día no cobro”, asegura Nila. Si ese día tiene suerte, cobrará unas 66.000 rupias indonesias (unos 4,5 euros, 5 dólares USD) por rociar 4 hectáreas de árboles. Su marido tiene, sin embargo, un contrato fijo por cortar las voluminosas hojas de las palmas y liberar los rojos racimos de fruto por el que recibe 2,3 millones de rupias al mes (154 euros, 173 USD), una media de unas 100.000 rupias al día (casi 7 euros, 7,5 USD). Nila, además, puede ganar un máximo de 1,3 millones de rupias al mes (87 euros, 98 USD) por los 20 días que como máximo suelen contratarla, lejos de los 1,96 millones de rupias (131 euros, 147 USD) del salario mínimo para la provincia en 2017.

Las diferencias en el salario no son, sin embargo, exclusivas de la industria del aceite de palma. Así, según un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo, la brecha salarial en Indonesia se ha disparado entre 2010 y 2014, cuando un 45% de las trabajadoras con contrato –frente a un 25% de los hombres– cobraban menos de dos tercios del salario medio. La organización internacional no ofrece, sin embargo, datos para los trabajadores casuales como Nila.

Cuando termina su jornada y aún tiene fuerzas, Nila ayuda durante un par de horas a su marido a recoger los frutos que se han desprendido de los grandes racimos en su caída y de los que luego saldrá el preciado aceite. La remuneración por ese trabajo se la lleva su marido, como parte de su salario mensual. “La parte más valiosa de la palma aceitera son los frutos sueltos. Las mujeres están haciendo el trabajo más valioso”, asegura Janarthani Arumugan, investigadora independiente que ha estudiado la situación de las mujeres en las plantaciones. “Se está haciendo mucho dinero sobre los hombros de las mujeres”, continúa.

Uno de los mayores problemas, aseguran los expertos, es, sin embargo, la constante exposición a químicos sin las medidas de protección necesarias. Así, un informe reciente de Amnistía Internacional que investigaba la plantación para la que trabaja Nila, entre otras, denunció el uso de químicos peligrosos sin medidas de protección adecuadas.

Entre los químicos identificados por Amnistía Internacional, se incluía el paraquat, un herbicida que ha sido relacionado con cáncer y otros efectos nocivos sobre la salud. La misma Nila confirma que no recibe ningún material de seguridad y su única protección es un pañuelo con el que se cubre nariz y boca para intentar no respirar los químicos. Sus brazos, sin embargo, quedan expuestos y están continuamente irritados. “El doctor dice que es una alergia común y que no está relacionado con el trabajo”, explica Nila, a quien sólo se le permitió ver al médico que trabaja para la plantación –en lugar de ir al hospital–, una práctica que, según el sindicato Serbundo, es corriente.

Una precariedad eterna

Ami, a sus 39 años, solo ha conocido la plantación de aceite de palma en la que vive. Sus padres ya eran peones para la empresa y ella ha trabajado en la misma plantación de aceite de palma desde que tenía 15 años. Sus condiciones, sin embargo, han ido mejorando con los años, especialmente desde que la empresa obtuvo la certificación sostenible RSPO. “Ahora nos dan equipos de seguridad para rociar los pesticidas”, asegura Ami, quien afirma, a diferencia de Nila, no haber tenido ningún malestar relacionado con su trabajo.

Sin embargo, a pesar de haber trabajado casi 25 años para la misma empresa, Ami no ha conseguido ser reconocida como trabajadora permanente. “Para tener un contrato fijo, tienes que ser hombre [...]. No quieren tener que pagarte si te quedas embarazada”, asegura la robusta mujer, madre de 4 hijos, el más pequeño de tan sólo 3 años.

La falta de contratos relega también a las mujeres a una posición de extrema vulnerabilidad y son castigadas a menudo con la pérdida de sus puestos de trabajo incluso cuando la falta no la han cometido ellas. “Las mujeres siempre son las primeras que pierden sus empleos en las plantaciones porque la dirección lo usa para amenazar a los maridos que ‘alborotan’ con los derechos laborales”, asegura Janarthani Arumugan, quien explica que, además, el acceso de las mujeres a los sindicatos está limitado porque “están controlados por hombres que relegan a las mujeres al estatus desigual de trabajadoras informales”, lo que causa “tensión entre géneros”.

Para Chris Wangklay, de Oxfam Indonesia, uno de los principales problemas es que apenas se han investigado las necesidades reales de las mujeres en las plantaciones. “Hay una gran falta de datos. Necesitamos primero recolectar datos de las propias mujeres para saber cuáles son sus prioridades y principales problemas”, afirma Wangklay. “Así podremos incrementar nuestra capacidad para entender el problema”.

Por ello, Oxfam está colaborando con otras organizaciones para reunirse con mujeres con el objetivo de elaborar una guía sobre cuestiones de género que sirva de referencia para los miembros de la RSPO.

Sin embargo, el Parlamento Europeo ha pedido a la Comisión Europea una nueva certificación controlada por Europa, ya que “se ha demostrado que [la RSPO] no funciona”, asegura Marcellesi. “Hay que desconectar a la industria de su certificación porque entra en conflicto de intereses”, asegura el eurodiputado. Así, el informe de Amnistía Internacional identificaba al menos una plantación certificada usando paraquat y acusaba a la certificación de actuar como “escudo” para evitar un mayor control de las plantaciones.

La petición del Parlamento, continúa Marcellesi, va más allá del aceite de palma y pretende establecer requisitos mínimos para otras industrias agrícolas, como la soja o la caña de azúcar. “El problema real es el monocultivo de cualquier planta que provoca deforestación, ataque a los derechos de los trabajadores o de los pueblos indígenas”, dice Marcellesi. “Nuestra lucha ahora es usar el aceite de palma como ejemplo [para regular otras industrias]”.