¿Prisión o exilio? El dilema de los migrantes africanos en Israel

¿Prisión o exilio? El dilema de los migrantes africanos en Israel

Manifestación de migrantes africanos en Jerusalén el 26 de enero de 2017. Amenazados por una política de “deportación” a terceros países donde sus derechos no son garantizados, estos sudaneses y eritreos esperan la sentencia del tribunal superior israelí.

(Chloé Demoulin)
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“El Gobierno (israelí) hace todo lo posible por hacernos la vida difícil y forzarnos a que nos vayamos”, se lamenta Hayos Tekle, un eritreo de 33 años que llegó a Israel hace seis años. Como él, decenas de miles de migrantes africanos, principalmente eritreos y sudaneses, han entrado ilegalmente en Israel desde el fin de la década de los noventa.

Según la ONG israelí The Hotline for Refugees and Migrants, actualmente residen 40.000 en el país.

Estos africanos escaparon de la miseria o la violencia de sus países. Incluso arriesgaron la vida al cruzar a pie el desierto del Sinaí, una ruta en la que otros miles de migrantes han sido secuestrados por grupos criminales durante los últimos años. Esta extendida trata de personas ha sido condenada en varias ocasiones, en concreto por el Parlamento Europeo en 2014.

Sin embargo, el Estado hebreo, signatario de la Convención de Ginebra sobre el estatuto de los refugiados, se niega a acogerlos, sean de la nacionalidad que sean, incluidos los sirios que han abandonado en masa su país, asolado por una guerra civil. De hecho, hay que remontarse a la década de los setenta para constatar una tímida medida de acogida: la de 360 vietnamitas que llegaron en frágiles embarcaciones.

En cuanto a los migrantes africanos, Dror Sadot, portavoz de The Hotline for Refugees and Migrants, precisa: “Desde 2013, solo siete eritreos y un sudanés originario de Darfur han obtenido la condición de refugiados”.

Desbordadas por la afluencia, las autoridades israelíes dejaron primero libres a la mayoría de estos migrantes, con un permiso de residencia temporal que no les autorizaba a trabajar. No obstante, miles de ellos encontraron trabajo precario en la restauración, la hostelería o en servicios de mantenimiento.

Por ejemplo, Hayos Tekle trabajó durante varios años en una empresa especializada en la organización de bodas en Petah Tikva, un barrio de Tel Aviv.

Pero en 2012, el Gobierno de Israel cambió de política. Primero construyó un muro a lo largo de la frontera con Egipto, lo que redujo drásticamente el número de nuevas entradas.

Asimismo, se construyó un centro de detención administrativa, el “campo de Holot”, en el sur de Israel, en el desierto del Néguev. Desde 2013, más de 4.500 migrantes que se habían negado a volver a su país de origen han sido enviados al centro.

Hayos Tekle, que vive en Holot desde noviembre de 2016, describe una estructura “infernal” en la que “hace demasiado calor en verano y demasiado frío en invierno”.

“Compartimos una habitación entre varios, la comida no es buena y no tenemos nada que hacer”, se lamenta.

Libres durante el día, pero lejos de todo, los “detenidos” de Holot casi nunca tienen la autorización o simplemente no tienen los medios para ir a Beer-Sheva, la ciudad más cercana, y todavía menos a Tel Aviv, a dos horas de carretera.

“No entiendo cómo Israel puede tratar a estos migrantes como delincuentes”, se indigna el activista israelí Elliot Vaisrub Glassenberg, que visita periódicamente Holot. “Para mí, el Estado de Israel, como Estado judío, tiene una obligación moral con ellos. Uno de los valores fundamentales de la Torah es no oprimir a los extranjeros, porque hemos sido extranjeros en otros países”, subraya.

Preservar la identidad judía del Estado de Israel

Sin embargo, este llamamiento a la empatía hacia los migrantes africanos tiene poco impacto en la opinión pública israelí. “Que los israelíes fueran en otro momento refugiados no implica que no tengan miedo de los extranjeros”, replica Dror Sadot.

Para esta activista, el Gobierno contribuye a “que aumente el miedo” y a “deshumanizar” a los migrantes, por ejemplo calificándolos de “infiltrados”, una expresión utilizada originalmente para designar a los palestinos que entraban ilegalmente en Israel para cometer atentados.

El primer ministro, Benjamin Netanyahu, considera que la mayoría de estos africanos son simples migrantes económicos y estima que el país es “demasiado pequeño” para acogerlos. Sin embargo, para una gran parte de la derecha israelí, se trata sobre todo de preservar la identidad judía del Estado de Israel.

En 2015, tras una decisión del tribunal supremo israelí, la duración de la detención de los residentes en Holot, antes ilimitada, fue reducida a 12 meses como máximo.

Mil setecientos migrantes fueron puestos en libertad. Sin embargo, es una libertad amarga. El Gobierno les ha prohibido que vuelvan a Tel Aviv y a Eilat, donde se considera que hay una concentración de migrantes demasiado elevada. Sin embargo, es justo en estas dos grandes ciudades donde los migrantes habían creado sus vínculos profesionales y personales. Estos antiguos “detenidos” tuvieron que recomenzar su vida de cero: encontrar trabajo y alojamiento en ciudades menos atractivas o más hostiles para los migrantes, sin tener la certeza, por otro lado, de obtener un día la condición de refugiados.

Desde finales de 2013, Israel también propone a los migrantes que vayan a dos terceros países en África: Uganda o Rwanda. Sin embargo, según las ONG, solo 1.200 sudaneses y eritreos han participado en este procedimiento opaco entre 2013 y abril de 2015.

“Israel les promete una condición, diciéndoles que van a un país amigo, que podrán estudiar, tener un trabajo, pero no tienen nada”, afirma Yael Orgal, miembro de la ONG Jerusalem African Community Center. “En Rwanda, les roban sus papeles y su dinero. En Uganda, el 99% de las personas deportadas ha tenido que huir a otro país”, cuenta.

Una experiencia caótica confirmada por los testimonios recabados de varios migrantes.

Cuestionado regularmente por las ONG y los periodistas, el Gobierno israelí se niega a responder a estas acusaciones. Lejos de recular, en 2015 incluso decidió endurecer la medida ofreciendo dos opciones a los migrantes: o aceptar viajar a un tercer país o ser enviados a la cárcel indefinidamente.

Ahora que el tribunal supremo, al que han recurrido varias ONG, debe pronunciarse dentro de poco sobre la aplicación de esta nueva política, 300 migrantes africanos se reunieron en Jerusalén el jueves 26 de enero para atraer la atención de los jueces.

“¡No somos delincuentes!”, “¡Basta de prisiones, basta de Holot!”, entonaban los manifestantes. “Las vidas de los negros importan”, se leía en algunas de sus pancartas, haciendo referencia al lema nacido en los Estados Unidos contra la violencia de la policía norteamericana hacia los afroamericanos.

Los manifestantes también llevaban retratos de algunos migrantes enviados a Uganda y Rwanda. “Muchos de ellos han muerto intentando llegar a Europa, asesinados por el ’Estado Islámico’ en Libia o durante su viaje en el Mediterráneo”, explica Hayos Tekle, a quien se le autorizó salir del campamento de Holot para participar en la manifestación.

Con el rostro descompuesto, el eritreo intenta a pesar de todo guardar la esperanza: “Lo único que pedimos a Israel es que estudie nuestras solicitudes de asilo de forma legal y abierta. Verán si somos migrantes económicos o refugiados”.

Este artículo ha sido traducido del francés.